La unidad de medida de nuestra (insignificante) capacidad para transformar la sociedad.
El ocaso del poder
Moisés Naím publicó en 2013 un libro muy discutido donde explicaba que el poder es cada vez más fácil de obtener o de perder y más difícil de usar. Esta aparente contradicción recuerda a la "paradoja editorial": cada vez se publica más y sin embargo parece igual de complicado, si no más, que una editorial apueste por un autor novel. Gabriel Zaid sostenía que algún día habrá más autores que lectores. Lo mismo puede ocurrir con el poder: cada vez hay más personas que mandan o influyen, pero mandan e influyen muy poco, tan poco que es casi inapreciable.
Poderes infinitesimales
Deje a un lado las reflexiones profundas sobre el poder. Olvide a Hobbes, Locke, Poulantzas o Foucault. Piense desde una perspectiva matemáticamente infantil. En un país con treinta millones de votantes, ¿cuánto vale su voto? Ya respondo yo: uno dividido entre treinta millones. Eso sería un poder minúsculo, pero el poder real es aún más pequeño. Tenga en cuenta las comentadas injusticias de los sistemas electorales (las circunscripciones o las correcciones a la proporcionalidad directa que hacen que lo de "un ciudadano, un voto" no sea más que un eslogan).
Integre en su cálculo, además, la mala distribución del poder: su voto valdrá lo mismo que el voto de un alcalde, pero aquí no interesan los votos, sino el poder, de manera que el alcalde tendrá probablemente mucha más capacidad de transformar la sociedad que un ciudadano de a pie. O no, todo dependerá de cómo conceptualizamos el poder. El poder adquisitivo sería una forma sencilla y rápida de zanjar la cuestión: a mayor capital, más poder. Punto y final. Pero podríamos continuar: los cargos institucionales intensifican el poder, el atractivo físico (el capital erótico, en palabras de Catherine Hakim) también, y así sucesivamente.
En resumidas cuentas, si pertenece a una familia de cinco miembros, su poder valdrá, en términos porcentuales, un veinte por ciento... si la distribución fuera exacta, cosa que jamás ocurre. Papá y mamá deciden más que sus tres obedientes hijos. Esta observación simplona la podemos extrapolar a nuestras inquietudes políticas, ya que todo ciudadano suele tener la corazonada de que arreglaría el mundo si simplemente le hicieran caso los poderes fácticos. El problema ya lo hemos señalado: en un país con cuarenta millones de habitantes, todos los ciudadanos tienen su cosmovisión e intentan imponerla, lo que quiere decir que su poder sería de uno entre cuarenta millones, siempre y cuando la distribución fuera idéntica para todo hijo de vecino.
El número de Dunbar... y el número de Lomeña
Siempre me asombró el número de Dunbar: 150. En teoría, nuestras relaciones no pueden ser plenas más allá de ese número. Como mi talento no da más que para "malcopiar" algunas buenas ideas, fantaseo con ser citado por el número de Lomeña o unidad mínima de poder, un poder político infinitesimal que nos ayuda a visualizar nuestra insignificancia en el mercado de los valores sociales y políticos.
Antes de armar la revolución y de quejarnos por la lentitud de los cambios o por la ineptitud del resto de la humanidad, convendría pensar si merecemos más poder que los demás. En un sistema global verdaderamente equitativo, cada uno de nosotros tendría alrededor de una posibilidad entre siete mil millones (la población mundial) de cambiar las cosas... y ni siquiera tenemos garantías de que esos cambios sean a mejor. Nuestro poder infinitesimal se puede entender como un contrapeso minúsculo pero efectivo para atomizar la demagogia (el populismo, como ahora gusta decir) y evitar que esta se extienda como la gangrena.
Solución a la ecuación del poder
Un número de Lomeña bajo nos ahorrará el impulso totalitarista de quienes quieren que comulguemos con ruedas de molino.