Cuando la gestión de la cosa pública se deja en manos de administradores manifiestamente incompetentes, incapaces incluso de detectar un inaudito incremento del patrimonio automovilístico en su propio garaje, no hay razones para esperar una buena gestión del día a día corriente. Pero desde luego que las hay para asegurar el desastre en caso de producirse una crisis grave que exija una capacidad resolutiva elevada y rápida.
No es mi objetivo entrar a valorar en profundidad la cascada de acontecimientos a los que han dado lugar las actuaciones de los Gobiernos de España y de la Comunidad de Madrid desde que, hace dos meses, tomaran la infausta decisión de trasladar a Madrid al primero de los religiosos infectados por el virus del ébola. Remito al lector a los dos lúcidos artículos publicados en El Huffington Post por mi compañero y amigo Carlos Barra.
Sí quiero proporcionar a los lectores algunos elementos adicionales de reflexión que pudieran ayudarles a sacar sus propias conclusiones.
Nadie hasta ahora nos ha explicado las verdaderas razones que justificaron a juicio del Gobierno de la nación, la repatriación de dos enfermos en situación de extrema gravedad y con una probabilidad de supervivencia mínima, para recibir un tratamiento experimental que, con un coste infinitamente menor y sin riesgo alguno para la salud pública española, podría habérseles hecho llegar a allí donde se encontraban. Mucho me temo que ser sacerdotes católicos fue la verdadera razón para actuar con ellos justo, al contrario de lo que se había hecho recientemente con la también española Emma Rodríguez. Esta debe ser también la razón para que el traslado se haya realizado gratis total, a pesar de que la orden religiosa a la que pertenecían los dos repatriados, Los Hermanos de San Juan de Dios, facturan y cobran a precio de mercado -mercado oligopólico- los servicios sanitarios que prestan al Sistema Nacional de Salud.
La justificación que el Gobierno dio a la población española a la que ponía en riesgo es que no había tal riesgo. La primera de las dos razones que esgrimían las autoridades, se caía por su peso: el virus era poco contagioso, al no trasmitirse por el aire y requerir el contacto físico. No hay que ser un lince para comprender que traer aquí enfermos infectados es el modo perfecto de hacer posible un contacto físico. La otra razón es que disponíamos de todos los protocolos adecuados para manejar la situación con seguridad y de unos profesionales magníficamente entrenados y capacitados para llevarlos a la práctica. Basta leer la primera carta del doctor Echevarría, publicada en El Huffington Post y comparar lo que se hace en Sierra Leona con lo que vamos sabiendo sobre la versión española del protocolo antiébola, para comprender que el entrenamiento y la práctica protocolaria de la que tanto presumía el Gobierno que nos trajo el problema a casa, están muy, pero que muy por debajo del nivel de Sierra Leona.
Nuestros responsables políticos y, lo que es mucho más grave, los técnicos que les asesoran e informan, parecen ignorar que, al menos en las ciencias biológicas, y la medicina lo es, las verdades científicas lo son sólo en tanto no se muestran falsas.
A lo largo de mi vida profesional he asistido a la sonora caída de algunas verdades científicas indudables.
En nuestra profesión hay muy pocas certezas absolutas del tipo "la decapitación produce la muerte". Nos movemos en grados mayores o menores de incertidumbre y aprendemos desde muy temprano y bastante dolorosamente que una probabilidad de uno por millón no significa lo mismo que imposible. Mucho menos, una entre mil. El riesgo cero no existe.
Si fuera correcto aplicar porcentajes siendo la casuística tan corta, podría concluirse que el riesgo real de contagio por ébola con el protocolo español, en las condiciones de aplicación dadas, es del 50%. Uno de cada dos pacientes tratados.Una frecuencia inexplicable dada la baja contagiosidad y el uso de los protocolos necesarios y suficientes para prevenir el contagio.
En este momento, gracias al valor que han demostrado compañeros y compañeras sanitarios al denunciar las condiciones en que se han visto obligados a trabajar -lo que, vista la calaña de algunos responsables sanitarios, seguro que no les va a suponer un ascenso profesional-, vamos completando la certeza de que las cosas se han hecho mal y, siendo asumible que el grado de responsabilidad debe ir parejo al sueldo recibido e inverso al riesgo soportado, los dos máximos responsables de que estemos en una alerta sanitaria -sin otro parangón que el caso del envenenamiento por el aceite tóxico- son la señora ministra Mato y el consejero Rodríguez.
La actuación de la señora Mato se ha limitado a estar en una rueda de prensa que sirvió para dejarnos a todos mucho más preocupados viendo quién lleva el timón de esta emergencia sanitaria, pero el talante chulesco y provocador del consejero de sanidad de Madrid ha rizado el rizo de lo tolerable, no ya en el responsable de la Sanidad de Madrid, sino en cualquiera que pretenda merecer el nombre de persona.
Se necesitan dosis de maldad y cobardía enormes; hay que ser muy miserable para intentar salvar el propio culo a costa de insultar, humillar y acusar sin pruebas a una profesional que, por un sueldo raquítico, se ofreció voluntaria para correr un riesgo que, sin la menor duda, el orondo consejero no habría aceptado. Engañar a la opinión pública, decir que Teresa mintió y ocultó su riesgo es además un insulto a nuestra inteligencia. No hay ninguna explicación para tal ocultación que sólo perjudicaba a quien la cometía presuntamente. La vileza del consejero Rodríguez precisa remontarse hasta Manuel Lamela para encontrar un precedente. Un triste modelo. Lo que sí ha quedado meridianamente claro es que mintió el consejero Rodríguez cuando explicó con aire de suficiencia que todos los profesionales que atendieran a los dos enfermos seguirían un estrecho programa de seguimiento tras su trabajo. La evidencia le desmiente y le acusa.
Y por si no fuera bastante indecencia el trato dado a Teresa, la manera de actuar con Excalibur, su perro, no puede ser sino el resultado de unir la ignorancia con la maldad y ausencia del mínimo sentimiento humano.
No había razones de salud pública para el canicidio de Excalibur. Allí donde la enfermedad es tristemente conocida, no hay ninguna evidencia de que los perros supongan riesgo para los humanos. La segunda carta del doctor Echevarría lo deja meridianamente claro. Sacrificando -nunca más indicado el verbo sacrificar- a Excalibur, no sólo se desperdició la oportunidad de aprender del experimento natural que se tenía a la mano: un perro contactado y aislado en su domicilio. Se infligió un grave daño a Teresa y su marido y, aunque en grado no comparable, a todos los dotados de una mínima sensibilidad.
Cuando me enteré de que se había consumado esa decisión irracional e irrazonable resonó en mi memoria el "¡Que se jodan!" de la diputada Fabra. Nada podrá convencerme, vista la miseria moral acreditada por el consejero Rodríguez, de que tras la decisión de acabar con Excalibur no había un "que se joda Teresa". Y encima, para redondear la jugada, leo el documento de la Consejería de Sanidad de Madrid en que se denomina ¡eutanasia! al acto cobarde e inútil perpetrado con el pobre animal. Las palabras no son inocentes y menos en determinadas bocas. Entérese el consejero y cuantos por debajo de él tengan algo que ver en el uso de tan desafortunada expresión. Matar a un animal enfermo y sufriendo -lo que no era el caso en absoluto- no es una eutanasia, sencillamente porque la petición lúcida y reiterada por parte del protagonista es un elemento imprescindible en la eutanasia. Ya está bien de confundir al personal con la intención no confesada de desacreditar el término asimilando eutanasia a conductas tan poco honorables como la padecida por Excalibur.
Terminaré confesando mi perplejidad ante un hecho que no termino de asimilar: el mismo día en que la petición de salvar a Excalibur conseguía 80.000 firmas, la petición de DMD para que se despenalice y regule legalmente la eutanasia -en humanos capaces, evidentemente- apenas lograba unos centenares.
Con unas y otras cosas, recordando la viñeta en que Mafalda pedía que parase el mundo para bajarse, pensé que de no ser por personas como Teresa, o los doctores Parra y Echevarría, habría como para tirarse en marcha.
No es mi objetivo entrar a valorar en profundidad la cascada de acontecimientos a los que han dado lugar las actuaciones de los Gobiernos de España y de la Comunidad de Madrid desde que, hace dos meses, tomaran la infausta decisión de trasladar a Madrid al primero de los religiosos infectados por el virus del ébola. Remito al lector a los dos lúcidos artículos publicados en El Huffington Post por mi compañero y amigo Carlos Barra.
Sí quiero proporcionar a los lectores algunos elementos adicionales de reflexión que pudieran ayudarles a sacar sus propias conclusiones.
Nadie hasta ahora nos ha explicado las verdaderas razones que justificaron a juicio del Gobierno de la nación, la repatriación de dos enfermos en situación de extrema gravedad y con una probabilidad de supervivencia mínima, para recibir un tratamiento experimental que, con un coste infinitamente menor y sin riesgo alguno para la salud pública española, podría habérseles hecho llegar a allí donde se encontraban. Mucho me temo que ser sacerdotes católicos fue la verdadera razón para actuar con ellos justo, al contrario de lo que se había hecho recientemente con la también española Emma Rodríguez. Esta debe ser también la razón para que el traslado se haya realizado gratis total, a pesar de que la orden religiosa a la que pertenecían los dos repatriados, Los Hermanos de San Juan de Dios, facturan y cobran a precio de mercado -mercado oligopólico- los servicios sanitarios que prestan al Sistema Nacional de Salud.
La justificación que el Gobierno dio a la población española a la que ponía en riesgo es que no había tal riesgo. La primera de las dos razones que esgrimían las autoridades, se caía por su peso: el virus era poco contagioso, al no trasmitirse por el aire y requerir el contacto físico. No hay que ser un lince para comprender que traer aquí enfermos infectados es el modo perfecto de hacer posible un contacto físico. La otra razón es que disponíamos de todos los protocolos adecuados para manejar la situación con seguridad y de unos profesionales magníficamente entrenados y capacitados para llevarlos a la práctica. Basta leer la primera carta del doctor Echevarría, publicada en El Huffington Post y comparar lo que se hace en Sierra Leona con lo que vamos sabiendo sobre la versión española del protocolo antiébola, para comprender que el entrenamiento y la práctica protocolaria de la que tanto presumía el Gobierno que nos trajo el problema a casa, están muy, pero que muy por debajo del nivel de Sierra Leona.
Nuestros responsables políticos y, lo que es mucho más grave, los técnicos que les asesoran e informan, parecen ignorar que, al menos en las ciencias biológicas, y la medicina lo es, las verdades científicas lo son sólo en tanto no se muestran falsas.
A lo largo de mi vida profesional he asistido a la sonora caída de algunas verdades científicas indudables.
En nuestra profesión hay muy pocas certezas absolutas del tipo "la decapitación produce la muerte". Nos movemos en grados mayores o menores de incertidumbre y aprendemos desde muy temprano y bastante dolorosamente que una probabilidad de uno por millón no significa lo mismo que imposible. Mucho menos, una entre mil. El riesgo cero no existe.
Si fuera correcto aplicar porcentajes siendo la casuística tan corta, podría concluirse que el riesgo real de contagio por ébola con el protocolo español, en las condiciones de aplicación dadas, es del 50%. Uno de cada dos pacientes tratados.Una frecuencia inexplicable dada la baja contagiosidad y el uso de los protocolos necesarios y suficientes para prevenir el contagio.
En este momento, gracias al valor que han demostrado compañeros y compañeras sanitarios al denunciar las condiciones en que se han visto obligados a trabajar -lo que, vista la calaña de algunos responsables sanitarios, seguro que no les va a suponer un ascenso profesional-, vamos completando la certeza de que las cosas se han hecho mal y, siendo asumible que el grado de responsabilidad debe ir parejo al sueldo recibido e inverso al riesgo soportado, los dos máximos responsables de que estemos en una alerta sanitaria -sin otro parangón que el caso del envenenamiento por el aceite tóxico- son la señora ministra Mato y el consejero Rodríguez.
La actuación de la señora Mato se ha limitado a estar en una rueda de prensa que sirvió para dejarnos a todos mucho más preocupados viendo quién lleva el timón de esta emergencia sanitaria, pero el talante chulesco y provocador del consejero de sanidad de Madrid ha rizado el rizo de lo tolerable, no ya en el responsable de la Sanidad de Madrid, sino en cualquiera que pretenda merecer el nombre de persona.
Se necesitan dosis de maldad y cobardía enormes; hay que ser muy miserable para intentar salvar el propio culo a costa de insultar, humillar y acusar sin pruebas a una profesional que, por un sueldo raquítico, se ofreció voluntaria para correr un riesgo que, sin la menor duda, el orondo consejero no habría aceptado. Engañar a la opinión pública, decir que Teresa mintió y ocultó su riesgo es además un insulto a nuestra inteligencia. No hay ninguna explicación para tal ocultación que sólo perjudicaba a quien la cometía presuntamente. La vileza del consejero Rodríguez precisa remontarse hasta Manuel Lamela para encontrar un precedente. Un triste modelo. Lo que sí ha quedado meridianamente claro es que mintió el consejero Rodríguez cuando explicó con aire de suficiencia que todos los profesionales que atendieran a los dos enfermos seguirían un estrecho programa de seguimiento tras su trabajo. La evidencia le desmiente y le acusa.
Y por si no fuera bastante indecencia el trato dado a Teresa, la manera de actuar con Excalibur, su perro, no puede ser sino el resultado de unir la ignorancia con la maldad y ausencia del mínimo sentimiento humano.
No había razones de salud pública para el canicidio de Excalibur. Allí donde la enfermedad es tristemente conocida, no hay ninguna evidencia de que los perros supongan riesgo para los humanos. La segunda carta del doctor Echevarría lo deja meridianamente claro. Sacrificando -nunca más indicado el verbo sacrificar- a Excalibur, no sólo se desperdició la oportunidad de aprender del experimento natural que se tenía a la mano: un perro contactado y aislado en su domicilio. Se infligió un grave daño a Teresa y su marido y, aunque en grado no comparable, a todos los dotados de una mínima sensibilidad.
Cuando me enteré de que se había consumado esa decisión irracional e irrazonable resonó en mi memoria el "¡Que se jodan!" de la diputada Fabra. Nada podrá convencerme, vista la miseria moral acreditada por el consejero Rodríguez, de que tras la decisión de acabar con Excalibur no había un "que se joda Teresa". Y encima, para redondear la jugada, leo el documento de la Consejería de Sanidad de Madrid en que se denomina ¡eutanasia! al acto cobarde e inútil perpetrado con el pobre animal. Las palabras no son inocentes y menos en determinadas bocas. Entérese el consejero y cuantos por debajo de él tengan algo que ver en el uso de tan desafortunada expresión. Matar a un animal enfermo y sufriendo -lo que no era el caso en absoluto- no es una eutanasia, sencillamente porque la petición lúcida y reiterada por parte del protagonista es un elemento imprescindible en la eutanasia. Ya está bien de confundir al personal con la intención no confesada de desacreditar el término asimilando eutanasia a conductas tan poco honorables como la padecida por Excalibur.
Terminaré confesando mi perplejidad ante un hecho que no termino de asimilar: el mismo día en que la petición de salvar a Excalibur conseguía 80.000 firmas, la petición de DMD para que se despenalice y regule legalmente la eutanasia -en humanos capaces, evidentemente- apenas lograba unos centenares.
Con unas y otras cosas, recordando la viñeta en que Mafalda pedía que parase el mundo para bajarse, pensé que de no ser por personas como Teresa, o los doctores Parra y Echevarría, habría como para tirarse en marcha.