Mozart es sensual, delicado, burlón, punzante. Una exquisitez universal. Mozart suele ser, además, una apuesta segura en la programación de las temporadas de ópera. La que este lunes echó a andar en el Teatro Real apostó por Las bodas de Fígaro y una producción sin riesgos escenográficos que recibió una cálida acogida. El público de los estrenos del coliseo madrileño aprecia los clásicos sin distracciones. La belleza y agilidad de la partitura lo traspasan todo (en particular, las puertas de la taquilla) y, por eso, el montaje logró agradecidos aplausos.
En realidad, era un clásico flanqueado por algunas novedades. Era la puesta de largo de Joan Matabosch, el director artístico que sucedió a Gerard Mortier. El estreno de la primera ópera de su primera temporada como máximo responsable. Inevitable y, quizás, injustamente, la alargada sombra del fallecido intendente belga sigue planeando sobre el Teatro Real y también sobre su sucesor, cuyo trabajo no hace sino empezar a asomar. También era la noche de la enérgica batuta de Ivor Bolton, para quien Las bodas de Fígaro son sólo el aperitivo de la temporada 2015-2016, en la que se instalará en Madrid como director musical estable.
Poco había de revolucionario en el montaje de Emilio Sagi. Al contrario, es la tercera vez que se utiliza para representar la obra en el Real en menos de cinco años. Pelucas, trajes de época y suntuosos decorados para el palacio de los condes de Almaviva, ambientado en la España y que pretendía describir los excesos de un Antiguo Régimen que en 1786 vivía los compases previos a la Revolución Francesa.
He aquí el incómodo dilema al que se enfrentan los teatros de ópera. Simplificado, puede resumirse en títulos clásicos representados con formalismo y éxito de taquilla o en una mayor variedad en el repertorio y estilos, con el inseperable vértigo ante un posible fiasco.
Aunque el montaje de Las bodas de Fígaro se inscriba en la categoría de apuesta segura, la partitura sigue siendo exigente. Sensual, delicada, burlona, punzante. Y eso faltó en un estreno en el que hubo muy poca "representación de una aristocracia degenerada", muy poco del carácter "subversivo" que tenía la obra de Beaumarchais en la que se basó el libreto, como recuerda en las notas del programa el musicólogo Tim Carter. También pocas carcajadas en el patio de butacas. Más plano que escandaloso.
En un reparto técnicamente cualificado pero poco afilado, se desmarcaron la presencia y comicidad del conde Almaviva (Luca Pisaroni), el travieso Cherubino (Elena Tsallagova) y la solvencia de Marcellina (Helene Schneiderman), mientras que la condesa (Sofia Soloviy) fue de menos a más. Fígaro (Andreas Wolf) estuvo correcto, pero sin chispa. Su novia, Susanna (Sylvia Schwartz), fue sobrepasada por la orquesta.
La batuta, las ganas y el apasionado colorido aportado por Bolton compensaron, pese a algún desajuste con los cantantes, el mimetismo del reparto con el adusto decorado de Sagi.
Pero en Las bodas hay una enorme tasa de arias icónicas que se gravan en la mente y sanan el espíritu. Como resumía uno de los asistentes a la salida del teatro, es imposible odiar a Mozart, pero también muy difícil que este montaje te colme. Mozart siempre será Mozart, como apuesta segura y como reto artístico.
En realidad, era un clásico flanqueado por algunas novedades. Era la puesta de largo de Joan Matabosch, el director artístico que sucedió a Gerard Mortier. El estreno de la primera ópera de su primera temporada como máximo responsable. Inevitable y, quizás, injustamente, la alargada sombra del fallecido intendente belga sigue planeando sobre el Teatro Real y también sobre su sucesor, cuyo trabajo no hace sino empezar a asomar. También era la noche de la enérgica batuta de Ivor Bolton, para quien Las bodas de Fígaro son sólo el aperitivo de la temporada 2015-2016, en la que se instalará en Madrid como director musical estable.
Poco había de revolucionario en el montaje de Emilio Sagi. Al contrario, es la tercera vez que se utiliza para representar la obra en el Real en menos de cinco años. Pelucas, trajes de época y suntuosos decorados para el palacio de los condes de Almaviva, ambientado en la España y que pretendía describir los excesos de un Antiguo Régimen que en 1786 vivía los compases previos a la Revolución Francesa.
He aquí el incómodo dilema al que se enfrentan los teatros de ópera. Simplificado, puede resumirse en títulos clásicos representados con formalismo y éxito de taquilla o en una mayor variedad en el repertorio y estilos, con el inseperable vértigo ante un posible fiasco.
Aunque el montaje de Las bodas de Fígaro se inscriba en la categoría de apuesta segura, la partitura sigue siendo exigente. Sensual, delicada, burlona, punzante. Y eso faltó en un estreno en el que hubo muy poca "representación de una aristocracia degenerada", muy poco del carácter "subversivo" que tenía la obra de Beaumarchais en la que se basó el libreto, como recuerda en las notas del programa el musicólogo Tim Carter. También pocas carcajadas en el patio de butacas. Más plano que escandaloso.
En un reparto técnicamente cualificado pero poco afilado, se desmarcaron la presencia y comicidad del conde Almaviva (Luca Pisaroni), el travieso Cherubino (Elena Tsallagova) y la solvencia de Marcellina (Helene Schneiderman), mientras que la condesa (Sofia Soloviy) fue de menos a más. Fígaro (Andreas Wolf) estuvo correcto, pero sin chispa. Su novia, Susanna (Sylvia Schwartz), fue sobrepasada por la orquesta.
La batuta, las ganas y el apasionado colorido aportado por Bolton compensaron, pese a algún desajuste con los cantantes, el mimetismo del reparto con el adusto decorado de Sagi.
Pero en Las bodas hay una enorme tasa de arias icónicas que se gravan en la mente y sanan el espíritu. Como resumía uno de los asistentes a la salida del teatro, es imposible odiar a Mozart, pero también muy difícil que este montaje te colme. Mozart siempre será Mozart, como apuesta segura y como reto artístico.