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La OTAN sigue buscando tareas

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La reunión celebrada por la OTAN a principios de mes en Cardiff ni fue una cumbre de trámite ni tampoco un encuentro histórico. Eso supone que, hoy como ayer, su futuro está plagado de incertidumbres.

Por un lado, se desconoce qué misión asumirá la Alianza en Afganistán a partir de 2015, a la espera de que los dos candidatos presidenciales que pretenden suceder a Hamid Karzai consigan limar sus diferencias sobre los resultados electorales y conformar un Gobierno. De momento, y mientras se retrasa la firma de un pacto entre Washington y Kabul, crece el riesgo de que los talibán recobren su capacidad para volver a desestabilizar el país y la región y, asimismo, de que sean más los aliados que abandonen definitivamente un escenario tan complejo.

Por otro, la organización tampoco sale reforzada ni en relación con la amenaza del Estado Islámico ni con Rusia. En el primer caso, ni siquiera el empeño personal de Barack Obama ha cristalizado en una imagen nítida de unidad aliada. En realidad, tras constatar la imposibilidad de conseguir una movilización conjunta de sus 28 miembros, se vuelve a la recreación de una "coalición de voluntades"- en línea con otras de infausta memoria, como las organizadas por George W. Bush en la década pasada contra Afganistán e Irak-, liderada por Washington e integrada por más de cuarenta socios, todos ellos a título individual. Entre estos se encuentran colaboradores tan problemáticos como el debilitado Gobierno central iraquí, los peshmergas kurdos, el régimen iraní, el saudí y hasta el sirio; como si no existieran evidencias suficientes sobre la inconveniencia de apoyarse en socios gubernamentales tan poco democráticos y en fuerzas que mañana pueden tornarse en adversarios. Además, se cae nuevamente en el error de otorgar el protagonismo en la respuesta a la amenaza yihadista a los instrumentos militares, inadecuados por definición para resolver el problema.

En cuanto a Rusia, se pretende hacer pasar la creación de una fuerza de intervención inmediata- con no más de 4.000 efectivos, en condiciones para entrar en acción en apenas 48 horas- como una señal de fortaleza frente al Kremlin. Esta punta de lanza militar supone no solo el reconocimiento de la escasa operatividad de la Fuerza de Reacción Rápida- activada solo en 2005 para atender ¡al terremoto de Pakistán!-, sino, sobre todo, la falta de unidad de la Alianza sobre el modo de responder al desafío de Vladimir Putin y sobre el carácter esencial de la organización. Para unos, lo prioritario es dar contenido a la idea de que se trata de una organización de seguridad global- en una permanente huida hacia adelante que la lleva a asumir tareas para las que no está en principio preparada (del terrorismo a la ciberdefensa). Para otros- entre los que destacan los vecinos de Rusia-, lo fundamental es volver a centrase en la idea nuclear de la OTAN como una entidad de defensa colectiva. Y todavía para algunos (con EE UU a la cabeza) no parece ser más que un cajón de sastre circunstancial.

Si, por una parte, la agresividad de Putin puede verse como un regalo a la Alianza- necesitada de una nueva razón de ser tras más de una década centrada en Afganistán-, por otra ha quedado de manifiesto que no hay serias intenciones de enfrentarse a una Rusia decidida a consolidar un área de influencia propia en el Este europeo. Aunque se pretenda lo contrario, la decisión de no desplegar tropas permanentes en la vecindad de Rusia, limitándose a la rotación de unidades aliadas o al preposicionamiento de material en esos países, solo pueden interpretarse como gestos de debilidad ante Moscú -que ve así reforzada su apuesta- y como el ensanchamiento de una brecha interna entre aliados.

Tampoco se sostiene el mensaje sobre un radical cambio de tendencia en el terreno presupuestario. El tan reiterado compromiso para que todos los miembros dediquen el 2% de su PIB a la defensa (y el 20% de ese capítulo a modernización) está hoy tan lejos como ayer. Al margen de Estados Unidos, Gran Bretaña, Grecia y Estonia- los únicos que llegan hasta ahí-, los demás solo se obligan a no seguir reduciendo sus actuales niveles; algo bien distinto a la subida de un gasto para el que, además, no se fija ninguna fecha. ¿Cómo van a cumplir ni siquiera ese muy limitado objetivo unos Gobiernos que se encuentran crecientemente cuestionados por sus propias opiniones públicas en un marco de crisis para el que todavía no se vislumbra un final?

En lo que respecta a España, inevitablemente aumentan las dudas sobre su nivel de compromiso aliado. Que el jefe de Gobierno no haya asistido tan siquiera a las dos reuniones más importantes de la agenda (las que trataban la respuesta a Rusia y al EI) y que se insista sobre nuestra posición de retaguardia no dicen nada positivo sobre nuestro peso en la Alianza. Y mucho menos aún si, simultáneamente, se reclama que la OTAN atienda en detalle a la amenaza procedente del sur (Magreb y Sahel), donde es bien evidente que estamos en primera línea.

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