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Contra la corrupción urbanística: ¿cambio urbanístico o cambio político?

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Hace unos días mantenía un debate con un amigo acerca de la corrupción urbanística. Ambos coincidimos en que el urbanismo es una fuente incesable de casos de corrupción en España. Y comprendemos bien el motivo. El urbanismo se ha entendido -lejos de lo que realmente es, no sólo durante la burbuja inmobiliaria sino durante toda nuestra historia reciente-, principalmente como la técnica de convertir el suelo rústico en urbano. Hacer urbanizable lo que antes no lo era supone incrementar automáticamente el valor de un bien sin que este haya mutado. Es la alquimia moderna y está en las manos exclusivas de la Administración, que con su varita mágica, puede hacer rico a algunos sólo aprobando una modificación del planeamiento. Y todo ello a pesar de que la comunidad -dice la Constitución- debe participar de esas plusvalías.

Él me decía que es "la tentación la que hace el pecado" y que había que separar al máximo posible la política -y por tanto, las Administraciones Públicas-, del urbanismo. De esta forma se evitaría que el poder que posee la Administración de clasificar y calificar suelo se convirtiese en mercancía de cambio en manos de políticos vencidos ante las prebendas prometidas por propietarios o constructores. Según mi amigo, la solución al problema de la corrupción urbanística pasa por liberalizar el suelo (de lo que ya hablé extendidamente en otro artículo): si todo es urbanizable se acabaron las dádivas por reclasificar.

No puedo estar más en desacuerdo con tal afirmación, y como le prometí a mi amigo, lo explico aquí. No voy a repetir lo que ya dije sobre las nefastas consecuencias sociales, económicas y ambientales de la liberalización del suelo -repetitivamente exigida por algunos-, que son por todos conocidas. Además, he escrito en no pocas ocasiones sobre la necesidad de la ordenación del territorio como acción pública en el sentido más amplio del término, por lo que sería meramente redundante volver a incidir en la irrenunciabilidad de una planificación territorial y urbanística fuerte, concertada y coordinada.

Mi principal motivo de oposición al argumento esgrimido por mi amigo no es, por tanto, técnico-urbanístico (que también, y he sido prolijo en explicarlo en otros artículos ya mencionados), sino político. El apriorismo de que todos los cargos públicos serían seguramente corruptibles me desagrada profundamente. ¿Acaso no hay nadie honrado, formado y capacitado -tres condiciones, en mi opinión, indispensables, para ejercer una responsabilidad pública- entre los casi 46,5 millones de españoles?

Sin caer en populismos peligrosísimos -de los que están cobrando tanta fuerza en España y en el resto de Europa-, creo sinceramente que la corrupción urbanística -quizás la más evidente y perniciosa de todas las formas de corrupción- no se puede atajar mediante cambios en la técnica urbanística. No es un problema de gestión del suelo, sino de elección de gestores. Lo que necesitamos para acabar con la corrupción no es ni liberalizaciones de suelo, ni más transparencia -tantas veces repetida que ya ha perdido su significado-, ni ningún cambio normativo; sino un cambio drástico entre quienes ejercen la política, que se aparte definitivamente a los corruptos y a los corruptibles, librando a los partidos moderados tradicionales, que son los que más sensatamente pueden gobernar, de los profesionales de la política sin profesión que sólo estuvieron o están en política para aprovecharse de sus estructuras y hacer caja. Y dejar paso a los que, honradamente, tienen mucho que aportar. Entre 48 millones de españoles, a alguno encontraremos.

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