Hace un año tuve una interesante conversación con el propietario de un conocido restaurante de Santander. Entonaba el mea culpa. Me hablaba de los tiempos (no tan lejanos) de la burbuja, también hostelera, de cuando se cobraban a 6 euros los 10 centilitros de zumo de naranja servidos en copa alargada. Defendía la importancia de mantener la calidad a toda costa aunque eso supusiera no bajar los precios en demasía y mantenerse apartado del turismo de chanclas aunque el restaurante esté localizado junto a la playa del Sardinero.
Salí de allí con buen sabor de boca, por la comida y por el discurso. Con la sensación de que habíamos aprendido una lección. De que las bases de la recuperación no deben ser sólo económicas, sino morales y de que, en un país tan turístico como España, lo que piensan los hosteleros constituye un muy buen termómetro.
Creo que pequé de optimista. Me han bastado unos cuantos días comiendo y cenando fuera, mayormente en Zaragoza y la costa mediterránea, para darme cuenta de que las dificultades no hacen necesariamente a los hombres mejores sino más codiciosos. Por primera vez en mi vida he tenido que devolver varios platos a la cocina, unos huevos estrellados y una ensalada supuestamente Toscana porque su aspecto era tan terrible que ninguno de los cuatro hambrientos comensales que estaban conmigo se atrevieron ni a probarlas. No fue difícil concluir que la autora de tal portento no era cocinera sino una camarera que desaparecía de la escena mientras perpetraba los platos porque probablemente no le quedaba más remedio. Por su expresión facial, pude comprobar que no parecía demasiado sorprendida por lo que estaba escuchando. El dueño del local, de precio medio-alto en su categoría de taberna, tuvo al menos el decoro de no discutir.
Eran más de las diez y media de la noche. Los niños cada vez más hambrientos y esta vez elegimos un local y una propuesta extremadamente conservadora. Sandwiches mixtos. Un local corriente y moliente. Nos dicen que a los niños no se les despacha agua sino que debe ser una consumición. Demasiada rapacidad para no hacer necesario hablar con el encargado del local. Después de pequeños forcejeos verbales, el encargado consiente que los niños puedan beber agua.
Un par de días después, en la Costa Brava tengo la ocasión de comprobar que los menús, aunque sean de 18 euros, ya no incluyen pan y agua o que los pinchos de tortilla se sirven ya partidos para disimular su escasez aunque cuesten 4,5 euros en sitios bastante normales.
En el hotel, la habitación familiar de dos habitaciones unidas por una puerta que uno había alquilado guiado por las imágenes de Internet, de repente a la llegada se ha transformado en una habitación única con un sofá cama. Se hace necesario terminar hablando con la directora del hotel que nos acaba rebajando la factura aunque hubiéramos preferido pagar más y vivir esos días en mejores condiciones.
A uno, que siempre ha estado acostumbrado en España a una cierta rudeza en el servicio de camareros que sonríen poco y tapan también poco sus emociones (una actitud desde cierto punto de vista defendible frente a la sobreactuación e insinceridad de los camareros en EEUU), esta vez le sorprende que en sus caras haya más estrés de lo habitual debido probablemente a que tocan a más mesas por cabeza y las condiciones laborales se han endurecido. Es obvio que les gustaría no estar allí y no les culpo.
Y, sin embargo, pasamos (me incluyo) unas buenas vacaciones, pero más a pesar, que debido a la calidad de la hostelería española.
De todas formas, si no hemos aprendido que es preferible aumentar la calidad y el precio que bajar (sólo aparentemente) los costes y ser cada vez más codiciosos, mal vamos.
Salí de allí con buen sabor de boca, por la comida y por el discurso. Con la sensación de que habíamos aprendido una lección. De que las bases de la recuperación no deben ser sólo económicas, sino morales y de que, en un país tan turístico como España, lo que piensan los hosteleros constituye un muy buen termómetro.
Creo que pequé de optimista. Me han bastado unos cuantos días comiendo y cenando fuera, mayormente en Zaragoza y la costa mediterránea, para darme cuenta de que las dificultades no hacen necesariamente a los hombres mejores sino más codiciosos. Por primera vez en mi vida he tenido que devolver varios platos a la cocina, unos huevos estrellados y una ensalada supuestamente Toscana porque su aspecto era tan terrible que ninguno de los cuatro hambrientos comensales que estaban conmigo se atrevieron ni a probarlas. No fue difícil concluir que la autora de tal portento no era cocinera sino una camarera que desaparecía de la escena mientras perpetraba los platos porque probablemente no le quedaba más remedio. Por su expresión facial, pude comprobar que no parecía demasiado sorprendida por lo que estaba escuchando. El dueño del local, de precio medio-alto en su categoría de taberna, tuvo al menos el decoro de no discutir.
Eran más de las diez y media de la noche. Los niños cada vez más hambrientos y esta vez elegimos un local y una propuesta extremadamente conservadora. Sandwiches mixtos. Un local corriente y moliente. Nos dicen que a los niños no se les despacha agua sino que debe ser una consumición. Demasiada rapacidad para no hacer necesario hablar con el encargado del local. Después de pequeños forcejeos verbales, el encargado consiente que los niños puedan beber agua.
Un par de días después, en la Costa Brava tengo la ocasión de comprobar que los menús, aunque sean de 18 euros, ya no incluyen pan y agua o que los pinchos de tortilla se sirven ya partidos para disimular su escasez aunque cuesten 4,5 euros en sitios bastante normales.
En el hotel, la habitación familiar de dos habitaciones unidas por una puerta que uno había alquilado guiado por las imágenes de Internet, de repente a la llegada se ha transformado en una habitación única con un sofá cama. Se hace necesario terminar hablando con la directora del hotel que nos acaba rebajando la factura aunque hubiéramos preferido pagar más y vivir esos días en mejores condiciones.
A uno, que siempre ha estado acostumbrado en España a una cierta rudeza en el servicio de camareros que sonríen poco y tapan también poco sus emociones (una actitud desde cierto punto de vista defendible frente a la sobreactuación e insinceridad de los camareros en EEUU), esta vez le sorprende que en sus caras haya más estrés de lo habitual debido probablemente a que tocan a más mesas por cabeza y las condiciones laborales se han endurecido. Es obvio que les gustaría no estar allí y no les culpo.
Y, sin embargo, pasamos (me incluyo) unas buenas vacaciones, pero más a pesar, que debido a la calidad de la hostelería española.
De todas formas, si no hemos aprendido que es preferible aumentar la calidad y el precio que bajar (sólo aparentemente) los costes y ser cada vez más codiciosos, mal vamos.