Un adulto inhala aire unas 16 veces por minuto, un número que se multiplica si hace ejercicio. Y, aunque sea una obviedad, lo hacemos de forma continua y durante toda nuestra vida. Por eso es tan importante que ese aire que respiramos esté limpio; por eso es tan grave que contenga sustancias contaminantes que afectan a nuestra salud.
Los estudios científicos corroboran estas evidencias. En marzo de 2014, la Organización Mundial de la Salud concluía que más de siete millones de personas fallecían al año por la contaminación del aire. Estudios similares cifran en 400.000 las muertes prematuras en Europa cada año por esta misma causa. Y en el Estado español las estimaciones rondan los 20.000 fallecidos anuales. Esto es, doce veces más que en accidentes de tráfico.
Es cierto que las muertes por siniestro vial no son iguales que las que producen por la mala calidad del aire. Las primeras siegan la vida de golpe, mientras que los fallecimientos por la contaminación se traducen en una merma de salud de la población y una pérdida de esperanza de vida de cada individuo, que puede llegar a los dos años en una ciudad con mucho tráfico, por ejemplo. Es decir, tenemos menos salud y nos morimos antes por respirar aire malsano.
Ante esta situación rotunda e incuestionable, las distintas administraciones públicas están respondiendo de forma muy pusilánime, en absoluto ajustada a la gravedad del problema. Basta volver a la comparación con los accidentes de tráfico: después de décadas de tolerancia y gracias a políticas decididas y contundentes, se ha conseguido dividir por cuatro los fallecimientos por accidente en los últimos diez años. Nada parecido está ocurriendo con un asunto tan relevante para la salud pública como la calidad del aire.
Conocemos bien las causas: los lugares con más tubos de escape y más chimeneas son los que registran los peores índices de contaminación y una mayor morbilidad y mortalidad de la población. Son las áreas donde peores niveles de partículas en suspensión, dióxido de nitrógeno o dióxido de azufre encontramos. Algunos de estos contaminantes reaccionan con la luz solar y dan lugar a otros, como el ozono, y afectan más a zonas donde se espera encontrar aire más limpio, como las áreas rurales próximas a los núcleos de población. Pero las respuestas no están atajando el problema en la medida necesaria.
La legislación vigente, prácticamente calcada de la normativa europea, nos obliga a cumplir unos determinados estándares para los diferentes contaminantes atmosféricos. Pero estas determinaciones se incumplen año a año, como prueban los informes realizados periódicamente por Ecologistas en Acción.
Las leyes también determinan que si se superan los niveles máximos admisibles, hay que poner en marcha planes eficaces para reducirlos a límites tolerables, algo que tampoco se hace: aunque en ocasiones existan estos planes, son ineficaces o apenas se llevan a la práctica. Conviene recordar que la competencia sobre este asunto reside sobre todo en las comunidades autónomas y ayuntamientos, aunque el Gobierno central debería ejercer una labor de liderazgo y coordinación que hoy por hoy no se conoce.
Pero más allá de atender al cumplimiento de los límites legales, el objetivo de cualquier Administración responsable sería ir más allá y preservar todo lo posible la salud de la población, y para ello sería necesario reducir la contaminación hasta los límites que marca el organismo de referencia, la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero si estamos lejos de cumplir los límites legales en todo el territorio y para todos los contaminantes, la distancia de las recomendaciones de la OMS es enorme. Baste decir que, según el informe que acaba de hacer público Ecologistas en Acción, solo uno de cada veinte españoles vive en lugares donde en ningún momento del año se superan los niveles que recomienda este organismo.
Habrá quien diga que las medidas para reducir la contaminación son caras, y que estamos en crisis, pero todos los estudios apuntan que es varias veces más económico invertir en prevención que luego hacer frente a los gastos de salud pública que supone una alta contaminación del aire.
En zonas metropolitanas, donde vive la mayor parte de la población, el principal agente contaminador del aire es el tráfico. Por tanto, la mejor medida que se puede plantear en ámbitos urbanos es la de reducir el uso de los vehículos a motor y promover simultáneamente los desplazamientos no motorizados, a pie o en bicicleta, al tiempo que se favorece el transporte público, en especial si este es eléctrico.
Cuando se plantean estas medidas, no faltan quienes argumentan que estas restricciones suponen una merma de la libertad de cada persona. Pero olvidan que esta supuesta libertad de circular, cada cual con su vehículo por donde considere, debería estar muy lejos en prioridades frente al derecho de toda la ciudadanía a respirar un aire limpio.
Los estudios científicos corroboran estas evidencias. En marzo de 2014, la Organización Mundial de la Salud concluía que más de siete millones de personas fallecían al año por la contaminación del aire. Estudios similares cifran en 400.000 las muertes prematuras en Europa cada año por esta misma causa. Y en el Estado español las estimaciones rondan los 20.000 fallecidos anuales. Esto es, doce veces más que en accidentes de tráfico.
Es cierto que las muertes por siniestro vial no son iguales que las que producen por la mala calidad del aire. Las primeras siegan la vida de golpe, mientras que los fallecimientos por la contaminación se traducen en una merma de salud de la población y una pérdida de esperanza de vida de cada individuo, que puede llegar a los dos años en una ciudad con mucho tráfico, por ejemplo. Es decir, tenemos menos salud y nos morimos antes por respirar aire malsano.
Ante esta situación rotunda e incuestionable, las distintas administraciones públicas están respondiendo de forma muy pusilánime, en absoluto ajustada a la gravedad del problema. Basta volver a la comparación con los accidentes de tráfico: después de décadas de tolerancia y gracias a políticas decididas y contundentes, se ha conseguido dividir por cuatro los fallecimientos por accidente en los últimos diez años. Nada parecido está ocurriendo con un asunto tan relevante para la salud pública como la calidad del aire.
Conocemos bien las causas: los lugares con más tubos de escape y más chimeneas son los que registran los peores índices de contaminación y una mayor morbilidad y mortalidad de la población. Son las áreas donde peores niveles de partículas en suspensión, dióxido de nitrógeno o dióxido de azufre encontramos. Algunos de estos contaminantes reaccionan con la luz solar y dan lugar a otros, como el ozono, y afectan más a zonas donde se espera encontrar aire más limpio, como las áreas rurales próximas a los núcleos de población. Pero las respuestas no están atajando el problema en la medida necesaria.
La legislación vigente, prácticamente calcada de la normativa europea, nos obliga a cumplir unos determinados estándares para los diferentes contaminantes atmosféricos. Pero estas determinaciones se incumplen año a año, como prueban los informes realizados periódicamente por Ecologistas en Acción.
Las leyes también determinan que si se superan los niveles máximos admisibles, hay que poner en marcha planes eficaces para reducirlos a límites tolerables, algo que tampoco se hace: aunque en ocasiones existan estos planes, son ineficaces o apenas se llevan a la práctica. Conviene recordar que la competencia sobre este asunto reside sobre todo en las comunidades autónomas y ayuntamientos, aunque el Gobierno central debería ejercer una labor de liderazgo y coordinación que hoy por hoy no se conoce.
Pero más allá de atender al cumplimiento de los límites legales, el objetivo de cualquier Administración responsable sería ir más allá y preservar todo lo posible la salud de la población, y para ello sería necesario reducir la contaminación hasta los límites que marca el organismo de referencia, la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero si estamos lejos de cumplir los límites legales en todo el territorio y para todos los contaminantes, la distancia de las recomendaciones de la OMS es enorme. Baste decir que, según el informe que acaba de hacer público Ecologistas en Acción, solo uno de cada veinte españoles vive en lugares donde en ningún momento del año se superan los niveles que recomienda este organismo.
Habrá quien diga que las medidas para reducir la contaminación son caras, y que estamos en crisis, pero todos los estudios apuntan que es varias veces más económico invertir en prevención que luego hacer frente a los gastos de salud pública que supone una alta contaminación del aire.
En zonas metropolitanas, donde vive la mayor parte de la población, el principal agente contaminador del aire es el tráfico. Por tanto, la mejor medida que se puede plantear en ámbitos urbanos es la de reducir el uso de los vehículos a motor y promover simultáneamente los desplazamientos no motorizados, a pie o en bicicleta, al tiempo que se favorece el transporte público, en especial si este es eléctrico.
Cuando se plantean estas medidas, no faltan quienes argumentan que estas restricciones suponen una merma de la libertad de cada persona. Pero olvidan que esta supuesta libertad de circular, cada cual con su vehículo por donde considere, debería estar muy lejos en prioridades frente al derecho de toda la ciudadanía a respirar un aire limpio.