Leyendo este verano me topé con Fernando Pessoa, mejor dicho, con su heterónimo Bernardo Soares, y su famosa expresión "mi patria es la lengua portuguesa". Una bonita frase que me hizo reflexionar, y ahí sigo. Así, descartada como patria mi lengua española, y también el inmenso espacio geográfico y cultural en el que vive y vibra con gran energía, o parte de él, y sin apenas dudar, creí que sólo Europa lo puede ser. Pero no cualquier Europa. La Europa que compartimos, soñamos y todavía construimos por encima de las viejas limitaciones nacionales. La Europa de Stefan Zweig, Claudio Magris, W. G. Sebald y tantos otros. Europeos apátridas que han dedicado su vida a reivindicar y poner en valor la gran cultura europea y el saber histórico acumulado en Europa, una tarea que me congratula y con la que me identifico.
Una Europa multilingüe que sólo puede ser cultura y democracia. Democracia, por supuesto, paz, seguridad y estabilidad garantizadas en el propio proceso de integración europeo. Un proceso que no debe abandonar jamás el objetivo último de unión política. La unión de una Europa que es su cultura.
Recorrer Europa es sin duda el mejor ejercicio que se puede recomendar en este tiempo en el que los valores que cohesionan a nuestra sociedad son sistemáticamente abandonados por casi todos, poderes públicos, medios de comunicación, ciudadanos.... La Europa culta, ordenada, la que todavía aprecia el valor inmaterial de los bienes culturales de todo tipo -artes plásticas y escénicas, literatura, cine, música, conservación del patrimonio... contrasta con la zafia realidad que vivimos cotidianamente.
Si recorrer Europa es altamente recomendable -aunque, ciertamente, no todo sea jauja, por supuesto-, en ocasiones el regreso es impactante, como suele escribir Javier Marías al terminar cada verano.
Y es que no se trata sólo del desprecio por la creación cultural en una sociedad materialista y excesivamente inculta. No, se trata de una sociedad en la que sus instituciones, sus gobiernos nacionales, regionales o locales se han volcado política y presupuestariamente en la fabricación de identidades oficiales que son el resultado de transacciones políticas, de acuerdos, y que lógicamente son falsas y artificiales. El nacionalismo, incluso el regionalismo en España, han exagerado la construcción de identidades autonómicas o nacionales diferenciadas hasta tal punto que han generado una nueva categoría de ciudadanos desarraigados, incapaces de identificarse con los esquemas provincianos dominantes. Esas identidades pactadas, diseñadas, han cristalizado en nuevas tradiciones protocolarias y festivas, han primado determinadas expresiones culturales no precisamente vanguardistas -fiestas patronales, barbaridades taurinas-, y han servido para reforzar la confesionalidad de innumerables actos públicos. Por ello, abrazar la patria europea, hacer de su diversidad y riqueza cultural la identidad de uno es, no obstante, un ejercicio irreversible que lo convierte en extraño.
En tiempos de profunda desafección política y con la política, sólo Europa permitirá recuperar a los individuos y colectivos que se sienten desarraigados. Una Europa inclusiva, moderna, tolerante, que desde un federalismo abierto e incluyente permita sentirnos partícipes de un mismo proyecto. Porque somos muchos los que creemos en la ciudadanía como expresión de libertades y derechos públicos y no de identidades oficiales. Ese desarraigo no es sino la expresión, la materialización, de ese sentir que sabe distinguir entre lo individual y lo colectivo, dejando todo lo identitario en la más absoluta intimidad de cada uno.
No se me ocurre una forma mejor de patriotismo que aquel en el que la bandera sean los derechos, las instituciones, las libertades. Una patria europea de identidades múltiples en un mundo cosmopolita en el que cada individuo construye y elige su identidad desde el respeto de la diversidad.
Hoy se rompen los valores europeos porque las élites, o al menos aquellos que nos lideran, han abandonado el cultivo inmaterial cultural para apostar por la acumulación consumista y superficial, la especulación y las burbujas. Un acopio que consideran imprescindible para mantener su estatus frente a las élites de otros lugares en un mundo globalizado. Una acumulación material que en Europa provoca desigualdad, injusticia, inseguridad, la ruptura del pacto social y la pérdida de su sustento cultural. Y sin cultura Europa se deshace. Sin cultura la desigualdad nos derrota, y Europa se vuelve a partir. Unas élites que cuando toman sus decisiones no tienen en cuenta los intereses europeos y la perspectiva europea de integración.
Sin cultura, Europa cae en el peor materialismo. La cultura da forma a la razón. Es más, la cultura es el espíritu de la razón. La creación alimenta el espíritu cultivado. Exige educación, sí, y optar desde la preferencia por los valores inmateriales.
Aunque no es sólo la exhibición consumista. Stefan Zweig nos recuerda en El Mundo de Ayer cómo por su vida han galopado todos los "corceles amarillentos del Apocalipsis, (...) y sobre todo, la peor de todas las pestes, el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea".
También es apátrida europea la abuela Anka de Claudio Magris en Danubio. Y W. G. Sebald, que escribe en Vértigo: "No había nada que deseara más fervientemente que pertenecer a otra nación, o mejor aún, no pertenecer a ninguna". Y tantos más. Y es a ellos a los que hay que seguir, y no a Artur Mas, Alex Salmond o Umberto Bossi, como tampoco a los que defienden la petrificación de los viejos Estados nación.
Nosotros también hemos aportado apátridas europeos de relevancia, Jorge Semprún, Salvador de Madariaga, para los que el exilio, aunque fuera indeseado, los situó en un camino que ahora deberemos emprender voluntariamente. Y antes incluso, desde nuestro país, Ortega y Gasset, sin llegar tan lejos, defendió la necesidad de crear una interpretación española del mundo para superar nuestro retraso utilizando para ello las herramientas que sólo nos da Europa, "la cultura, en términos generales", decía, "y en particular las ciencias creadas desde Europa".
Europa, mi patria, la que había elegido mi corazón, como escribió también Zweig. Europa, que acoge mejor que ninguna otra realidad el better together del referéndum escocés. Europa, sobre cuyas instituciones tanto desconfían los ciudadanos, pero cuya estabilidad y cobijo dan por descontado cuando emprenden irresponsables aventuras.
Una Europa multilingüe que sólo puede ser cultura y democracia. Democracia, por supuesto, paz, seguridad y estabilidad garantizadas en el propio proceso de integración europeo. Un proceso que no debe abandonar jamás el objetivo último de unión política. La unión de una Europa que es su cultura.
Recorrer Europa es sin duda el mejor ejercicio que se puede recomendar en este tiempo en el que los valores que cohesionan a nuestra sociedad son sistemáticamente abandonados por casi todos, poderes públicos, medios de comunicación, ciudadanos.... La Europa culta, ordenada, la que todavía aprecia el valor inmaterial de los bienes culturales de todo tipo -artes plásticas y escénicas, literatura, cine, música, conservación del patrimonio... contrasta con la zafia realidad que vivimos cotidianamente.
Si recorrer Europa es altamente recomendable -aunque, ciertamente, no todo sea jauja, por supuesto-, en ocasiones el regreso es impactante, como suele escribir Javier Marías al terminar cada verano.
Y es que no se trata sólo del desprecio por la creación cultural en una sociedad materialista y excesivamente inculta. No, se trata de una sociedad en la que sus instituciones, sus gobiernos nacionales, regionales o locales se han volcado política y presupuestariamente en la fabricación de identidades oficiales que son el resultado de transacciones políticas, de acuerdos, y que lógicamente son falsas y artificiales. El nacionalismo, incluso el regionalismo en España, han exagerado la construcción de identidades autonómicas o nacionales diferenciadas hasta tal punto que han generado una nueva categoría de ciudadanos desarraigados, incapaces de identificarse con los esquemas provincianos dominantes. Esas identidades pactadas, diseñadas, han cristalizado en nuevas tradiciones protocolarias y festivas, han primado determinadas expresiones culturales no precisamente vanguardistas -fiestas patronales, barbaridades taurinas-, y han servido para reforzar la confesionalidad de innumerables actos públicos. Por ello, abrazar la patria europea, hacer de su diversidad y riqueza cultural la identidad de uno es, no obstante, un ejercicio irreversible que lo convierte en extraño.
En tiempos de profunda desafección política y con la política, sólo Europa permitirá recuperar a los individuos y colectivos que se sienten desarraigados. Una Europa inclusiva, moderna, tolerante, que desde un federalismo abierto e incluyente permita sentirnos partícipes de un mismo proyecto. Porque somos muchos los que creemos en la ciudadanía como expresión de libertades y derechos públicos y no de identidades oficiales. Ese desarraigo no es sino la expresión, la materialización, de ese sentir que sabe distinguir entre lo individual y lo colectivo, dejando todo lo identitario en la más absoluta intimidad de cada uno.
No se me ocurre una forma mejor de patriotismo que aquel en el que la bandera sean los derechos, las instituciones, las libertades. Una patria europea de identidades múltiples en un mundo cosmopolita en el que cada individuo construye y elige su identidad desde el respeto de la diversidad.
Hoy se rompen los valores europeos porque las élites, o al menos aquellos que nos lideran, han abandonado el cultivo inmaterial cultural para apostar por la acumulación consumista y superficial, la especulación y las burbujas. Un acopio que consideran imprescindible para mantener su estatus frente a las élites de otros lugares en un mundo globalizado. Una acumulación material que en Europa provoca desigualdad, injusticia, inseguridad, la ruptura del pacto social y la pérdida de su sustento cultural. Y sin cultura Europa se deshace. Sin cultura la desigualdad nos derrota, y Europa se vuelve a partir. Unas élites que cuando toman sus decisiones no tienen en cuenta los intereses europeos y la perspectiva europea de integración.
Sin cultura, Europa cae en el peor materialismo. La cultura da forma a la razón. Es más, la cultura es el espíritu de la razón. La creación alimenta el espíritu cultivado. Exige educación, sí, y optar desde la preferencia por los valores inmateriales.
Aunque no es sólo la exhibición consumista. Stefan Zweig nos recuerda en El Mundo de Ayer cómo por su vida han galopado todos los "corceles amarillentos del Apocalipsis, (...) y sobre todo, la peor de todas las pestes, el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea".
También es apátrida europea la abuela Anka de Claudio Magris en Danubio. Y W. G. Sebald, que escribe en Vértigo: "No había nada que deseara más fervientemente que pertenecer a otra nación, o mejor aún, no pertenecer a ninguna". Y tantos más. Y es a ellos a los que hay que seguir, y no a Artur Mas, Alex Salmond o Umberto Bossi, como tampoco a los que defienden la petrificación de los viejos Estados nación.
Nosotros también hemos aportado apátridas europeos de relevancia, Jorge Semprún, Salvador de Madariaga, para los que el exilio, aunque fuera indeseado, los situó en un camino que ahora deberemos emprender voluntariamente. Y antes incluso, desde nuestro país, Ortega y Gasset, sin llegar tan lejos, defendió la necesidad de crear una interpretación española del mundo para superar nuestro retraso utilizando para ello las herramientas que sólo nos da Europa, "la cultura, en términos generales", decía, "y en particular las ciencias creadas desde Europa".
Europa, mi patria, la que había elegido mi corazón, como escribió también Zweig. Europa, que acoge mejor que ninguna otra realidad el better together del referéndum escocés. Europa, sobre cuyas instituciones tanto desconfían los ciudadanos, pero cuya estabilidad y cobijo dan por descontado cuando emprenden irresponsables aventuras.