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Rutinas y libertades

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Fuente: Jaime Alekos/Periodismo Humano



Es probable que estas imágenes no hayan copado las portadas, ni los telediarios, ni siquiera que se haya hablado mucho sobre ellas en las horas posteriores y los días siguientes a la tarde de aquel sábado 4 de octubre.

¿Por qué habría que hacerlo? Al fin y al cabo, no se trata más que de otra panda de radicales que se queja de lo mismo de siempre. Pitidos a los agentes de seguridad, banderas tricolores, lemas más que repetitivos, vías y plazas céntricas cuyo tráfico y business habitual se ve interrumpido por los perroflautas, los radicales, los antisistema, los comunistas. ¿Por qué tendría que importar el desmesurado dispositivo policial desplegado (en tiempos de austeridad) o la brutalidad demostrada por los guardianes de la seguridad y la libertad ciudadanas?

La gente que se topaba con los grupúsculos desperdigados, una vez pasada la carga policial, demostraba la cotidiana distancia que establece el ser humano con aquello que ensombrece su existencia una vez que esto se convierte en algo más que una triste anécdota. El ciudadano de la capital cosmopolita ya no ve la pobreza de sus calles. Ha aprendido a no mirarla, o a mirarla de manera que no sea más que un significante vacío de significado, nada que pueda suponerle un disturbio a la hora de conciliar el sueño.

Algo parecido ocurre con las manifestaciones de descontento ciudadano. El bucle de consumismo desenfrenado en que hemos convertido nuestras vidas no contempla el gesto solidario de pararse a mirar, de dedicar siquiera un sigiloso gesto de apoyo. La Plaza de Callao seguía tan bulliciosa como siempre: unas trabajadoras de Desigual anunciaban por un megáfono los descuentos del aniversario de la cadena; mientras tanto, muchos curiosos se detenían en una especie de performance de apoyo a los manifestantes en Hong Kong en el que se ofrecían lecciones gratuitas de técnicas de relajación orientales. Los viandantes podían recibir todo tipo de informaciones sobre los grupos cristianos represaliados en China (no tantas, sin embargo, sobre los habitantes del Tíbet), pero el intento de preguntar a policías o miembros del SAMUR sobre el jaleo que había provocado el inusitado despliegue de vehículos y personal antidisturbios recibía la misma respuesta: "No puedo decírtelo". La vida, o el ciclo capitalista del consumo, seguía su curso normal, aunque el oído atento podía detectar eventualmente algunos pitidos lejanos y, de vez en cuando, alguna bandera republicana se distinguía entre el barullo de gente.

¿Será, como dice la canción, que la rutina ha sido más fuerte? ¿Será que acostumbrarnos a estas explosiones de indignación y la desproporcionada respuesta por parte de las autoridades nos ha hecho insensibles al brusco revés que han sufrido nuestros derechos y libertades?

De aquella tarde me quedo con Libertad, bello nombre con el que personalmente he bautizado a la mujer que, vistiendo la bandera de los olvidados, los desaparecidos, la libertad y la democracia, cuestionaba a un agente sobre las dos filas de antidisturbios que les tenían encerrados a ella, su hijo, su marido y otros pocos manifestantes más. "Deja salir al menos a mi hijo", repetía una y otra vez. "Ni siquiera sabes por qué no puedes dejarme salir", le decía al agente, que la miraba sin saber muy bien qué responder, cómo justificar la violencia ejercida por sus compañeros, o el porqué de aquella incomprensible privación de la libertad de aquella mujer, que sencillamente había salido aquella tarde a protestar por todo lo que no funcionaba en su país, el país en el que ella creía y que amaba, y cuya bandera vestía sin vergüenza alguna.

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Radicales, dirán algunos. Ello justificará el gasto en lecheras, el tratamiento de los manifestantes como terroristas y las palizas propinadas a los que tuvieron la desgracia de estar al alcance de la impune barbarie policial. Con esa convicción podrán cambiar de tema quienes mandan y evitar pensar sobre ellos quienes siguen de compras. Cuando vuelvan a reunirse, se defenderá la libertad en su sentido más egoísta, pero se evitará hablar de la pobreza, de las desigualdades, de las injusticias, de la desmemoria, de las mentiras, y solo existirá la libertad, la libertad de algunos que subyuga a la libertad de todos. Y Libertad, envuelta en su bandera, la de los vencidos, volverá a salir a la calle a protestar una tarde más, pero volverá a su casa convertida en una radical y una libertina más y, quién sabe, quizás con un golpe o una brecha sangrante en la frente.

A final solo quedará la rutina: el bullicio de las gentes y los negocios, los pitidos lejanos, alguna bandera solitaria, las sirenas de la policía y las pancartas tiradas por el suelo. En una de ellas, pisoteada y medio rota, podrá leerse todavía una sentencia que ha pasado a la Historia: "El sentido revolucionario es un sentido moral". El nombre del autor se lo habrá llevado la marea humana. Qué más da: un radical y un libertino, probablemente.

Gracias a los profesionales de Periodismo Humano y otros medios y ciudadanos por acercarnos con sus vídeos e imágenes a los planos de la realidad que, a veces, son tan poco accesibles.

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