Los datos sobre simpatía hacia el independentismo en Cataluña indican que durante los primeros años de este siglo y en la década de los noventa se mantuvo, con altibajos, entre el treinta y el treinta y cinco por ciento. Si la encuesta planteaba la opción federal, el independentismo caía hasta el veinte por ciento, o algo por debajo. Es a partir del año 2010 cuando, de manera brusca, el independentismo escala en las preferencias de los catalanes hasta convertirse en la primera opción. Gana diez, doce, quince, veinte, treinta puntos. Como es lógico, paralelamente desciende la preferencia de los catalanes por el federalismo y por el autonomismo.
Ese salto brusco a partir de 2010 encaja mal con la atribución del auge independentista a una labor de adoctrinamiento escolar, a una continuada propaganda de los medios de comunicación o, en general, a una evolución lógica del nacionalismo.
¿Qué sucedió entre 2010 y 2012? Políticamente, el hundimiento de las marcas PSC y PSOE, que aglutinaban a muchos catalanes en las opciones federal y autonomista: el final agónico del Gobierno tripartito de José Montilla y el descalabro del PSOE de Zapatero. La sentencia del tribunal Constitucional sobre el Estatut. Una crisis económica de intensidad desconocida que provoca gran desconcierto político y pérdida de confianza en las instituciones. El movimiento de los indignados. Una crisis política europea que aumenta la percepción de que las decisiones se toman en centros de poder alejados del voto. Todo en dos años (curiosamente, fueron dos años de una crispación sin precedentes en los enfrentamientos futbolísticos entre el Barça y el Real Madrid: ¡se temió por el futuro de La Roja!).
Ese fue el bienio del drástico desmoronamiento de las simpatías hacia el autonomismo y el federalismo, y del crecimiento del independentismo en Cataluña. Al margen de que la escuela catalana y los medios catalanes sean buenos o malos, no concuerda un acelerón independentista con un adoctrinamiento paulatino de la población.
Precisamente la mayor debilidad del independentismo catalán pudiera estar en que su mayoría actual fuera circunstancial. Examinando los mismos datos desde otro punto de vista, si a partir de 2010 las mayorías cambiaron de manera tan brusca, no es descartable que en el futuro puedan volver a cambiar, pero en dirección contraria.
Se solicita un referéndum para el 9 de noviembre de 2014. Supóngase que se celebra, que gana el sí y se proclama la independencia. ¿Qué debería hacerse si tres años después se invirtiera la tendencia? Es de suponer que en Cataluña seguiría existiendo el derecho a decidir (no lo irían a prohibir sus impulsores) por lo que, lamentablemente, la cuestión catalana no quedaría zanjada y podríamos vernos abocados a sucesivos procesos de independencia y redependencia, con el consiguiente desgaste de la paciencia de andorranos y portugueses, invitados al futuro Consejo Ibérico ideado por los asesores de Mas.
El presidente catalán plantea, sin concretar, la necesidad de que el sí a la independencia tuviera una mayoría clara en un hipotético referéndum. En cambio, el líder de ERC, Oriol Junqueras, está dispuesto a proclamar la independencia con la mitad más uno del Parlament de Catalunya, una afirmación que parece descartar la hipótesis de que en las siguientes elecciones se diera un más uno de unionistas.
En definitiva, ¿son estables las mayorías independentistas que apuntan las encuestas, o son coyunturales? ¿Se materializarían las simpatías demoscópicas ante una decisión realmente vinculante? Solo hay una forma de conocer la respuesta a la primera pregunta: el paso del tiempo. A la segunda sólo podría responder un referéndum inequívoco: sí o no. Esto último no parece verosímil a corto plazo.
Por lo tanto, nos espera una sucesión de convocatorias electorales (europeas, municipales, generales y autonómicas) con la independencia como tema central, precisamente a causa de que no puede ser tema central. Algo parecido le sucedió a Dios cuando comunicó a Adán y Eva que podían decidirlo todo menos lo del manzano. ¿A dónde fueron Eva y Adán? Al manzano.
En cada convocatoria electoral, nos encontraremos con dos debates fundidos en uno: si la independencia de Cataluña es buena o mala idea y si los catalanes podemos decidirla unilateralmente. Son dos debates distintos, y su mezcla en la discusión mediática ofrece resultados curiosos.
Cada vez que alguien argumenta contra la independencia, por más peso que tengan sus razones, está favoreciendo la posición de quienes, en el segundo debate, defienden el derecho a decidir. Según las encuestas que conocemos, en Cataluña los unionistas pierden los dos debates: el de la independencia por márgenes de 55-45, más o menos según las encuestas, y el del derecho a decidir por un abrumador 80-20. Los unionistas pueden aspirar a dar la vuelta al primer tanteo, pero para ello tienen que argumentar, y si argumentan están evidenciando su derrota en el segundo.
Le sucede al Gobierno de España, cuando sostiene que la unidad es lo mejor, que la unidad es la única opción posible y que la decisión sobre la unidad corresponde a todos los españoles. Cada una de las tres afirmaciones podría tener sentido por sí sola, pero las tres a la vez, no. Si es la mejor, no puede ser la única, y si el problema es que corresponde decidirlo a todos los españoles, se resolvería convocando un referéndum en toda España, no obviándolo, ya que no es lo mismo argumentar que la soberanía corresponde a todos que decir que no corresponde a nadie.
¿Es posible convencer a un cuarenta o cincuenta por ciento de catalanes de que están equivocados, porque lo auténticamente democrático es no votar nunca lo que quieren votar? Nunca es una jartá de tiempo. Si durante quince, veinte, cuarenta, trescientas, o mil convocatorias electorales se repitiera una mayoría independentista clara en Cataluña, ¿no habría fórmula institucional que diera salida a tanto tesón? Imaginemos el simposio histórico Cataluña-España del año 6.714: "Cinco mil años de opresión, de Felipe V a Ganímedes II".
En sentido contrario, ¿es ahora, en medio de una gran turbulencia política y económica, el momento adecuado para tomar una decisión de trascendencia histórica, según la califican sus promotores? Y si no es ahora, ¿cuándo? ¿Nunca?
El Gobierno de Mariano Rajoy opta por provocar la duda en el veinte o treinta por ciento de independentistas recientes. Si desaparece la mayoría independentista de las encuestas, parece suponer el Gobierno, se reducirá la presión para someter la independencia a votación. Ganando el segundo debate, desaparece el primero.
La fórmula elegida para dar la vuelta al tanteo demoscópico es la vinculación del independentismo a imágenes negativas y muy negativas: Cataluña fuera de Europa, no se podrán pagar las pensiones, quiebra general, huida de las empresas, cierre de bancos, pobreza, totalitarismo nazi, niños con dos cabezas y eventual reaparición de los dinosaurios.
El riesgo de esta práctica está en la sobredosis de miedina. Ningún catalán desea salir de la Unión Europea, pero llamar nazi a tu vecino tampoco es agradable, y menos a tu hijo, que fue a la mani del 11-S, a tu hermana, al panadero, a tu padre, etcétera. Si tienes que confesar un pasado nazi, cuesta regresar al unionismo. El segundo riesgo está en que, quienes resistan en el independentismo, difícilmente volverán a ver España como proyecto común. Este tratamiento de choque puede bajar la fiebre hasta el 40%, pero será un 40% irreductible y cerrado a cualquier proyecto de España.
¿Por qué razones alguien recientemente convencido por el independentismo regresaría al unionismo? Por miedo, por resignación o por ilusión en un proyecto alternativo español. Para los dos primeros motivos parece que sobran argumentos. El tercero cuesta un poquito más. ¿Y por qué razones un español harto de la murga catalana aceptaría un nuevo pacto territorial? Por miedo, por resignación o por ilusión en un proyecto común.
Como es sabido, el independentismo procura fijar una imagen ultranegativa de España: roba, impide la libertad, es casposa, rancia, atrasada, antidemocrática, país de baja calidad, no trabaja, vive de las subvenciones, es medio facha, tienen niños con dos cabezas y conviven con dinosaurios. Además, se proyecta una imagen ultrapositiva de la Cataluña independiente: seremos ricos, bajará el paro, subirán las pensiones y, agárrense, lo dijo literalmente Artur Mas, se combatirá mejor la corrupción política. Quizá Cataluña salga de la Unión Europea, pero será transitorio. Ni se notará. Fuera dentro. Plis plas.
Es difícil contratacar con una imagen ultrapositiva de España, por razones obvias: porque España es la realidad presente. Con todo, dice el ministro de Hacienda que pronto seremos el asombro del mundo, se pronostica que seremos la nueva Alemania, que vamos a volver "donde nos corresponde" y que en el próximo anuncio de Campofrío saldrá Angela Merkel pidiéndonos prestado.
En la pasada Nochebuena el Rey se apuntó a la tercera vía: "La actualización de los acuerdos de convivencia". Más tarde o más temprano habrá que hacerlo. La dificultad política está, justamente, en cuánto más tarde o más temprano. ¿Ahora, en el momento de mayor apogeo del independentismo de los últimos treinta años? ¿Un poquito más adelante, por si baja? ¿Y si sube? No es lo mismo actualizar con un 40-60 que con un 60-40. ¿Y cómo se actualiza? ¿A ojo de buen cubero, según encuestas, según elecciones, por los datos de un referéndum consultivo?
Estamos en guerra demoscópica, y como en todas las guerras, la primera víctima es la verdad. Es la parte cómica de todo esto. Hace apenas quince meses, habiéndose proclamado ya independentista, Artur Mas dijo: "No buscamos una independencia clásica, porque nos quedaríamos fuera de Europa y del euro". Hoy propugna la independencia clásica y minimiza el riesgo de quedar fuera de la UE. No se sabe si sigue vigente su idea de ejército compartido "con España, con la OTAN o con quien sea" (son palabras literales). Recientemente ha admitido que la pregunta ideada para el referéndum provoca "un poco de confusión", porque "no se dedicó mucho tiempo a pensar en cómo contar los votos".
Por su parte, la diplomacia española puede explicar a nuestros aliados que la petición catalana no tiene sentido, porque el Gobierno de Mariano Rajoy acepta hablar de todo, salvo de la consulta. Bueno, de pacto fiscal tampoco. Ni de la financiación, porque no toca. Ni de la reforma constitucional, porque no hay apoyos. Pero vamos, salvo de la consulta, el pacto fiscal, la financiación y la reforma constitucional, Rajoy acepta hablar de todo.
Es inútil buscar lógica, ni punto intermedio. El Gobierno catalán promueve una independencia inmediata basándose en mayorías muy recientes, y en contra se argumenta con apelaciones al infinito: España nunca se romperá. Podría pensarse que, entre el 9 de noviembre de 2014 y el momento en que la Tierra será absorbida por el Sol en el fin de nuestro mundo, existe un margen para la política.
Estamos a primeros de año: seamos optimistas. No descartemos la posibilidad de regresar a un escenario demoscópico previo a 2010. No al mismo escenario político; eso seguramente es imposible. Regresar al escenario anterior a 2010 significaría que una mayoría de catalanes y una mayoría de españoles estamos razonablemente de acuerdo con la realidad, y que nuestros políticos, sí, es verdad, siguen diciendo cosas disparatadas, pero no tantas como ahora, cuando nos empujan a tomar partido entre fachas y nazis.
Ese salto brusco a partir de 2010 encaja mal con la atribución del auge independentista a una labor de adoctrinamiento escolar, a una continuada propaganda de los medios de comunicación o, en general, a una evolución lógica del nacionalismo.
¿Qué sucedió entre 2010 y 2012? Políticamente, el hundimiento de las marcas PSC y PSOE, que aglutinaban a muchos catalanes en las opciones federal y autonomista: el final agónico del Gobierno tripartito de José Montilla y el descalabro del PSOE de Zapatero. La sentencia del tribunal Constitucional sobre el Estatut. Una crisis económica de intensidad desconocida que provoca gran desconcierto político y pérdida de confianza en las instituciones. El movimiento de los indignados. Una crisis política europea que aumenta la percepción de que las decisiones se toman en centros de poder alejados del voto. Todo en dos años (curiosamente, fueron dos años de una crispación sin precedentes en los enfrentamientos futbolísticos entre el Barça y el Real Madrid: ¡se temió por el futuro de La Roja!).
Ese fue el bienio del drástico desmoronamiento de las simpatías hacia el autonomismo y el federalismo, y del crecimiento del independentismo en Cataluña. Al margen de que la escuela catalana y los medios catalanes sean buenos o malos, no concuerda un acelerón independentista con un adoctrinamiento paulatino de la población.
Precisamente la mayor debilidad del independentismo catalán pudiera estar en que su mayoría actual fuera circunstancial. Examinando los mismos datos desde otro punto de vista, si a partir de 2010 las mayorías cambiaron de manera tan brusca, no es descartable que en el futuro puedan volver a cambiar, pero en dirección contraria.
Se solicita un referéndum para el 9 de noviembre de 2014. Supóngase que se celebra, que gana el sí y se proclama la independencia. ¿Qué debería hacerse si tres años después se invirtiera la tendencia? Es de suponer que en Cataluña seguiría existiendo el derecho a decidir (no lo irían a prohibir sus impulsores) por lo que, lamentablemente, la cuestión catalana no quedaría zanjada y podríamos vernos abocados a sucesivos procesos de independencia y redependencia, con el consiguiente desgaste de la paciencia de andorranos y portugueses, invitados al futuro Consejo Ibérico ideado por los asesores de Mas.
El presidente catalán plantea, sin concretar, la necesidad de que el sí a la independencia tuviera una mayoría clara en un hipotético referéndum. En cambio, el líder de ERC, Oriol Junqueras, está dispuesto a proclamar la independencia con la mitad más uno del Parlament de Catalunya, una afirmación que parece descartar la hipótesis de que en las siguientes elecciones se diera un más uno de unionistas.
En definitiva, ¿son estables las mayorías independentistas que apuntan las encuestas, o son coyunturales? ¿Se materializarían las simpatías demoscópicas ante una decisión realmente vinculante? Solo hay una forma de conocer la respuesta a la primera pregunta: el paso del tiempo. A la segunda sólo podría responder un referéndum inequívoco: sí o no. Esto último no parece verosímil a corto plazo.
Por lo tanto, nos espera una sucesión de convocatorias electorales (europeas, municipales, generales y autonómicas) con la independencia como tema central, precisamente a causa de que no puede ser tema central. Algo parecido le sucedió a Dios cuando comunicó a Adán y Eva que podían decidirlo todo menos lo del manzano. ¿A dónde fueron Eva y Adán? Al manzano.
En cada convocatoria electoral, nos encontraremos con dos debates fundidos en uno: si la independencia de Cataluña es buena o mala idea y si los catalanes podemos decidirla unilateralmente. Son dos debates distintos, y su mezcla en la discusión mediática ofrece resultados curiosos.
Cada vez que alguien argumenta contra la independencia, por más peso que tengan sus razones, está favoreciendo la posición de quienes, en el segundo debate, defienden el derecho a decidir. Según las encuestas que conocemos, en Cataluña los unionistas pierden los dos debates: el de la independencia por márgenes de 55-45, más o menos según las encuestas, y el del derecho a decidir por un abrumador 80-20. Los unionistas pueden aspirar a dar la vuelta al primer tanteo, pero para ello tienen que argumentar, y si argumentan están evidenciando su derrota en el segundo.
Le sucede al Gobierno de España, cuando sostiene que la unidad es lo mejor, que la unidad es la única opción posible y que la decisión sobre la unidad corresponde a todos los españoles. Cada una de las tres afirmaciones podría tener sentido por sí sola, pero las tres a la vez, no. Si es la mejor, no puede ser la única, y si el problema es que corresponde decidirlo a todos los españoles, se resolvería convocando un referéndum en toda España, no obviándolo, ya que no es lo mismo argumentar que la soberanía corresponde a todos que decir que no corresponde a nadie.
¿Es posible convencer a un cuarenta o cincuenta por ciento de catalanes de que están equivocados, porque lo auténticamente democrático es no votar nunca lo que quieren votar? Nunca es una jartá de tiempo. Si durante quince, veinte, cuarenta, trescientas, o mil convocatorias electorales se repitiera una mayoría independentista clara en Cataluña, ¿no habría fórmula institucional que diera salida a tanto tesón? Imaginemos el simposio histórico Cataluña-España del año 6.714: "Cinco mil años de opresión, de Felipe V a Ganímedes II".
En sentido contrario, ¿es ahora, en medio de una gran turbulencia política y económica, el momento adecuado para tomar una decisión de trascendencia histórica, según la califican sus promotores? Y si no es ahora, ¿cuándo? ¿Nunca?
El Gobierno de Mariano Rajoy opta por provocar la duda en el veinte o treinta por ciento de independentistas recientes. Si desaparece la mayoría independentista de las encuestas, parece suponer el Gobierno, se reducirá la presión para someter la independencia a votación. Ganando el segundo debate, desaparece el primero.
La fórmula elegida para dar la vuelta al tanteo demoscópico es la vinculación del independentismo a imágenes negativas y muy negativas: Cataluña fuera de Europa, no se podrán pagar las pensiones, quiebra general, huida de las empresas, cierre de bancos, pobreza, totalitarismo nazi, niños con dos cabezas y eventual reaparición de los dinosaurios.
El riesgo de esta práctica está en la sobredosis de miedina. Ningún catalán desea salir de la Unión Europea, pero llamar nazi a tu vecino tampoco es agradable, y menos a tu hijo, que fue a la mani del 11-S, a tu hermana, al panadero, a tu padre, etcétera. Si tienes que confesar un pasado nazi, cuesta regresar al unionismo. El segundo riesgo está en que, quienes resistan en el independentismo, difícilmente volverán a ver España como proyecto común. Este tratamiento de choque puede bajar la fiebre hasta el 40%, pero será un 40% irreductible y cerrado a cualquier proyecto de España.
¿Por qué razones alguien recientemente convencido por el independentismo regresaría al unionismo? Por miedo, por resignación o por ilusión en un proyecto alternativo español. Para los dos primeros motivos parece que sobran argumentos. El tercero cuesta un poquito más. ¿Y por qué razones un español harto de la murga catalana aceptaría un nuevo pacto territorial? Por miedo, por resignación o por ilusión en un proyecto común.
Como es sabido, el independentismo procura fijar una imagen ultranegativa de España: roba, impide la libertad, es casposa, rancia, atrasada, antidemocrática, país de baja calidad, no trabaja, vive de las subvenciones, es medio facha, tienen niños con dos cabezas y conviven con dinosaurios. Además, se proyecta una imagen ultrapositiva de la Cataluña independiente: seremos ricos, bajará el paro, subirán las pensiones y, agárrense, lo dijo literalmente Artur Mas, se combatirá mejor la corrupción política. Quizá Cataluña salga de la Unión Europea, pero será transitorio. Ni se notará. Fuera dentro. Plis plas.
Es difícil contratacar con una imagen ultrapositiva de España, por razones obvias: porque España es la realidad presente. Con todo, dice el ministro de Hacienda que pronto seremos el asombro del mundo, se pronostica que seremos la nueva Alemania, que vamos a volver "donde nos corresponde" y que en el próximo anuncio de Campofrío saldrá Angela Merkel pidiéndonos prestado.
En la pasada Nochebuena el Rey se apuntó a la tercera vía: "La actualización de los acuerdos de convivencia". Más tarde o más temprano habrá que hacerlo. La dificultad política está, justamente, en cuánto más tarde o más temprano. ¿Ahora, en el momento de mayor apogeo del independentismo de los últimos treinta años? ¿Un poquito más adelante, por si baja? ¿Y si sube? No es lo mismo actualizar con un 40-60 que con un 60-40. ¿Y cómo se actualiza? ¿A ojo de buen cubero, según encuestas, según elecciones, por los datos de un referéndum consultivo?
Estamos en guerra demoscópica, y como en todas las guerras, la primera víctima es la verdad. Es la parte cómica de todo esto. Hace apenas quince meses, habiéndose proclamado ya independentista, Artur Mas dijo: "No buscamos una independencia clásica, porque nos quedaríamos fuera de Europa y del euro". Hoy propugna la independencia clásica y minimiza el riesgo de quedar fuera de la UE. No se sabe si sigue vigente su idea de ejército compartido "con España, con la OTAN o con quien sea" (son palabras literales). Recientemente ha admitido que la pregunta ideada para el referéndum provoca "un poco de confusión", porque "no se dedicó mucho tiempo a pensar en cómo contar los votos".
Por su parte, la diplomacia española puede explicar a nuestros aliados que la petición catalana no tiene sentido, porque el Gobierno de Mariano Rajoy acepta hablar de todo, salvo de la consulta. Bueno, de pacto fiscal tampoco. Ni de la financiación, porque no toca. Ni de la reforma constitucional, porque no hay apoyos. Pero vamos, salvo de la consulta, el pacto fiscal, la financiación y la reforma constitucional, Rajoy acepta hablar de todo.
Es inútil buscar lógica, ni punto intermedio. El Gobierno catalán promueve una independencia inmediata basándose en mayorías muy recientes, y en contra se argumenta con apelaciones al infinito: España nunca se romperá. Podría pensarse que, entre el 9 de noviembre de 2014 y el momento en que la Tierra será absorbida por el Sol en el fin de nuestro mundo, existe un margen para la política.
Estamos a primeros de año: seamos optimistas. No descartemos la posibilidad de regresar a un escenario demoscópico previo a 2010. No al mismo escenario político; eso seguramente es imposible. Regresar al escenario anterior a 2010 significaría que una mayoría de catalanes y una mayoría de españoles estamos razonablemente de acuerdo con la realidad, y que nuestros políticos, sí, es verdad, siguen diciendo cosas disparatadas, pero no tantas como ahora, cuando nos empujan a tomar partido entre fachas y nazis.