I és que Espanya, l'Espanya multiforme, no és la suprastructura. No és l'imperi romà ni l'imperi español, no és Carles V ni Felip II. Ni la Inquisició, ni l'absolutisme borbònic, ni la ideología de les guerres carlistes, ni el Ministeri de la Governació, ni una casta militar.
Pere Bosch-Gimpera, 1937
Me preguntan mis amigos por qué alguien que, como yo, se ha mostrado toda su vida a favor de las libertades en Cataluña y el País Vasco, se posicione tan radicalmente en contra de la separación de Cataluña. Me dicen, que cómo puede ser que alguien que dice creer tan profundamente en la democracia real y de base, afirme que la presente consulta catalana sea un engendro peligroso y antidemocrático. Comentan, que quizá los años me vuelvan conservador, que no soy consecuente con las creencias y las convicciones que han regido mi vida.
Pero es que mis amigos parecen olvidar cual ha sido siempre mi posición y -esto es lo importante- la de muchos otros como yo. Siempre he creído firmemente, y he trabajado por ello, en que era posible construir una España multinacional, plural, híbrida, que respetara las diversidades pero aunara las voluntades, que sirviera para que quienes la habitaran vivieran mejor y expresaran mejor sus potencialidades culturales, lingüísticas, políticas, sociales. Yo he querido siempre que las peculiaridades de las diversas comunidades humanas del país sirvieran para dar luz a nuevas y más complejas formas, producto de la mezcla, la unión y el desarrollo de las culturas populares, locales, regionales, ya, nacionales, si se quiere.
La autodeterminación no se puede ejercer para crear más estados -demasiados hay ya en el mundo- sino para liberar a los individuos que los componen. La autodeterminación no es construir divisiones, sino aunar en libertad a quienes se emancipan. Una independencia basada en la construcción de un odio hacia el que se deja atrás no es progresista. Las constituciones se cambian, las leyes evolucionan, las formas políticas se transforman, pero -para un progresista- las solidaridades no se destruyen ni se corrompen, sino que se acrecientan. Lo contrario es una traición a los ideales del progreso.
Nada de esto hay en los programas ni en las acciones de los catalanismos actuales. No hay en ellos ni un gramo de discurso acerca de la solidaridad, la emancipación común, la contribución a una España -entendida como sus individuos- más libre, más justa, más solidaria. No hay ninguna alternativa de construcción de una comunidad de pueblos distinta, mejor para todos. No hay ninguna propuesta común. Sólo hay un extraño y sordo egoísmo, una voluntad de ceguera, de no ver más allá para evitarse disgustos: ¿Porque qué pasaría si se quitaran los anteojos y se dieran cuenta de que Espanya no es lo que ellos creen o quieren creer sino una caricatura que les viene al dedo a sus propuestas? Se verían obligados a renunciar a esa visión de una España imperial, atrasada, franquista todavía.
Si estoy a favor de la unidad de Europa, ¿cómo no voy a estar a favor de la solidaridad entre los distintos tipos de españoles? La palabra España para muchos como yo, no ha tenido nunca el valor de una nación política, cultural, social, sino la de un contexto histórico real, que permitía la oportunidad de construir algo nuevo que estaba en germen ya en ese Estado construido a base de sangre, sudor y lágrimas, pero también a través de intercambios positivos, de mezcla gozosa, y hasta de orgullo legítimo por compartir lazos entre quienes viven al lado del Mediterráneo y quienes habitan bajo el sol de los veranos de Castilla.
Porque España existe. No por supuesto en la forma como nos la han querido hacer ver los fanatismos del nacionalismo y del fascismo españolista, ni tampoco los espejos deformantes del antiespañolismo catalanista o vasquista. Como decía Bosch-Gimpera en su lección inaugural del curso universitario de 1937-1938, en Valencia, en una hora difícil como ninguna: "Espanya no ha existit d'una manera palpable com a entitat conjunta fins el segle XIX, però la seva existencia traspua tots els moments de la seva Història, perquè depèn d'afinitats profundes i essencials".
España es un Estado de agregación, cristalizado a partir de varias entidades políticas, que ya eran multiculturales a su vez, un estado tensionado siempre entre la pluralidad y la unidad. Y eso no es malo. Un análisis histórico sereno y sin prejuicios de la historia de España desde 1492 nos arroja muchas sombras -no más que para otros Estados europeos- pero algunas luces sorprendentes. Que en la península Ibérica tras más de quinientos años de monarquías unitarias todavía existan tres naciones políticas (con Andorra) y al menos cinco o seis culturales, junto con una diversidad de idiomas y dialectos, no se explica por la supuesta inefectividad de un Estado que, cuando quiso, supo mantener atados territorios mucho más lejanos durante siglos.
No, no ha sido una eterna resistencia a un imperialismo opresor -existente tan sólo en algún contexto y pocos años- lo que ha hecho sobrevivir a las distintas naciones culturales de España. No olvidemos que la violencia no ha venido sólo del centralismo: siempre ha habido sangre derramada por quienes defendían los privilegios regionales o las independencias o soberanías parciales: desde 1640 hasta ETA, desde los carlistas hasta los austracistas de 1714. Nadie tiene el monopolio de la razón y las armas han hablado demasiadas veces.
La peculiaridad de la conformación de España como una nación de naciones tiene mucho que ver con una convicción, compartida inconscientemente y sin reconocerlo hasta por los más radicales españolistas, de que se trata de un país plural y lo ha sido siempre. Cuando en 1833 Javier de Burgos creó la división de España en provincias, no diseñó departamentos geográficos ahistóricos y abstractos, como hicieron en Francia los jacobinos: los liberales españoles eran muy conscientes de la pluralidad y construyeron un entramado provincial que respetaba en gran medida las peculiaridades nacionales y regionales del país. El franquismo, incluso en sus primeros y más radicales años, no tuvo más remedio que aceptar e intentar asumir en sus discursos las diversidades, intentando desactivarlas o reconducirlas, tratándolas de mero folklore, claro.
Y esa es para mí la oportunidad histórica de este país -de estos países-: reconocer la pluralidad y vivir en ella. Es justamente esa pluralidad nacional lo que creo más meritorio y avanzado de España. No creo que se pueda llamar progreso el renunciar a ella en nombre de una patria -sea catalana, vasca, castellana o española-. Quien quiera sentirse patriota, que se sienta, como los católicos se sienten católicos o los hinchas del Atleti se sienten unidos a su club. Pero que dejen en paz a los demás, que no nos impongan su visión única y cerrada de los territorios, su patriotismo obsesivo. Y esto va por los españolistas, pero también por los catalanistas.
Porque los nacionalistas catalanes -como los españolistas- parecen querer hacernos retroceder al siglo XIX, a la época de las naciones de un solo idioma, una sola cultura, un solo folklore, una sola forma de ver la vida; los nacionalistas quieren un territorio definido, una agobiante imposición de un himno, una bandera, unos colores nacionales; y al cabo, y aunque no lo digan, de una forma de pensar. Da igual los discursos que emitan: sus acciones los delatan. Si la Generalitat no ha sido capaz de satisfacer a un puñado de familias que querían -por razones que no entro a juzgar si positivas o negativas- que a sus hijos se los escolarizara en castellano, ¿alguien cree que si las élites nacionalistas catalanas toman el poder absoluto en Cataluña, esto iba a cambiar?
Si queremos sobrevivir en el futuro incierto que el declive de la civilización europea parece augurar, debemos limitar la ecuación entre la nación y el Estado. La identidad nacional debe convertirse en asunto privado, como la religión.
Todo esto puede parecer abstracto, pero en realidad es la única clave del problema: de la forma en que se recogen y distribuyen los impuestos se puede hablar y decidir en el parlamento; de la financiación de los presupuestos, del cupo autonómico, de la balanza fiscal, del eje mediterráneo, todo eso se puede discutir políticamente, buscar apoyos, convencer a unos y otros, encontrar soluciones. La estructura territorial del Estado es cosa de negociación, de propuestas y contrapropuestas, de decisiones tomadas por mayorías o minorías cualificadas. Pero para ello hace falta precisamente un trabajo de democracia parlamentaria que es lo que no admiten quienes tiran el niño con el agua de la bañera, quienes con un cinismo que apunta a lo totalitario dicen que esto no tiene arreglo, que les falta paciencia para ello. Pero en la vida social, cuando falta la paciencia, llega inevitablemente la violencia. Y de eso, este país ha conocido ya mucho, durante muchos años.
Me enfurece la cobardía de los políticos españoles que no han tenido redaños para elaborar mecanismos de pluralidad nacional en la vida cotidiana española. ¿Por qué no se introdujeron el catalán y los otros idiomas oficiales como asignaturas -siquiera optativas- en el bachillerato en toda España hace ya muchos años? ¿Por qué no se han establecido símbolos del carácter plural del Estado en la vida política: plurilingüismo en las administraciones, en el congreso, en las universidades? Me refiero, claro está, fuera de los territorios propios de esos idiomas. ¿Por qué no se construyó con rapidez un senado como cámara territorial, incluso trasladándolo a Barcelona? Recuerdo la labor de zapa de muchos supuestos amadores de España cuando se comenzó en el senado madrileño a utilizar el pinganillo, la traducción simultánea de los idiomas oficiales. Hay que hacer desaparecer ese desprecio, construir verdaderos discursos de plurinacionalidad. ¿Por qué no hacer a Barcelona co-capital del país? Por tamaño e importancia, sería plenamente posible. Quizá necesitemos -como sucedió en Sudáfrica- una nueva bandera: ni la rojigualda ni la tricolor, sino una que resuma la pluralidad de este Estado y en la que todos se reconozcan.
Pero también me enfada la cobardía de los partidos catalanistas que durante muchos años han co-gobernado en Madrid. ¿Por qué no han impulsado algo tan básico como el mejor conocimiento entre Cataluña y otros países de España? La Generalitat ha financiado durante años cátedras y departamentos de lengua catalana en muy diversos países. Pero jamás ha intentado llevar la lengua y la cultura catalanas a la Mancha, pongamos por ejemplo. Nunca han intentado mostrar su forma de ver el mundo a los pueblos castellanos o andaluces. Desde un principio eligieron la confrontación. Pero claro, si hubieran hecho eso, si hubieran impulsado los intercambios entre los pueblos de España, el entendimiento entre todos nosotros, se les habrían caído los palos del sombrajo: ¿cómo repetir una y otra vez la cantinela de la persecución a lo catalán, si fuera evidente que no hay tal persecución? No, claro, mejor avivar las llamas que ayudar a apagarlas.
Que esto lo hayan hecho partidos nacional-católicos como CiU, puede ser comprensible. Pero que la izquierda catalana haya renunciado de antemano a la solidaridad y la fraternidad, lo único que nos muestra es la degeneración ideológica a la que les ha llevado el exceso de patrioterismo. Reconozco mi error de haber considerado de izquierdas durante años a las autodenominadas izquierdas catalanas. ¿Hay mayor neoliberalismo que el renunciar a la solidaridad con otros territorios, más pobres, aduciendo el egoísmo nacional? ¿Hay mayor muestra de ser reaccionario que envolverse en banderas, himnos y leyendas históricas?
Que organizaciones como las CUP -que renunciaron al bilingüismo tras una purga de castellanohablantes- se hayan convertido en las máximas defensoras del imperialismo hacia los países catalanes dice mucho de esta anti-izquierda. Porque, en el ejemplo del imperialismo lingüístico se ve claro lo poco que tienen que ver estos patrioteros con la verdadera izquierda. ¿Cuál es el nexo de unión entre los territorios denominados países catalanes? No lo es la historia, porque entonces no se entiende que el catalanismo no reclame la corona de Aragón entera -un imperialismo clarísimo y problemático-. No es la voluntad política de unos ciudadanos, porque es evidente que la mayor parte de los territorios del reino de Valencia son fuertemente anticatalanes. Se trata única y exclusivamente del idioma. ¿Y cómo es posible que alguien que se autodenomine de izquierdas, progresista, pretenda fundamentar su movimiento político en una característica étnica? Etnicismo más populismo social no es otra cosa que fascismo en estado puro.
Sé que, por supuesto, muchos individuos en estas organizaciones no se sienten fascistas, ni imperialistas, son gentes de buen corazón y no pequeño intelecto. Tengo, por ejemplo, buenos amigos en ERC, gente honrada, inteligente y que considero de bien. Pero el placer dulce y engañoso del patriotismo, la posible consecución próxima de una utopía que parecía inalcanzable, les seduce. La falsa conciencia, que decía Marx.
Los razonamientos acertados contra el separacionismo no van a parar esto.
¿Y la acción de los individuos? ¿De verdad somos tan pocos los que estamos dispuestos a construir una España multinacional, donde cada individuo pueda desarrollar sus peculiaridades sin tener que aplastar las de otros?
Avanzamos hacia un precipicio como idiotas, ignorantes, sonámbulos, sabiendo lo que nos espera pero incapaces de evitarlo. ¿Tan grande es el poder del odio que no permite que nos paremos al borde del despeñadero y miremos hacia atrás para decir, pongámonos de acuerdo o nos vamos los dos al cuerno?