Hace unos meses presentamos un dato demoledor: las 85 personas más ricas del planeta poseen tanta riqueza como los ingresos de la mitad más pobre de la población mundial. Dicho de otra manera: un reducido grupo que cabría en un autobús tienen tanto como 3.500 millones de personas. Desde hace años la brecha entre los más ricos y el resto de la población no ha dejado de crecer. Y esto independientemente de que vivan en países considerados más desarrollados o en los más empobrecidos. Esta es una de la principales características de la desigualdad: que es global.
Siete de cada 10 personas del planeta viven hoy en países en los que la desigualdad se ha incrementado en los últimos 30 años. Pero desde el estallido de la crisis financiera, el ritmo de crecimiento de esta brecha se ha vuelto cada vez más endiablado. Algunos podrían pensar que, a río revuelto, ganancia de pescadores. O que algunos individuos están más capacitados para los negocios y sacar partido a sus cualidades. Nada más alejado de la realidad. La desigualdad se fabrica. Se planta, se riega y se la hace florecer con abonos artificiales.
A nivel global, la línea entre el poder político y el económico es tan fina, que ha desaparecido. Las reglas y las leyes se hacen para beneficiar a los que más tienen y en muchas ocasiones en detrimento de la mayoría de los ciudadanos. Lo hemos visto durante décadas en América Latina, en África o Asia. Pero no hay que ir muy lejos. Nuestro país está plagado de ejemplos recientes.
¿Porqué es tan perniciosa la desigualdad extrema? Porque crea sociedades duales, en las que unos pocos tienen mucho y una mayoría se hunde en la pobreza contra la que es mucho más difícil luchar. Porque socava los cimientos democráticos y las reglas del juego participativo. Porque incrementa la violencia y criminaliza a sectores de la población. Porque los que más tienen aportan cada vez menos al bien común y los que menos poseen cargan cada vez con más peso y menos derechos... Porque es injusta.
La buena noticia es que la desigualdad, igual que se crea, se puede revertir. Sólo hace falta voluntad política y reglas que pongan el foco en las personas. Sobre todo en las más vulnerables para que tengan las mismas oportunidades de salida que les permitan llevar una vida plena y desarrollarse hasta máximo potencial. Se necesitan sistemas fiscales justos que recauden más de quienes más tienen. Y gobiernos que planifiquen sus gastos poniendo el foco, prioritariamente, en políticas públicas que reequilibren la balanza, como la educación y la sanidad universales y en crear redes de protección social.
La desigualdad es una opción política. No una desgracia divina. Pongámosle freno.
Siete de cada 10 personas del planeta viven hoy en países en los que la desigualdad se ha incrementado en los últimos 30 años. Pero desde el estallido de la crisis financiera, el ritmo de crecimiento de esta brecha se ha vuelto cada vez más endiablado. Algunos podrían pensar que, a río revuelto, ganancia de pescadores. O que algunos individuos están más capacitados para los negocios y sacar partido a sus cualidades. Nada más alejado de la realidad. La desigualdad se fabrica. Se planta, se riega y se la hace florecer con abonos artificiales.
A nivel global, la línea entre el poder político y el económico es tan fina, que ha desaparecido. Las reglas y las leyes se hacen para beneficiar a los que más tienen y en muchas ocasiones en detrimento de la mayoría de los ciudadanos. Lo hemos visto durante décadas en América Latina, en África o Asia. Pero no hay que ir muy lejos. Nuestro país está plagado de ejemplos recientes.
¿Porqué es tan perniciosa la desigualdad extrema? Porque crea sociedades duales, en las que unos pocos tienen mucho y una mayoría se hunde en la pobreza contra la que es mucho más difícil luchar. Porque socava los cimientos democráticos y las reglas del juego participativo. Porque incrementa la violencia y criminaliza a sectores de la población. Porque los que más tienen aportan cada vez menos al bien común y los que menos poseen cargan cada vez con más peso y menos derechos... Porque es injusta.
La buena noticia es que la desigualdad, igual que se crea, se puede revertir. Sólo hace falta voluntad política y reglas que pongan el foco en las personas. Sobre todo en las más vulnerables para que tengan las mismas oportunidades de salida que les permitan llevar una vida plena y desarrollarse hasta máximo potencial. Se necesitan sistemas fiscales justos que recauden más de quienes más tienen. Y gobiernos que planifiquen sus gastos poniendo el foco, prioritariamente, en políticas públicas que reequilibren la balanza, como la educación y la sanidad universales y en crear redes de protección social.
La desigualdad es una opción política. No una desgracia divina. Pongámosle freno.
Nota
Hoy es el Blog Action Day y miles de blogueros del mundo entero se han sumado a esta iniciativa para hablar de desigualdad, desde distintas perspectivas y distintos países.