La censura es la blasfemia más grosera de la democracia. Realizarla insolentemente a modo de escrutinio institucional supone dar un navajazo traicionero al rostro noble de la cultura. Que además se imponga a través de un organismo que se quiere baluarte de la marca España, el Instituto Cervantes, no hace otra cosa que dejar al aire sus vergüenzas y las del Gobierno en curso. Mezquinar la cultura pública fuera de nuestras fronteras al dictado de ideologías retrógradas ensucia hasta la ignominia la acción española en el Exterior. El último ejemplo de este despropósito ha emanado de la Embajada de España en La Haya, probablemente con el beneplácito o connivencia de la dirección madrileña del Cervantes, del ministro del ramo y, por supuesto, de sus acólitos por lógica añadidura. Tal desatino no ha sido otro que prohibir la presentación de un libro de autor y asunto catalanes en la sede del Instituto Cervantes de Utrecht. Subráyese la nacencia de Albert Sánchez Piñol y la temática histórica de su novela, Victus, Barcelona 1714, de éxito editorial y recientemente vertida al neerlandés por Adri Boon.
Ante la interdicción del acto, al que asistirían el escritor y su traductor, no hubo explicación convincente por parte de la directora del IC de Utrecht, ni de la sede central, cuya dirección se ha acostumbrado al acomodo cobarde del avestruz. Dicen las crónicas que luego la embajada adujo la conveniencia de suspender una actividad con connotaciones políticas en tan señalado foro de promoción cultural. ¿Acaso la historia política no es cultura exportable?, ¿la narración histórica es un género sospechoso?, ¿presentar en tierra ajena la traducción de un libro español o catalán resulta dañoso para los pilares culturales cervantinos? Entiéndase que los recelos se fundaban en el hecho de que en Utrecht pudiera tratarse al rebufo de la verdad histórica la aspiración soberanista catalana, delicada materia para el Gobierno central, como se sabe. Si esto no es censura, que nos condenen a los nueve círculos del infierno de Dante. Un libro debe ser cosa viva, y su lectura, revelación maravillada tras de la cual quien leyó ya no es el mismo, o lo es más de como antes lo era. Lo dejó escrito en Ocnos Luis Cernuda. Pero hay quienes temen esa mudanza y, convertidos en curas y barberos, enciman los libros en un rimero para pegarles fuego o, si no, como proponía el ama en el Quijote, llevarlos al corral para intentar que no ofenda el humo de la hoguera, que es como resguardar en la nocturnidad la alevosía. Cogidos en renuncio, los censores se apresuraron a argüir que el acto previsto en la ciudad holandesa se aplazó en espera de ocasión más propicia, "menos sensible".
Otra postura si cabe más obscena es la de quien, muy cercano al presidente del Gobierno, ningunea el libro por juzgarlo "claramente manipulador" de la historia. Si así fuera, ¿por qué se programó el acto y se mantuvo anunciado hasta tres días después en la página web del IC de Utrecht entre las actividades mensuales, como si nada hubiera ocurrido? Henos aquí ante la argucia grotesca de la censura. Cualquier eufemismo para abrigarla sonroja.El expurgo por razones políticas y partidistas no es cosa excepcional en el Instituto Cervantes desde que el Gobierno del PP nombrara como director a Víctor García de la Concha, hasta entonces con reconocimiento por su gestión al frente de la Real Academia Española. Pronto fue rehén de Rafael Rodríguez-Ponga, otrora mediocre filólogo, político de reacciones vengativas relacionado "presuntamente", según los decires, con los legionarios de cristo rey y conocido por su hermano Estanislao, exsecretario de Estado e imputado exvocal de Bankia. Convendrá recordar que bajo la responsabilidad y aliento de Ponga y García de la Concha (adláteres de otras alcurnias políticas), el dictador guineano Teodoro Obiang conferenció el pasado invierno en el Instituto Cervantes de Bruselas. Entonces no vieron injerencia política alguna e ignoraron las acusaciones penales que gravitan sobre el personaje. Pertinaces en el error, ambos han facilitado la pérdida de autonomía de la gestión cultural de los centros al someterla a la arbitrariedad, conciencia, capricho e ideología del embajador de turno. El Instituto se ha convertido en una inmejorable plataforma del Gobierno en el Exterior. El caso de Utrecht puede ser paradigmático.
Quepa añadir que apenas asumida la secretaría general, Rodríguez Ponga llevó a cabo una purga sectaria sin precedentes, auxiliado por su asesor ideológico Miguel Spottorno Robles, nombrado vicesecretario a tal efecto. Nunca antes se había ejecutado un cambio masivo de directores de centros por represalias, ni tampoco un tamaño oprobio para la institución. Lo cierto es que se produjo justificándolo en la mala gestión de los concernidos, calumnia que pretendía ocultar la verdadera razón: el compromiso socialista del cesado, o simplemente el haber sido nombrados por los directores anteriores, César A. Molina y, sobre todo, Carmen Caffarel. Hasta la llegada de Mariano Rajoy se había entendido que el Instituto Cervantes desarrollaba política de Estado, jamás de Gobierno. La verdad es que ante la docena de ceses García de la Concha ni rechistó, los firmó y miró hacia otro lado. Peor que el prefecto Pilatos.
Para disculpar aquellas expulsiones, y otras posteriores, asimismo se reprobó a los encausados determinadas actividades culturales al parecer muy reveladoras. Por ejemplo, que el director del Cervantes de Budapest hubiera invitado un par de veces en cuatro años a Alfonso Guerra para disertar sobre Antonio Machado y Miguel Hernández, y al poeta Luis García Montero, "conocido comunista" (podría exculparse -según añadió el Ponga más impertinente- que le acompañara Almudena Grandes) y, como agua que colmaba el vaso, al igualmente poeta Benjamín Prado. Así se lo hizo saber personalmente el susodicho inquisidor al cesante. Era una especie de veto y castigo retroactivos. O, si se prefiere, diferidos. Algo ciertamente con gran semejanza a la censura impuesta a Sánchez Piñol, por ser catalán... y no reconvertirse en charnego.
Tenga la certeza el lector que de estas y otras contumacias "cervantinas" puede dar fe el aquí firmante.
Ante la interdicción del acto, al que asistirían el escritor y su traductor, no hubo explicación convincente por parte de la directora del IC de Utrecht, ni de la sede central, cuya dirección se ha acostumbrado al acomodo cobarde del avestruz. Dicen las crónicas que luego la embajada adujo la conveniencia de suspender una actividad con connotaciones políticas en tan señalado foro de promoción cultural. ¿Acaso la historia política no es cultura exportable?, ¿la narración histórica es un género sospechoso?, ¿presentar en tierra ajena la traducción de un libro español o catalán resulta dañoso para los pilares culturales cervantinos? Entiéndase que los recelos se fundaban en el hecho de que en Utrecht pudiera tratarse al rebufo de la verdad histórica la aspiración soberanista catalana, delicada materia para el Gobierno central, como se sabe. Si esto no es censura, que nos condenen a los nueve círculos del infierno de Dante. Un libro debe ser cosa viva, y su lectura, revelación maravillada tras de la cual quien leyó ya no es el mismo, o lo es más de como antes lo era. Lo dejó escrito en Ocnos Luis Cernuda. Pero hay quienes temen esa mudanza y, convertidos en curas y barberos, enciman los libros en un rimero para pegarles fuego o, si no, como proponía el ama en el Quijote, llevarlos al corral para intentar que no ofenda el humo de la hoguera, que es como resguardar en la nocturnidad la alevosía. Cogidos en renuncio, los censores se apresuraron a argüir que el acto previsto en la ciudad holandesa se aplazó en espera de ocasión más propicia, "menos sensible".
Otra postura si cabe más obscena es la de quien, muy cercano al presidente del Gobierno, ningunea el libro por juzgarlo "claramente manipulador" de la historia. Si así fuera, ¿por qué se programó el acto y se mantuvo anunciado hasta tres días después en la página web del IC de Utrecht entre las actividades mensuales, como si nada hubiera ocurrido? Henos aquí ante la argucia grotesca de la censura. Cualquier eufemismo para abrigarla sonroja.El expurgo por razones políticas y partidistas no es cosa excepcional en el Instituto Cervantes desde que el Gobierno del PP nombrara como director a Víctor García de la Concha, hasta entonces con reconocimiento por su gestión al frente de la Real Academia Española. Pronto fue rehén de Rafael Rodríguez-Ponga, otrora mediocre filólogo, político de reacciones vengativas relacionado "presuntamente", según los decires, con los legionarios de cristo rey y conocido por su hermano Estanislao, exsecretario de Estado e imputado exvocal de Bankia. Convendrá recordar que bajo la responsabilidad y aliento de Ponga y García de la Concha (adláteres de otras alcurnias políticas), el dictador guineano Teodoro Obiang conferenció el pasado invierno en el Instituto Cervantes de Bruselas. Entonces no vieron injerencia política alguna e ignoraron las acusaciones penales que gravitan sobre el personaje. Pertinaces en el error, ambos han facilitado la pérdida de autonomía de la gestión cultural de los centros al someterla a la arbitrariedad, conciencia, capricho e ideología del embajador de turno. El Instituto se ha convertido en una inmejorable plataforma del Gobierno en el Exterior. El caso de Utrecht puede ser paradigmático.
Quepa añadir que apenas asumida la secretaría general, Rodríguez Ponga llevó a cabo una purga sectaria sin precedentes, auxiliado por su asesor ideológico Miguel Spottorno Robles, nombrado vicesecretario a tal efecto. Nunca antes se había ejecutado un cambio masivo de directores de centros por represalias, ni tampoco un tamaño oprobio para la institución. Lo cierto es que se produjo justificándolo en la mala gestión de los concernidos, calumnia que pretendía ocultar la verdadera razón: el compromiso socialista del cesado, o simplemente el haber sido nombrados por los directores anteriores, César A. Molina y, sobre todo, Carmen Caffarel. Hasta la llegada de Mariano Rajoy se había entendido que el Instituto Cervantes desarrollaba política de Estado, jamás de Gobierno. La verdad es que ante la docena de ceses García de la Concha ni rechistó, los firmó y miró hacia otro lado. Peor que el prefecto Pilatos.
Para disculpar aquellas expulsiones, y otras posteriores, asimismo se reprobó a los encausados determinadas actividades culturales al parecer muy reveladoras. Por ejemplo, que el director del Cervantes de Budapest hubiera invitado un par de veces en cuatro años a Alfonso Guerra para disertar sobre Antonio Machado y Miguel Hernández, y al poeta Luis García Montero, "conocido comunista" (podría exculparse -según añadió el Ponga más impertinente- que le acompañara Almudena Grandes) y, como agua que colmaba el vaso, al igualmente poeta Benjamín Prado. Así se lo hizo saber personalmente el susodicho inquisidor al cesante. Era una especie de veto y castigo retroactivos. O, si se prefiere, diferidos. Algo ciertamente con gran semejanza a la censura impuesta a Sánchez Piñol, por ser catalán... y no reconvertirse en charnego.
Tenga la certeza el lector que de estas y otras contumacias "cervantinas" puede dar fe el aquí firmante.