Ucrania. Gaza. Siria. Yemen. Paquistán. Parece que Estados Unidos siempre está en guerra en algún lugar, así como así. No solamente en Irak y Afganistán, las dos guerras más conocidas.
Que quede claro que no sólo estoy hablando de los soldados sobre el terreno. Hablo de nuestro dinero, de nuestras armas y, con más frecuencia en las últimas semanas, de nuestro secretario de Estado, implicado en una diplomacia de alto riesgo que da resultados desiguales. En el último recuento, el periodista de investigación Kevin Gosztola afirma que Estados Unidos está en guerra con 74 países. En la mayoría de los casos, se trata de guerras sin anunciar y sin declarar contra enemigos que tienen diferentes aspiraciones, estrategias e ideologías.
¿Por qué? La línea oficial varía. Nos dicen que la finalidad de algunos conflictos es la construcción de naciones (como en Irak y Afganistán). Otras operaciones se llevan a cabo para derrocar a un dirigente despótico (como en Siria y Libia). Algunas se deben al derribo de un grupo o grupos terroristas (en Omán, Paquistán y Yemen) y/o a la expansión de la verdadera democracia (una vez más, en Irak y Afganistán). Hay guerras en las que nos metemos con el fin de liberar a la gente de un círculo de miedo (República Centroafricana), para contener el flujo de los cientos de años de sangre derramada (Israel, Palestina) y para mantener a los antiguos enemigos a raya (Ucrania y Rusia).
"La guerra perpetua para la perpetua paz" es la forma en la que el historiador Charles Beard describió la doctrina de la seguridad nacional de los presidentes Roosevelt y Truman, y sigue ampliamente extendida en la política exterior de Estados Unidos en la actualidad. El HuffPost Live estuvo analizando las razones en Always At War, un serie de tres partes que presenté centrándome en la violencia actual entre las fuerzas de Israel y Palestina, en la psicología y las políticas que rodean al 11-S, y en el complejo militar industrial en el que se apoya la contienda de Estados Unidos.
La última de estas conversaciones tuvo lugar justo 24 horas antes antes de que el presidente Obama autorizara ataques aéreos limitados en Irak, con una misión destinada a proteger al personal estadounidense y rescatar a los miles de yazidíes captados por el Estado Islámico (anteriormente ISIS o ISIL) en el monte Sinjar, al norte del país. Los ataques aéreos se siguen produciendo mientras escribo estas líneas, y el Departamento de Estado no ha confirmado una fecha final oficial. Al dirigirse a la nación, el presidente Obama contó que un iraquí de la zona se había lamentado de que nadie iba a ayudar a su pueblo, pero:
"Hoy, América va a llegar en su ayuda". Presidente Obama, 7 de agosto 2014.
¿Y por qué no iba a ayudarles Estados Unidos? La matanza de los yazidíes por parte del Estado Islámico parece ser cierta. El grupo ha despachado al Gobierno iraquí de Nouri al-Maliki y ha anulado las bases de una fuerza de seguridad iraquí, formada y apoyada por Estados Unidos, con una precisión terrible (después de que el grupo yihadista asolara Tikrit y Mosul en junio, 60.000 soldados iraquíes huyeron el primer día del asalto).
A pesar del discurso del presidente, la implicación de Estados Unidos en Irak provoca mucho más escepticismo que simpatía. Es fácil ver el porqué. Puede que Irak sea el fracaso más palpable de nuestra generación: el 52% de los estadounidenses afirma que EEUU ha fracasado en sus objetivos en Irak, según el sondeo de Pew Research del pasado mes de enero. El mismo estudio concluye que, desde 2011, el porcentaje de estadounidenses que cree que Estados Unidos ha conseguido sus objetivos en Irak ha caído del 56% al 37%.
Puede que tenga algo que ver con el hecho de que nuestros objetivos se limitaran a combatir una guerra contra el terrorismo, la retórica en la que se ha convertido nuestra política exterior tras el 11-S (pero que lleva calando desde hace décadas, antes incluso del Gobierno de Bush).
En la actualidad, el terrorismo en Irak no se parece a Sadam Husein ni al fantasma de las armas de destrucción masiva. Los ataques aéreos actuales sobre el grupo del Estado Islámico se nos presentan separados de nuestra lucha previa, que costó dos billones de dólares. Aunque ésta es, presumiblemente, una nueva actuación militar en esta zona, sólo se trata de otra incursión más en un conflicto sin estrategia de salida, que ocurre como respuesta a la violencia sectaria que ha sido creada (irónicamente) por nuestra propia política extranjera. Así lo explica David Wood, corresponsal militar de El HuffPost:
Aunque la mirada del público y de los medios de comunicación ha vuelto a dirigirse hacia Irak, sólo hace una semana, y por unos momentos, se giraron hacia Afganistán. En otro ejemplo de lo peligroso que sigue siendo nuestro país para nuestros militares, nos hemos enterado de la muerte del comandante general Harold Greene, que fue asesinado por un soldado afgano en un intercambio de disparos.
El asesinato del general estadounidense de más alto rango desde que comenzó la guerra (y el año en que se suponía que las operaciones de combate iban a acabar) destaca la falta de solidez que han tenido nuestros objetivos. Nuestra misión en el país ahora consiste en liberar a las tropas de forma segura, más que en construir la nación. Tres de cada cuatro estadounidenses creen que la historia considerará la guerra en Afganistán como un fracaso, de acuerdo con el sondeo de Associated Press publicado esta semana. Como explica Mehdi Hasan en El HuffPost Live:
Lo que estamos dejando a nuestro paso es, como dice Hasan, más guerra, más terror. Lo que estamos dejando a nuestro paso es la idea del desgobierno estadounidense.
Estados Unidos es una nación que ha firmado leyes internacionales humanitarias y que ha ayudado a establecer organizaciones que imponen esas leyes, pero como me explicó el anterior fiscal de Guantánamo, el coronel Morris Davis, "juzgar el comportamiento de los demás cuando ellos pueden señalarnos y decir que no estamos llevando a cabo lo que predicamos está debilitando nuestra credibilidad".
La idea del desgobierno de Estados Unidos sigue hiriéndonos. Existe una sombra de duda sobre nuestros intentos de intervenir cuando naciones más pequeñas están siendo acosadas; cuando el secretario de Estado John Kerry fue a detener la crisis de Ucrania, como explica Mehdi Hasan, "el mundo se rió de Estados Unidos con su propósito de condenar a Vladimir Putin por violar la soberanía nacional [de Ucrania], las fronteras internacionales y las resoluciones de la ONU".
Asimismo, después de que Kerry volara a Tel Aviv para mediar un alto el fuego transitorio entre las fuerzas israelíes y palestinas, volvió a casa con el rabo entre las piernas. El pequeño Kerry tenía que aparecer, pero sus esfuerzos evidenciaban lo que Ben Birnbaum y Amir Tibon relataron en julio en New Republic: el intento fallido de EE UU de resucitar el proceso de paz a principios de este año, lo que ha agitado las relaciones entre Estados Unidos e Israel y ha terminado con las ganas de los políticos israelíes de mostrar públicamente su respeto por sus homólogos estadounidenses.
Nuestro desgobierno no sólo causa estragos fuera de nuestras fronteras. El desgobierno se ha colado en los asuntos de política interior, con el entrometimiento casi orwelliano de la NSA en la vida ciudadana. Así lo explicaba Alyona Minkovski en El HuffPost Live:
Nadie dice que sea fácil hacer malabarismos con un poder como el de Estados Unidos, con la responsabilidad de una nación de proteger a sus ciudadanos. En una conferencia de prensa este agosto, el presidente Obama argumentaba que implicarse en asuntos internacionales no siempre es un proceso sencillo.
Con todo, me dirijo al presidente de los Estados Unidos de América, el país más poderoso de la Tierra -que convierte esto en una licencia o deber de implicarse en cualquier conflicto que parezca en cierta medida conectado a nuestra nación-, para decirle que esta idea es precisamente el problema.
Traducción de Marina Velasco Serrano
Que quede claro que no sólo estoy hablando de los soldados sobre el terreno. Hablo de nuestro dinero, de nuestras armas y, con más frecuencia en las últimas semanas, de nuestro secretario de Estado, implicado en una diplomacia de alto riesgo que da resultados desiguales. En el último recuento, el periodista de investigación Kevin Gosztola afirma que Estados Unidos está en guerra con 74 países. En la mayoría de los casos, se trata de guerras sin anunciar y sin declarar contra enemigos que tienen diferentes aspiraciones, estrategias e ideologías.
¿Por qué? La línea oficial varía. Nos dicen que la finalidad de algunos conflictos es la construcción de naciones (como en Irak y Afganistán). Otras operaciones se llevan a cabo para derrocar a un dirigente despótico (como en Siria y Libia). Algunas se deben al derribo de un grupo o grupos terroristas (en Omán, Paquistán y Yemen) y/o a la expansión de la verdadera democracia (una vez más, en Irak y Afganistán). Hay guerras en las que nos metemos con el fin de liberar a la gente de un círculo de miedo (República Centroafricana), para contener el flujo de los cientos de años de sangre derramada (Israel, Palestina) y para mantener a los antiguos enemigos a raya (Ucrania y Rusia).
"La guerra perpetua para la perpetua paz" es la forma en la que el historiador Charles Beard describió la doctrina de la seguridad nacional de los presidentes Roosevelt y Truman, y sigue ampliamente extendida en la política exterior de Estados Unidos en la actualidad. El HuffPost Live estuvo analizando las razones en Always At War, un serie de tres partes que presenté centrándome en la violencia actual entre las fuerzas de Israel y Palestina, en la psicología y las políticas que rodean al 11-S, y en el complejo militar industrial en el que se apoya la contienda de Estados Unidos.
La última de estas conversaciones tuvo lugar justo 24 horas antes antes de que el presidente Obama autorizara ataques aéreos limitados en Irak, con una misión destinada a proteger al personal estadounidense y rescatar a los miles de yazidíes captados por el Estado Islámico (anteriormente ISIS o ISIL) en el monte Sinjar, al norte del país. Los ataques aéreos se siguen produciendo mientras escribo estas líneas, y el Departamento de Estado no ha confirmado una fecha final oficial. Al dirigirse a la nación, el presidente Obama contó que un iraquí de la zona se había lamentado de que nadie iba a ayudar a su pueblo, pero:
"Hoy, América va a llegar en su ayuda". Presidente Obama, 7 de agosto 2014.
¿Y por qué no iba a ayudarles Estados Unidos? La matanza de los yazidíes por parte del Estado Islámico parece ser cierta. El grupo ha despachado al Gobierno iraquí de Nouri al-Maliki y ha anulado las bases de una fuerza de seguridad iraquí, formada y apoyada por Estados Unidos, con una precisión terrible (después de que el grupo yihadista asolara Tikrit y Mosul en junio, 60.000 soldados iraquíes huyeron el primer día del asalto).
A pesar del discurso del presidente, la implicación de Estados Unidos en Irak provoca mucho más escepticismo que simpatía. Es fácil ver el porqué. Puede que Irak sea el fracaso más palpable de nuestra generación: el 52% de los estadounidenses afirma que EEUU ha fracasado en sus objetivos en Irak, según el sondeo de Pew Research del pasado mes de enero. El mismo estudio concluye que, desde 2011, el porcentaje de estadounidenses que cree que Estados Unidos ha conseguido sus objetivos en Irak ha caído del 56% al 37%.
Puede que tenga algo que ver con el hecho de que nuestros objetivos se limitaran a combatir una guerra contra el terrorismo, la retórica en la que se ha convertido nuestra política exterior tras el 11-S (pero que lleva calando desde hace décadas, antes incluso del Gobierno de Bush).
En la actualidad, el terrorismo en Irak no se parece a Sadam Husein ni al fantasma de las armas de destrucción masiva. Los ataques aéreos actuales sobre el grupo del Estado Islámico se nos presentan separados de nuestra lucha previa, que costó dos billones de dólares. Aunque ésta es, presumiblemente, una nueva actuación militar en esta zona, sólo se trata de otra incursión más en un conflicto sin estrategia de salida, que ocurre como respuesta a la violencia sectaria que ha sido creada (irónicamente) por nuestra propia política extranjera. Así lo explica David Wood, corresponsal militar de El HuffPost:
En este país tendemos a mirar a los problemas extranjeros de forma militar. Por tanto, enviamos a nuestra marina. Vendemos productos militares. Uno de los motivos por los que lo hacemos es porque no nos implicamos realmente en las crisis hasta que no se convierten en un problema abrumador, cuando ya no queda casi nada por hacer exceptuando el uso de la fuerza militar. Es difícil afirmarlo, pero creo que parte del problema es que no prestamos atención a las situaciones complejas cuando se están desarrollando.
Aunque la mirada del público y de los medios de comunicación ha vuelto a dirigirse hacia Irak, sólo hace una semana, y por unos momentos, se giraron hacia Afganistán. En otro ejemplo de lo peligroso que sigue siendo nuestro país para nuestros militares, nos hemos enterado de la muerte del comandante general Harold Greene, que fue asesinado por un soldado afgano en un intercambio de disparos.
El asesinato del general estadounidense de más alto rango desde que comenzó la guerra (y el año en que se suponía que las operaciones de combate iban a acabar) destaca la falta de solidez que han tenido nuestros objetivos. Nuestra misión en el país ahora consiste en liberar a las tropas de forma segura, más que en construir la nación. Tres de cada cuatro estadounidenses creen que la historia considerará la guerra en Afganistán como un fracaso, de acuerdo con el sondeo de Associated Press publicado esta semana. Como explica Mehdi Hasan en El HuffPost Live:
Cada soldado que muere es una tragedia, pero realmente están muriendo por nada, porque no se está ganando esta guerra. Los talibanes no han sido derrotados. Los derechos de las mujeres no están asegurados. No estamos dejando una democracia liberal en Afganistán.
Lo que estamos dejando a nuestro paso es, como dice Hasan, más guerra, más terror. Lo que estamos dejando a nuestro paso es la idea del desgobierno estadounidense.
Estados Unidos es una nación que ha firmado leyes internacionales humanitarias y que ha ayudado a establecer organizaciones que imponen esas leyes, pero como me explicó el anterior fiscal de Guantánamo, el coronel Morris Davis, "juzgar el comportamiento de los demás cuando ellos pueden señalarnos y decir que no estamos llevando a cabo lo que predicamos está debilitando nuestra credibilidad".
La idea del desgobierno de Estados Unidos sigue hiriéndonos. Existe una sombra de duda sobre nuestros intentos de intervenir cuando naciones más pequeñas están siendo acosadas; cuando el secretario de Estado John Kerry fue a detener la crisis de Ucrania, como explica Mehdi Hasan, "el mundo se rió de Estados Unidos con su propósito de condenar a Vladimir Putin por violar la soberanía nacional [de Ucrania], las fronteras internacionales y las resoluciones de la ONU".
Asimismo, después de que Kerry volara a Tel Aviv para mediar un alto el fuego transitorio entre las fuerzas israelíes y palestinas, volvió a casa con el rabo entre las piernas. El pequeño Kerry tenía que aparecer, pero sus esfuerzos evidenciaban lo que Ben Birnbaum y Amir Tibon relataron en julio en New Republic: el intento fallido de EE UU de resucitar el proceso de paz a principios de este año, lo que ha agitado las relaciones entre Estados Unidos e Israel y ha terminado con las ganas de los políticos israelíes de mostrar públicamente su respeto por sus homólogos estadounidenses.
Nuestro desgobierno no sólo causa estragos fuera de nuestras fronteras. El desgobierno se ha colado en los asuntos de política interior, con el entrometimiento casi orwelliano de la NSA en la vida ciudadana. Así lo explicaba Alyona Minkovski en El HuffPost Live:
Creo que especialmente aquí, en Estados Unidos, la conciencia pública quedó tan afectada por lo que ocurrió el 11-S que han dado carta blanca a los militares y al Pentágono para hacer básicamente lo que estimen necesario. Y ahora vemos que esto ha violado definitivamente muchos de los principios fundamentales de lo que significa ser estadounidense. Cuando descubrimos que el Gobierno nos espía [...], ¿nos damos cuenta de las consecuencias o de los efectos? [Como se afirma en un reciente estudio sobre el 11-S], en la actualidad estamos igual de preparados que estábamos el 10 de septiembre de 2001 para intentar contrarrestar un ataque terrorista en el extranjero.
Nadie dice que sea fácil hacer malabarismos con un poder como el de Estados Unidos, con la responsabilidad de una nación de proteger a sus ciudadanos. En una conferencia de prensa este agosto, el presidente Obama argumentaba que implicarse en asuntos internacionales no siempre es un proceso sencillo.
Aparentemente, la gente ha olvidado que Estados Unidos, a pesar de ser el país más poderoso de la Tierra, sin embargo no tiene el control sobre todo el mundo. Por eso, nuestros esfuerzos diplomáticos a menudo requieren su tiempo. Normalmente vemos el progreso para luego volver atrás. Así ha ocurrido en Oriente Medio. Así ha ocurrido en Europa. Así ha ocurrido en Asia. Es la naturaleza de nuestros asuntos internacionales. No es algo claro, ni es algo fácil. [Es cierto que] al mirar al siglo XX y a los comienzos de este siglo, se observan muchos conflictos que Estados Unidos no ha resuelto. Siempre ha sido así. Pero no significa que hayamos dejado de intentarlo.
Con todo, me dirijo al presidente de los Estados Unidos de América, el país más poderoso de la Tierra -que convierte esto en una licencia o deber de implicarse en cualquier conflicto que parezca en cierta medida conectado a nuestra nación-, para decirle que esta idea es precisamente el problema.
Traducción de Marina Velasco Serrano