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Soledades migrantes

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Se sintió aliviado cuando su casera lo echó de la casa. Habían quedado en que no fumaría, porque ella decía que el humo atravesaba las paredes y le hacía mal a la sombra en los pulmones que su marido le había dejado como regalo después de cuarenta años de cigarrillos, hasta que lo fulminó un derrame. Pero Juan rompió el pacto el día en que ella le dijo que ya no le iba a dar agua caliente, que el gas había subido y se estaba poniendo muy caro. Le dieron ganas de mearle en el felpudo, pero simplemente le dijo que era una abusadora, una cacique. Y entonces le anunció que ese día se compraría un cartón de cigarros y se encerraría en casa hasta terminarlo. "Pues tendrás que irte a final de mes, mijito". "Que le den, Doña Luisa".

La nevera y el horno se los dejó a Ricardo, que tenía tres habitaciones en casa y sólo ocupaba una desde que su mujer le dijo que se marchaba, que estaba demasiado harta de que le prometieran cosas que sólo eran medias verdades. En esa casa donde seis meses antes habían metido muebles de diseño, Ricardo se las había arreglado para construirse una cueva perfecta: sólo salía de allí para defecar y trabajar. Y de vez en cuando hacía el esfuerzo de comprar algo de comida y llevar un poco de ropa a la lavandería, no fuera que lo echaran de la universidad por oler a rata. "No nos está saliendo muy bien el experimento migrante, ¿no crees Juan?" "Depende. Si lo que uno busca es dinero, nos va de puta madre. Pero muy contentos no se nos ve, no, así que debe ser que estamos buscando otra cosa".

La primera noche fuera de casa de Doña Luisa, Juan la pasó bebiendo con Ricardo, mirando cada una de las fotos de escritores que el dueño del bar había colgado de las paredes desconchadas de aquella vieja casona colonial. Faulkner y Hemingway no estaban allí por azar. Más bien parecía que aquel francés las había metido en la maleta porque sabía que en la ciudad perdida de los Andes de donde venía su mujer no se los iba a encontrar. Por allí sólo había escritores humildes que tenían que conformarse con ganar pequeños premios de la casa de la cultura local; y otros con más dinero que daban de vez en cuando saltos a Quito, Guayaquil, Nueva York o Madrid, por si en alguna de esas escapadas encontraban a algún editor que mereciera la pena.

Aquella noche Juan la terminó acompañado en la cama de una pensión cercana. Primero fue el cigarrillo que estaba fumándose en el corredor al aire libre que había en el bar. Y más tarde, la chica mestiza con un top muy pegado y decidida a quebrar el suelo de madera. "Cuidado, esa es de Yantzaza, el marido es un pendejo y ella quiere algo hoy. Se ha hecho las dos horas en coche para venir hasta aquí", le dijo uno de los paisanos del bar con un poco de sorna, como si él no quisiera algo parecido también.

Hasta ese día no se había acostado con ninguna mujer de allí, pero le gustó. No fue por las nalgas morenas y sinuosas. Ni por los pechos grandes y apretados. Ni siquiera porque sus suspiros fueran cálidos y diferentes, casi amazónicos, diría luego Juan. Simplemente sintió que se habían entendido. Y que aquella chica llamada Evelyn lo había necesitado esa noche como nadie antes lo había necesitado en aquel país. Y se sintió bien.

"¿Cuándo crees que nos confundimos?, le preguntó Ricardo, mientras ponía la cafetera al fuego. "Pues hace tiempo, hermano. Quizá cuando decidimos que se podía seguir el camino marcado y guardar al mismo tiempo un ratito para ser como queríamos ser. Hace tiempo pudimos haber elegido, ahora no lo tengo tan claro". Juan se hizo un cigarrillo de liar con el tabaco DRUM que le habían traído de España y se quedó mirando a la covacha de Ricardo. "Había que optar, joder. Y no lo queríamos ver".

Apenas quedaban ya cabinas en todo ese recinto de varios kilómetros cuadrados, pero Juan necesitaba una porque ya no le funcionaba la tarjeta del móvil español. "He vuelto, Verónica. Estoy ahora en el aeropuerto de Barajas". Al otro lado se produjo un ruido. Juan contaría más tarde que fue un carraspeo subtropical.

Dicen que cuando regresó a casa, Juan se pasó dos meses recorriendo barrancos y dunas, sin afeitarse, ni ducharse, ni cortarse el pelo. Y que vio todo a su alrededor con una capa de polvo tan espesa, que pensó que estaba muerto. Fue al médico, se chequeó. Y entonces se dio cuenta de que llevaría su tiempo recomponer las cosas, porque las necesidades económicas y las prisas, las grandes expectativas, habían dejado las cosas importantes varadas en el lugar más triste del camino.

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