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Lo que cuesta pensar

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El extraño y desconocido mundo de los think tanks anda soliviantado. Hace apenas unos días The New York Times revelaba, en un exhaustivo trabajo de investigación periodística, que algunas de las instituciones de pensamiento más prestigiosas de Estados Unidos llevan años recibiendo dinero de gobiernos extranjeros para defender sus posiciones en Washington. Entre ellas se encuentra Brookings, el que suele aparecer como el think tank más importante del mundo. Y entre la larga lista de financiadores, países tan diversos como Noruega o Qatar.

La comunidad intelectual global se ha quedado semipetrificada -¿dónde quedan entonces la independencia y la honestidad?; ¿es que realmente todo el mundo tiene un precio?-, aunque
es un debate que raramente trascenderá a buena parte de la opinión pública. Al fin y al cabo, ¿qué son los think tanks y a quién le importan?

Es cierto que es difícil explicar qué es un think tank, incluso para alguien que ha dedicado mucho tiempo a intentarlo. En un país como España, donde su presencia es muy reciente, a menudo se confunde con el lobby. De hecho, una vez le pedí a Tony Podesta, fundador de Podesta Group, un poderoso lobby de Washington -y, curiosamente, hermano del fundador de un respetado think tank de corte demócrata, el Center for American Progress; o sea, que algo debe de saber al respecto-, cuál era la diferencia entre unos y otros, y me dijo: "Que a nosotros, lobbies, nos pagan por lo que hacemos". Y ahora resulta que a los otros también.

Muy simplificado, los think tanks son centros de investigación, dedicados por lo general a una o varias disciplinas de las ciencias sociales como la política, las relaciones internacionales, la sociología o la economía, pero también a otros temas como energía y medio ambiente, que buscan servir de puente entre la reflexión y la decisión política. Cubren, en buena medida, amplias áreas de conocimiento a las que las (menguantes) estructuras de los ministerios y de las instituciones públicas no pueden llegar.

Es cierto que, visto desde fuera, a menudo es difícil justificar lo que hacen. A menudo parece que lo que hacen solo le interesa a la propia gente que lo hace, o como mucho, a sus pares en lugares parecidos. A menudo, casi siempre, es prácticamente imposible demostrar su auténtica influencia, porque las decisiones políticas se toman, o deberían ser tomadas, sobre la base de múltiples opiniones de expertos, no de un reducido grupo de ellos, y porque a menudo las recomendaciones de los think tanks se basan en criterios científicos, académicos y de reflexión, pero no siempre -a veces porque no pueden, otras porque no saben- tienen en cuenta los condicionantes que la propia política y los intereses de partido imponen a esas mismas decisiones.

La batalla de la financiación

Volviendo al artículo del NYT, en realidad, solo hay una parte de sus revelaciones que chirría. Es normal y habitual que los think tanks reciban dinero de gobiernos extranjeros. Es habitual que los Estados y las instituciones cuenten con partidas presupuestarias para investigación, hecha por terceros, en aquellos temas que más le interesan. Así, Noruega destina una buena cantidad de fondos a financiar estudios relacionados con la paz, o con el cambio climático, dos de los temas globales, entre otros, en los que más involucrado está; o Finlandia, por poner otro ejemplo, dedica recursos a conocer mejor las relaciones de Europa con los países de Asia Central. Nada que objetar.

Lo que no es tan habitual, y desde luego no debería serlo, es que esa relación implique que el think tank de turno diga lo que el Gobierno extranjero quiere que diga -para eso, en el plano nacional, han servido tradicionalmente los think tanks de partido, aunque les cueste reconocerlo- y mucho menos que sirva para mover agendas particulares ante la Administración norteamericana. ¡Incluso figura así en alguno de los contratos a los que ha tenido acceso el Times! Para eso, volvemos al principio, existen los lobbies, reconocidos y registrados obligatoriamente como tales en Estados Unidos y voluntariamente en la Unión Europea.

Lo que uno espera de un think tank es que los documentos que produce y las recomendaciones que emite se basen en la capacidad y la experiencia de sus profesionales, pero nunca en los intereses de los financiadores.

Es obvio que la crisis ha alterado también en este campo algunos de los principios hasta hace poco inmutables. El recorte de fondos, tanto públicos como privados, ha hecho tambalearse los cimientos de muchas instituciones de pensamiento, mucho más si cabe en este lado del Atlántico, donde la austeridad se ha convertido en la reina de las políticas. Ante esa situación, todos han tenido que reducir costes, desde luego; muchos han tenido que reinventarse, buscar formas de sacar rentabilidad a su trabajo, tratar de ampliar las fuentes de ingresos, en una durísima competencia global; algunos, incluso, han desaparecido.

Reivindicación de los think tanks

Sin embargo, ahora, más que nunca, es necesario reivindicar el papel y la tarea de los think tanks.

Su proliferación en las últimas décadas ha tenido que ver con la gran complejidad que ha alcanzado el mundo actual, propiciada en gran medida por la globalización. Junto a la rapidez y la inmediatez introducidas por las nuevas tecnologías en todos los sentidos, se impone la necesidad de una reflexión pausada y argumentada que pueda sustentar decisiones y opiniones. Los think tanks se han convertido asimismo en unos muy necesarios foros de debate. Volviendo a un país como España, con escasa tradición en este campo, es alentador observar cómo se va consolidando dicha práctica: por nuestros centros pasan continuamente expertos mundiales -como es lógico, muchos europeos-, de primer nivel, que exponen sus conocimientos y confrontan sus ideas de manera abierta y productiva. Y pese al mazazo del NYT a la honestidad intelectual de algunos, ahora, más que nunca, es fundamental poder contar con una mirada lo más independiente posible sobre las tan diversas cuestiones que nos atenazan; poder contrastar voces con conocimiento de causa con las que cotejar situaciones y realidades.

Como precisamente la crisis ha puesto de manifiesto, una sociedad moderna, con todas sus complejidades, no se puede permitir perder la sana costumbre de pensar. Si no, ya vendrán otros que pensarán por nosotros.

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