El fallecimiento de Emilio Botín ha concitado una multitud de elogios, motivados por su capacidad negociadora y habilidad financiera. El logro de tomar hace casi tres décadas las riendas de la entonces séptima banca española y situarla a la cabeza de la zona euro y en el top 10 mundial bien lo merece. La apuesta que convirtió al Santander en una de las entidades pioneras de la internacionalización de España -expandiéndose a Iberoamérica y Estados Unidos- es buena prueba de su visión innovadora y nervio empresarial. No obstante, hay un aspecto que se ha subrayado menos: su enorme sensibilidad cultural, reflejada en el legado transmitido en el plano social y académico. Una vocación que ilustran las actividades creativas y científicas impulsadas por la Fundación Botín, o dentro del proyecto Universia, el portal al servicio de la comunidad universitaria iberoamericana que aglutina a más de 1.200 instituciones académicas. Lejos de abandonar a la inercia estos intereses, el mismo Botín presentó el pasado julio -junto con Cesar Alierta- la plataforma online MiríadaX, convertida ya en la segunda Mooc del mundo y primera en español. La propia Fundación Carolina, centrada en la formación de excelencia en postgrado, se ha visto asimismo respaldada desde su creación por el permanente patrocinio del Santander.
Ahora bien, más allá de la proliferación de ejemplos, quisiera hacer hincapié en la relevancia recuperada que -gracias a la perseverancia de figuras como la suya- se ha dado a la vía del mecenazgo privado. Obviamente, es preciso referirse a la tradición anglosajona para explicar la tímida pero firme penetración de tal espíritu en España y, en general, en el continente europeo. Sin embargo, sería históricamente inexacto identificarlo como una tendencia inédita y hostil, encaminada a privatizar la cultura. En rigor, lo realmente nuevo consistió en la nacionalización de la cultura que, tras la revolución francesa, cristalizó en la aparición de los museos (en 1793 se inaugura el Museo de la República, futuro Louvre) y en la instauración de un funcionariado a cargo de la gestión del patrimonio. Ello no debería hacernos olvidar la existencia previa de coleccionistas privados y de anticuarios dedicados al estudio de las obras de arte. Ni tampoco la aparición de los llamados Wunderkammer, gabinetes de maravillas en los que nobles y clérigos reunían objetos artísticos y naturales (como Athanasius Kircher o Rodolfo II de Habsburgo), pero también lo hacía una burguesía incipiente que se iba abriendo paso en las naciones que abrazaban el libre comercio. No extraña así que ya en 1585 se crease en Inglaterra la Society of Antiquaries of London. La Guerra de la Independencia y la otra revolución del XVIII (la estadounidense) dieron paso al surgimiento de una sociedad civil que -enlazando con la tradición anglosajona- desarrolló un civismo filantrópico con voluntad de hacerse responsable de la herencia cultural y del futuro formativo de la nación, de forma paralela, y no opuesta, a la labor del Estado. Aquí se encuentra el germen del impulso altruista que animó a industriales como Andrew Carnegie, Rockefeller o Ford, sustanciado al cabo en forma de fundaciones.
Mientras tanto, en Europa se fraguaba una mentalidad burocrática que hacía equivaler el interés general con el interés estatal, minusvalorando hasta hace poco la solidaridad privada en la construcción del conocimiento o la ayuda al desarrollo. Afortunadamente, aunque no sin convulsiones, la Historia ha demostrado el desacierto que supone delegar exclusivamente tales funciones a un Estado providencia, tanto como ha reflejado la fructífera contribución que las empresas aportan al avance de la ciencia o la conservación museológica. Es más, la colaboración público-privada se revela hoy como una fórmula afortunada para gestionar un ámbito -el cultural- que en España define mejor que ningún otro nuestra imagen exterior. En este sentido, creo que la próxima Ley de Mecenazgo podría constituir un estupendo homenaje a todos aquellos filántropos que, como Botín, tanto han hecho y seguirán haciendo por las artes, la I+D+I y las humanidades.
Ahora bien, más allá de la proliferación de ejemplos, quisiera hacer hincapié en la relevancia recuperada que -gracias a la perseverancia de figuras como la suya- se ha dado a la vía del mecenazgo privado. Obviamente, es preciso referirse a la tradición anglosajona para explicar la tímida pero firme penetración de tal espíritu en España y, en general, en el continente europeo. Sin embargo, sería históricamente inexacto identificarlo como una tendencia inédita y hostil, encaminada a privatizar la cultura. En rigor, lo realmente nuevo consistió en la nacionalización de la cultura que, tras la revolución francesa, cristalizó en la aparición de los museos (en 1793 se inaugura el Museo de la República, futuro Louvre) y en la instauración de un funcionariado a cargo de la gestión del patrimonio. Ello no debería hacernos olvidar la existencia previa de coleccionistas privados y de anticuarios dedicados al estudio de las obras de arte. Ni tampoco la aparición de los llamados Wunderkammer, gabinetes de maravillas en los que nobles y clérigos reunían objetos artísticos y naturales (como Athanasius Kircher o Rodolfo II de Habsburgo), pero también lo hacía una burguesía incipiente que se iba abriendo paso en las naciones que abrazaban el libre comercio. No extraña así que ya en 1585 se crease en Inglaterra la Society of Antiquaries of London. La Guerra de la Independencia y la otra revolución del XVIII (la estadounidense) dieron paso al surgimiento de una sociedad civil que -enlazando con la tradición anglosajona- desarrolló un civismo filantrópico con voluntad de hacerse responsable de la herencia cultural y del futuro formativo de la nación, de forma paralela, y no opuesta, a la labor del Estado. Aquí se encuentra el germen del impulso altruista que animó a industriales como Andrew Carnegie, Rockefeller o Ford, sustanciado al cabo en forma de fundaciones.
Mientras tanto, en Europa se fraguaba una mentalidad burocrática que hacía equivaler el interés general con el interés estatal, minusvalorando hasta hace poco la solidaridad privada en la construcción del conocimiento o la ayuda al desarrollo. Afortunadamente, aunque no sin convulsiones, la Historia ha demostrado el desacierto que supone delegar exclusivamente tales funciones a un Estado providencia, tanto como ha reflejado la fructífera contribución que las empresas aportan al avance de la ciencia o la conservación museológica. Es más, la colaboración público-privada se revela hoy como una fórmula afortunada para gestionar un ámbito -el cultural- que en España define mejor que ningún otro nuestra imagen exterior. En este sentido, creo que la próxima Ley de Mecenazgo podría constituir un estupendo homenaje a todos aquellos filántropos que, como Botín, tanto han hecho y seguirán haciendo por las artes, la I+D+I y las humanidades.