La enfermedad es una situación temporal, por lo que es adecuado acercarse a este término como tiempo de enfermar. Durante este tiempo se manifiestan síntomas y signos que ponen de relieve una mal función, amenaza o problema en uno o varios órganos o sistemas físicos o psicológicos. La enfermedad es siempre señal de mala adaptación y pone de relieve una estrategia primitiva para buscar un nuevo equilibrio. La mayoría de los problemas que amenazan el equilibrio interno o con el medio externo no se manifiestan, son corregidos sin que la persona tome conciencia, de una manera que se denomina subclínica. Solo en unos pocos casos la enfermedad se hace evidente y da lo que los profesionales sanitarios denominan clínica: signos objetivos y síntomas subjetivos. Salud y enfermedad no son términos dicotómicos excluyentes como el blanco y el negro, sino una continua gama de grises. No existe, pues, la salud total, ni tampoco la enfermedad máxima, salvo que la equiparemos con la muerte.
La enfermedad lleva de la mano alteraciones de la función, dolor y sensaciones displacenteras que son las encargadas de que la persona se dé cuenta de su presencia. En el tiempo de enfermar se desarrollan procesos que vuelven a buscar el equilibrio y que podremos ayudar modificando hábitos como la dieta, el nivel de actividad física, la hidratación, aportando sustancias, vitaminas o medicamentos, terapias manuales, masajes, inmovilizaciones e incluso intervenciones quirúrgicas según los casos. Un gran número de procesos se solucionan de forma espontánea o con modificaciones o intervenciones que la propia persona puede aplicarse a sí misma. Reposo sin apoyar el pie tras torcernos el tobillo, frío local tras un golpe, lavado con agua y jabón de una herida superficial...
La función principal de la enfermedad es la toma de conciencia de un problema de salud por parte de la persona que la padece y la motivación de éste para buscar remedio a la misma por sus propios medios o pidiendo ayuda.
La edad avanzada es un condicionante de enfermedad, como también lo es la falta de cuidados a nivel higiénico, dietético o de hábitos de vida. La cultura nos va proveyendo de información y conocimiento para mejorar estos cuidados y promover de este modo la salud. La desigualdades sociales en todos sus niveles (económico, cultural, sociocomunitario, familiar...) hacen que existan grandes diferencias tanto en la esperanza de vida como en la carga de enfermedad de los distintos estratos sociales. De este modo, pobreza, enfermedad orgánica, discapacidad y enfermedad mental tienden a asociarse y multiplicarse unas con otras. El código postal puede llegar a ser más importante que el código genético como condicionante de enfermedad.
La enfermedad nunca es deseada, pero es posible rescatar de ella un nivel de crecimiento personal basado en la revisión del sentido de la propia vida que suele traer consigo. Como llamada de conciencia que es, puede permitirnos reflexionar y revisar nuestras posiciones y valores personales, así como las costumbres y hábitos. Como condicionante de cambio puede favorecer que se retomen conductas sanas o se adquieran por primera vez, tanto para superar el actual proceso como para protegerse de enfermedad en el futuro.
Está claro que en el tiempo de salud podemos disfrutar. Nos queda reconocer que quizá en el tiempo de enfermar podemos aprender. Nos encontraremos con todo tipo de lecciones; algunas, pequeñas, como no acercar demasiado la mano a la lumbre tras quemarnos. Y otras, grandes, como atravesar el desierto de un cáncer o enfrentarse a una cirugía. Lo que sí parece universal es que al igual que cuando subimos una montaña nuestro punto de vista cambia y somos capaces de atisbar un mayor horizonte, al escalar una enfermedad nos encontramos con la opción de adquirir perspectiva. Sea cual sea el desenlace, los seres humanos crecemos a medida que aumentamos dicha perspectiva. Los profesionales sanitarios deberíamos ser agentes facilitadores de la misma. Muchas cosas cambiarían si consiguiésemos leer de esta forma el amargo lenguaje de lo que llamamos enfermedad, transformando el miedo y la zozobra que nos causa en esperanza y serenidad.
La enfermedad lleva de la mano alteraciones de la función, dolor y sensaciones displacenteras que son las encargadas de que la persona se dé cuenta de su presencia. En el tiempo de enfermar se desarrollan procesos que vuelven a buscar el equilibrio y que podremos ayudar modificando hábitos como la dieta, el nivel de actividad física, la hidratación, aportando sustancias, vitaminas o medicamentos, terapias manuales, masajes, inmovilizaciones e incluso intervenciones quirúrgicas según los casos. Un gran número de procesos se solucionan de forma espontánea o con modificaciones o intervenciones que la propia persona puede aplicarse a sí misma. Reposo sin apoyar el pie tras torcernos el tobillo, frío local tras un golpe, lavado con agua y jabón de una herida superficial...
La función principal de la enfermedad es la toma de conciencia de un problema de salud por parte de la persona que la padece y la motivación de éste para buscar remedio a la misma por sus propios medios o pidiendo ayuda.
La edad avanzada es un condicionante de enfermedad, como también lo es la falta de cuidados a nivel higiénico, dietético o de hábitos de vida. La cultura nos va proveyendo de información y conocimiento para mejorar estos cuidados y promover de este modo la salud. La desigualdades sociales en todos sus niveles (económico, cultural, sociocomunitario, familiar...) hacen que existan grandes diferencias tanto en la esperanza de vida como en la carga de enfermedad de los distintos estratos sociales. De este modo, pobreza, enfermedad orgánica, discapacidad y enfermedad mental tienden a asociarse y multiplicarse unas con otras. El código postal puede llegar a ser más importante que el código genético como condicionante de enfermedad.
La enfermedad nunca es deseada, pero es posible rescatar de ella un nivel de crecimiento personal basado en la revisión del sentido de la propia vida que suele traer consigo. Como llamada de conciencia que es, puede permitirnos reflexionar y revisar nuestras posiciones y valores personales, así como las costumbres y hábitos. Como condicionante de cambio puede favorecer que se retomen conductas sanas o se adquieran por primera vez, tanto para superar el actual proceso como para protegerse de enfermedad en el futuro.
Está claro que en el tiempo de salud podemos disfrutar. Nos queda reconocer que quizá en el tiempo de enfermar podemos aprender. Nos encontraremos con todo tipo de lecciones; algunas, pequeñas, como no acercar demasiado la mano a la lumbre tras quemarnos. Y otras, grandes, como atravesar el desierto de un cáncer o enfrentarse a una cirugía. Lo que sí parece universal es que al igual que cuando subimos una montaña nuestro punto de vista cambia y somos capaces de atisbar un mayor horizonte, al escalar una enfermedad nos encontramos con la opción de adquirir perspectiva. Sea cual sea el desenlace, los seres humanos crecemos a medida que aumentamos dicha perspectiva. Los profesionales sanitarios deberíamos ser agentes facilitadores de la misma. Muchas cosas cambiarían si consiguiésemos leer de esta forma el amargo lenguaje de lo que llamamos enfermedad, transformando el miedo y la zozobra que nos causa en esperanza y serenidad.