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Carta (improbable) de una ministra a una enfermera

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Querida amiga:

Permíteme, lo primero, que te llame amiga: al fin y al cabo todas remamos en el mismo barco y pretendemos llevarlo a buen puerto. Mi coach me ha dicho que tengo que mejorar un poco la empatía con mis trabajadores, así que he decidido empezar por ti, de la que me siento tan cercana y tan lejana a la vez. Tienes que comprender, querida amiga, que (para que tú lo entiendas) a mí me dan un dinero y ese dinero está en una caja y yo lo gasto como Dios me da a entender hasta que se acaba. Yo no recorto, yo gasto lo que me dan, como haría cualquier buen ama de casa. Así que, comprenderás que no haya escatimado en gastos para traer a casa a esos pobres misioneros que han contraído esa enfermedad de los negritos, aunque digan las malas lenguas que con esos gastos se podrían haber construido dos hospitales completos en África. Que yo siempre he adorado a los negritos desde que me recorría las calles con esas huchas pidiendo limosnitas (fíjate, que la primera vez que vi un negrito de verdad estuve buscando la ranura para echar las monedas, ¡qué tontita fui!)

Que siento mucho lo de tu perrito. Yo también tengo perros y sufro mucho por ellos. Pero un perro no es para vivir en esos pisos del extrarradio en los que os empeñáis en vivir, con esos techos tan bajitos en los que no se puede lanzar ni un cohete de confeti. Un perro necesita espacio, necesita un jardín. ¡Solo de imaginarme al pobre animalito allí encerrado mientras tú trabajas, incluso por las noches, se me hiela la sangre en las venas! Un perro necesita un cuidador, alguien que lo entrene y lo saque. Va a ser más feliz allá donde va a ir ahora.

Porque, lo que no entiendo es: ¿cómo puedes tener ese trabajo tan sacrificado? No sé en qué trabaja tu marido pero, ¿no gana lo suficiente como para que te quedes en casa tranquilita, como cualquier mujer de bien? Supongo que es cuestión de vocación. Andar entre enfermos todo el día, yo que me mareo en cuanto veo una gota de sangre. Ni siquiera sé si eres enfermera o solo de las que hace camas y limpia el pipí y el popó. ¡Para eso sí que hace falta vocación! Dormir tantas noches fuera de casa, siempre pendiente de cambiar el pañal a los señores mayores, a los mongolitos, y por ochocientos euros al mes!

Menos mal que no tienes hijos, porque no sé cómo habrías podido mantenerlos. Eso sí, te vas a perder una de las grandes felicidades de este mundo: ¡no sabes cómo es ese momento del día en el que veo cómo visten a mis niños!

Yo entiendo que estás cansada, las guardias nocturnas, los días seguidos sin vacaciones, el transporte público (con lo bien que se va en coche no sé cómo podéis. Los Jaguar son ideales), pero tú ahora nos has metido en un lío y yo llevo noches sin dormir, velando por España y rezando muchísimo a Santiago, nuestro patrón. También rezo por ti, claro.

Te mando una frase de una de mis niñas, que me ha hecho mucha gracia, es tan ingeniosa: "dile a tu amiga la enfermera que la próxima vez se pida ser ministra". Efectivamente amiga, pídete ser ministra que es más mejor y más guay. Y ten más cuidado, amiga, y pon un poco más de atención en los cursos que te damos, porque menudo lío, o sea.

Tuya afectísima (y afectadísima):

La ministra

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