Es una ley del diablo y los fantasmas. Allá por donde logramos entrar hemos de marcharnos. Para lo primero tenemos libertad, de lo segundo somos esclavos
Extracto del Fausto de Goethe
En la búsqueda del éxito, los científicos pueden sucumbir también a la tentatción. Ilustración de Ignasi Cusí.
A los ojos de los niños, la percepción del científico no ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años: hombres con barba y bata blanca que trabajan en un laboratorio. Entre los adultos, la figura del científico se relaciona con alguien que hace el bien para la sociedad. Sin embargo, la ciencia vista desde dentro puede ser algo diferente, y a veces recuerda más bien a la historia del Doctor Fausto, aquel hombre que vende su alma al diablo a cambio de poder y sabiduría.
Y es que hoy en día, debido a la gran competitividad que existe dentro del mundo académico y de la investigación, muchos científicos orientan sus carreras casi exclusivamente hacia la búsqueda del éxito a toda costa, en un intento de dejar atrás a sus competidores. Y no les voy a hablar de los políticos que plagian tesis doctorales para ostentar un título académico, que también los hay. Voy a hablarles de las motivaciones reales de algunos científicos a la hora de planificar sus proyectos, y de hasta dónde son capaces de llegar para conseguir sus objetivos.
Primer ejemplo: existe un eminente científico que siempre empieza sus charlas con una gráfica mostrando su número de publicaciones y citas. Al desarrollar su charla, el mismo científico explica que lo que quiere es ayudar a la sociedad con sus investigaciones. Cada uno podrá pensar lo que quiera. En mi opinión, las primeras impresiones son las que perduran, y el mensaje que esta persona está transmitiendo a las nuevas generaciones es el siguiente: ¡publiquen mucho, lo demás déjenlo para más tarde!
Y es bien cierto que el hecho de publicar más o menos puede marcar la carrera de los científicos. Existen incluso científicos que sostienen que son capaces de estimar la probabilidad de que una persona pueda obtener un trabajo en ciencia, basándose solamente en sus publicaciones.
En esta carrera exacerbada por las publicaciones y el prestigio, existen casos horripilantes. Por ejemplo, el del ex profesor Diederik Stapel, famoso psicólogo holandés. Este señor falsificó, o directamente se inventó, de manera sistemática, resultados para publicar en las revistas de mayor prestigio. Entre otras razones, Stapel se hizo famoso porque al descubrirse toda la farsa, se encontró en su casa una cantidad enorme de caramelos. Estos eran los mismos caramelos que en teoría había utilizado para sus estudios con voluntarios y que, en realidad, se comía él mismo cada noche, mientras se inventaba los resultados. Aunque tras el escándalo Stapel pensó en suicidarse (su mujer le abandonó, perdió su título y su empleo), este hombre recobró el aliento y ahora se dedica, irónicamente, a luchar contra el fraude científico. Por suerte, existen, además de Stapel, plataformas que se dedican a evaluar la reproducibilidad de trabajos científicos.
Menos suerte tuvo el japonés Yoshiki Sasai, quien se suicidó este mismo año después de que se retiraran dos artículos con su nombre de la revista Nature. Sasai ni siquiera había sido acusado de inventarse nada, pero una comisión llegó a la conclusión de que no había supervisado bien al primer autor de los artículos, Haruko Obokata. Para aquellos de ustedes que no estén familiarizados con el mundo de las publicaciones académicas: el primer autor es quien normalmente ha hecho realmente la mayor parte del trabajo, mientras que el último autor acostumbra a ser su supervisor o jefe.
De izquierda a derecha: Randy Scheckman, científico americano quien tras ganar un premio Nobel denunció la política de las revistas de gran impacto; Yoshiki Sasai, profesor japonés que se quitó la vida tras verse envuelto en un escándalo por la publicación de artículos en Nature; representación gráfica del índice h de un científico.
Uno podría pensar, sin embargo, que estos ejemplos tan mediáticos son casos aislados. Yo creo que la mayor parte de los científicos sí intentan ser rigurosos en su trabajo (algunas fuentes dicen que un 2% de los científicos reconoce haber manipulado como mínimo una vez sus resultados). En mi opinión, en el camino dorado hacia el éxito, algunos se olvidan, efectivamente, de comprobar si sus resultados son reproducibles, se olvidan de presentar resultados negativos, de preservar su punto de vista crítico, y se olvidan de investigar lo que realmente es relevante y no solamente lo que está de moda. Esto no es algo que piense sólo yo. También lo dicen voces tan importantes como el premio Nobel Randy Schekman y personalidades dentro el mundo científico como Nicholas Steneck.
Me contaba hace poco Pere Estupinyà que los científicos a veces no son los mejores comunicadores porque no son imparciales a la hora de evaluar la ciencia. Probablemente tenga razón. Yo, que he defendido la ciencia en muchos de mis artículos, también me veo, sin embargo, en la necesidad de criticar los aspectos menos positivos, en este caso no de la ciencia misma, sino más bien de los sistemas de ciencia (instituciones y organismos que gestionan el dinero, revistas que publican los trabajos, etc.) que presionan enormemente a los científicos.
Goethe y muchos otros ya lo describieron hace tiempo: el hambre exacerbada de éxito tiene un precio, para nosotros mismos o, incluso peor, para los demás.
Porque al fin y al cabo, un servidor aún cree en la famosa frase de Einstein: mejor ser un hombre de valor que ser un hombre de éxito.
Mis más sinceros agradecimientos, una vez más, para Ignasi Cusí por su fabulosa ilustración. Mil gracias también a Laia Prat y Aleix Ruiz Falqués por los comentarios y correcciones.
Extracto del Fausto de Goethe
A los ojos de los niños, la percepción del científico no ha cambiado mucho en los últimos cuarenta años: hombres con barba y bata blanca que trabajan en un laboratorio. Entre los adultos, la figura del científico se relaciona con alguien que hace el bien para la sociedad. Sin embargo, la ciencia vista desde dentro puede ser algo diferente, y a veces recuerda más bien a la historia del Doctor Fausto, aquel hombre que vende su alma al diablo a cambio de poder y sabiduría.
Y es que hoy en día, debido a la gran competitividad que existe dentro del mundo académico y de la investigación, muchos científicos orientan sus carreras casi exclusivamente hacia la búsqueda del éxito a toda costa, en un intento de dejar atrás a sus competidores. Y no les voy a hablar de los políticos que plagian tesis doctorales para ostentar un título académico, que también los hay. Voy a hablarles de las motivaciones reales de algunos científicos a la hora de planificar sus proyectos, y de hasta dónde son capaces de llegar para conseguir sus objetivos.
Primer ejemplo: existe un eminente científico que siempre empieza sus charlas con una gráfica mostrando su número de publicaciones y citas. Al desarrollar su charla, el mismo científico explica que lo que quiere es ayudar a la sociedad con sus investigaciones. Cada uno podrá pensar lo que quiera. En mi opinión, las primeras impresiones son las que perduran, y el mensaje que esta persona está transmitiendo a las nuevas generaciones es el siguiente: ¡publiquen mucho, lo demás déjenlo para más tarde!
Y es bien cierto que el hecho de publicar más o menos puede marcar la carrera de los científicos. Existen incluso científicos que sostienen que son capaces de estimar la probabilidad de que una persona pueda obtener un trabajo en ciencia, basándose solamente en sus publicaciones.
En esta carrera exacerbada por las publicaciones y el prestigio, existen casos horripilantes. Por ejemplo, el del ex profesor Diederik Stapel, famoso psicólogo holandés. Este señor falsificó, o directamente se inventó, de manera sistemática, resultados para publicar en las revistas de mayor prestigio. Entre otras razones, Stapel se hizo famoso porque al descubrirse toda la farsa, se encontró en su casa una cantidad enorme de caramelos. Estos eran los mismos caramelos que en teoría había utilizado para sus estudios con voluntarios y que, en realidad, se comía él mismo cada noche, mientras se inventaba los resultados. Aunque tras el escándalo Stapel pensó en suicidarse (su mujer le abandonó, perdió su título y su empleo), este hombre recobró el aliento y ahora se dedica, irónicamente, a luchar contra el fraude científico. Por suerte, existen, además de Stapel, plataformas que se dedican a evaluar la reproducibilidad de trabajos científicos.
Menos suerte tuvo el japonés Yoshiki Sasai, quien se suicidó este mismo año después de que se retiraran dos artículos con su nombre de la revista Nature. Sasai ni siquiera había sido acusado de inventarse nada, pero una comisión llegó a la conclusión de que no había supervisado bien al primer autor de los artículos, Haruko Obokata. Para aquellos de ustedes que no estén familiarizados con el mundo de las publicaciones académicas: el primer autor es quien normalmente ha hecho realmente la mayor parte del trabajo, mientras que el último autor acostumbra a ser su supervisor o jefe.
De izquierda a derecha: Randy Scheckman, científico americano quien tras ganar un premio Nobel denunció la política de las revistas de gran impacto; Yoshiki Sasai, profesor japonés que se quitó la vida tras verse envuelto en un escándalo por la publicación de artículos en Nature; representación gráfica del índice h de un científico.
Uno podría pensar, sin embargo, que estos ejemplos tan mediáticos son casos aislados. Yo creo que la mayor parte de los científicos sí intentan ser rigurosos en su trabajo (algunas fuentes dicen que un 2% de los científicos reconoce haber manipulado como mínimo una vez sus resultados). En mi opinión, en el camino dorado hacia el éxito, algunos se olvidan, efectivamente, de comprobar si sus resultados son reproducibles, se olvidan de presentar resultados negativos, de preservar su punto de vista crítico, y se olvidan de investigar lo que realmente es relevante y no solamente lo que está de moda. Esto no es algo que piense sólo yo. También lo dicen voces tan importantes como el premio Nobel Randy Schekman y personalidades dentro el mundo científico como Nicholas Steneck.
Me contaba hace poco Pere Estupinyà que los científicos a veces no son los mejores comunicadores porque no son imparciales a la hora de evaluar la ciencia. Probablemente tenga razón. Yo, que he defendido la ciencia en muchos de mis artículos, también me veo, sin embargo, en la necesidad de criticar los aspectos menos positivos, en este caso no de la ciencia misma, sino más bien de los sistemas de ciencia (instituciones y organismos que gestionan el dinero, revistas que publican los trabajos, etc.) que presionan enormemente a los científicos.
Goethe y muchos otros ya lo describieron hace tiempo: el hambre exacerbada de éxito tiene un precio, para nosotros mismos o, incluso peor, para los demás.
Porque al fin y al cabo, un servidor aún cree en la famosa frase de Einstein: mejor ser un hombre de valor que ser un hombre de éxito.
Mis más sinceros agradecimientos, una vez más, para Ignasi Cusí por su fabulosa ilustración. Mil gracias también a Laia Prat y Aleix Ruiz Falqués por los comentarios y correcciones.