En la mayoría de los países occidentales desarrollados, y especialmente en Europa, hace tiempo que las denominadas pirámides de población han dejado de ser tales. España, desde el año 1975 se ha instalado en la baja natalidad y la alta esperanza de vida. Nos hemos de felicitar por lo que significa de supervivencia de nuestros seres queridos, de nosotros mismos y de la existencia de un bienestar general. Pero tal mezcla de comportamientos demográficos tiene una consecuencia no tan querida: poblaciones de mucha edad. De hecho, y en la medida en que la política se encarga de construir el futuro de su sociedad, una de las principales preocupaciones de esta tendría que estar en las acciones que hay que realizar en una sociedad donde la mayor parte de la gente será mayor de sesenta años.
Las proyecciones de tal situación tienen especialmente una lectura económica: gasto en pensiones, gasto en sanidad, gasto en cuidados, etc. Cifras macroeconómicas que se tienden a mostrar más como amenaza -¡hay que hacer drásticas reformas antes de que la catástrofe se produzca!- que como un escenario simplemente distinto, con una sociedad distinta. De hecho, poco se ha pensado sobre los propios cambios en los comportamientos de la sociedad en el ámbito de la edad muy adulta. Es cierto que hay programas locales de envejecimiento activo y conjuntos de proyectos similares; pero tiende a dominar la actuación reactiva -ante demandas concretas de esta población- sobre la planificadora.
Nuestras ciudades serán los escenarios de estos cambios, especialmente en España. A pesar de se están produciendo de nuevo algunos flujos desde la ciudad hacia el campo, hasta ahora la situación ha sido la contraria durante muchos años. La principal razón de ello es que la infraestructura sanitaria en las ciudades tiene más recursos -proceso que se ha agudizado con la crisis, como nos muestran las noticias de cierre de centros de atención sanitaria en el ámbito rural-. Tal vez se viva más sano en el campo, pero, en cualquier caso, más te vale, porque si enfermas de alguna consideración -y en las personas mayores se acentúan la sucesión de dolencias- ese campo solo te proporcionará mucho aire y poca atención especializada.
Algunos de los síntomas de estas ciudades avejentadas ya pueden verse. Sobre todo en verano, cuando los hijos y los nietos se han ido de vacaciones y solo quedan los mayores. Entonces, los viejos dejan de ser una población escondida y aparecen por las calles, principalmente paseando por la mañana, cuando todavía el calor no aprieta y uno va de camino al trabajo: cruzan pausadamente los semáforos, teniendo la sensación de que no van a poder llegar a la otra acera para hacer sus pequeñas compras en el barrio. Irán primero a la farmacia, a la panadería, tal vez al quiosco, pues son de los pocos que siguen leyendo el diario en papel, y a esperar que abran los otros comercios. Hacen cola a la espera de la apertura del supermercado, charlan entre sí. No tienen prisa, y seguramente sea una de las interrelaciones personales más importantes del día, pues el resto puede consistir en un codo a codo entre la soledad y la televisión.
Con la extensión de esta población mayor en las ciudades y, en la medida en que se piense que éstas han de adaptarse a sus ciudadanos, las urbes experimentarán cambios. Algunos ya se vienen notando, como el aumento de tiendas de conveniencia (ultramarinos), la mayor inclinación por los supermercados de barrio, etc. Desde esta perspectiva, el sector privado parece haberse adaptado antes que el sector público. Pero este también irá haciendo su labor: aceras para poder trasladarse en sillas de ruedas o con bastón, semáforos de más larga duración para los peatones, baños públicos o creación de servicios municipales especializados en atender a personas mayores. Por ejemplo, que exista una policía municipal formada en atención a mayores y con más presencia peatonal en la calle, dándoles más sensación de seguridad. Será la ciudad gerontocrática, capaz de poner en el centro de las políticas municipales a una población con mucha edad.
Durante los dos últimos decenios del siglo XX, se puso de moda la ciudad para los niños. Se llevaron a cabo algunos experimentos, especialmente en Italia. La idea reposaba en el supuesto de que si la ciudad se adaptaba a que los menores pudieran circular por ella solos, cosa que se había perdido, todos ganarían, porque se trataría de una ciudad más amable y, en general, más habitable. Hubo trabajo de concienciación con pequeños comercios de los barrios para que atendieran a los niños, si estos lo requerían. Creo que buena parte de estos principios valen para la ciudad gerontocrática. Con el aliciente -es un decir- de que casi todos llegaremos a viejos.
Las proyecciones de tal situación tienen especialmente una lectura económica: gasto en pensiones, gasto en sanidad, gasto en cuidados, etc. Cifras macroeconómicas que se tienden a mostrar más como amenaza -¡hay que hacer drásticas reformas antes de que la catástrofe se produzca!- que como un escenario simplemente distinto, con una sociedad distinta. De hecho, poco se ha pensado sobre los propios cambios en los comportamientos de la sociedad en el ámbito de la edad muy adulta. Es cierto que hay programas locales de envejecimiento activo y conjuntos de proyectos similares; pero tiende a dominar la actuación reactiva -ante demandas concretas de esta población- sobre la planificadora.
Nuestras ciudades serán los escenarios de estos cambios, especialmente en España. A pesar de se están produciendo de nuevo algunos flujos desde la ciudad hacia el campo, hasta ahora la situación ha sido la contraria durante muchos años. La principal razón de ello es que la infraestructura sanitaria en las ciudades tiene más recursos -proceso que se ha agudizado con la crisis, como nos muestran las noticias de cierre de centros de atención sanitaria en el ámbito rural-. Tal vez se viva más sano en el campo, pero, en cualquier caso, más te vale, porque si enfermas de alguna consideración -y en las personas mayores se acentúan la sucesión de dolencias- ese campo solo te proporcionará mucho aire y poca atención especializada.
Algunos de los síntomas de estas ciudades avejentadas ya pueden verse. Sobre todo en verano, cuando los hijos y los nietos se han ido de vacaciones y solo quedan los mayores. Entonces, los viejos dejan de ser una población escondida y aparecen por las calles, principalmente paseando por la mañana, cuando todavía el calor no aprieta y uno va de camino al trabajo: cruzan pausadamente los semáforos, teniendo la sensación de que no van a poder llegar a la otra acera para hacer sus pequeñas compras en el barrio. Irán primero a la farmacia, a la panadería, tal vez al quiosco, pues son de los pocos que siguen leyendo el diario en papel, y a esperar que abran los otros comercios. Hacen cola a la espera de la apertura del supermercado, charlan entre sí. No tienen prisa, y seguramente sea una de las interrelaciones personales más importantes del día, pues el resto puede consistir en un codo a codo entre la soledad y la televisión.
Con la extensión de esta población mayor en las ciudades y, en la medida en que se piense que éstas han de adaptarse a sus ciudadanos, las urbes experimentarán cambios. Algunos ya se vienen notando, como el aumento de tiendas de conveniencia (ultramarinos), la mayor inclinación por los supermercados de barrio, etc. Desde esta perspectiva, el sector privado parece haberse adaptado antes que el sector público. Pero este también irá haciendo su labor: aceras para poder trasladarse en sillas de ruedas o con bastón, semáforos de más larga duración para los peatones, baños públicos o creación de servicios municipales especializados en atender a personas mayores. Por ejemplo, que exista una policía municipal formada en atención a mayores y con más presencia peatonal en la calle, dándoles más sensación de seguridad. Será la ciudad gerontocrática, capaz de poner en el centro de las políticas municipales a una población con mucha edad.
Durante los dos últimos decenios del siglo XX, se puso de moda la ciudad para los niños. Se llevaron a cabo algunos experimentos, especialmente en Italia. La idea reposaba en el supuesto de que si la ciudad se adaptaba a que los menores pudieran circular por ella solos, cosa que se había perdido, todos ganarían, porque se trataría de una ciudad más amable y, en general, más habitable. Hubo trabajo de concienciación con pequeños comercios de los barrios para que atendieran a los niños, si estos lo requerían. Creo que buena parte de estos principios valen para la ciudad gerontocrática. Con el aliciente -es un decir- de que casi todos llegaremos a viejos.