Este texto también está disponible en catalán
Muchas personas saben por amarga experiencia que cuando alguien les dice una frase como «no te dejaré nunca» o «te querré siempre», ya pueden ponerse a temblar: es más que probable que acto seguido las dejen, o no acaben de entender a qué tipo de amor se refería quien se lo estaba asegurando.
En tiempos pretéritos y felices, cuando en los institutos se hacía nocturno, la asistencia de una parte del alumnado era, por decirlo de una manera elegante, intermitente y errática. De vez en cuando, al finalizar una clase se te acercaba una chica, un chico, y te decía que hasta el momento no había podido asistir a clase por tal o cual razón, pero que a partir de este momento vendría ya siempre. Lo más seguro es que no le vieras nunca más el pelo.
Todo un clásico. Por eso no es extraño que Rajoy, en el discurso de investidura del diciembre del 2011 asegurara solemnemente que no engañaría nunca -«decir siempre la verdad, aunque duela, sin adornos y sin excusas: llamar al pan, pan, y al vino, vino»- y que justo a partir de ese momento empezara a espetar infantiles eufemismos.
Analizarlos sería un trabajo infinito, aunque seguramente entretenido. A bote pronto, dos tipologías destacan. Ambas contravienen gravemente el principio de economía.
Por un lado, la ampulosidad, quizás un tic de registrador de la propiedad de provincias. Expresiones como «crea usted lo que juzgue conveniente y oportuna», «como no podía ser de otro modo», etc., practicadas y secundadas por miembros de su Gobierno o afines. Así, Mato hablando del Ebola: «Tengan la seguridad de que este Gobierno tomará todas y cada una de las medidas necesarias»; Montoro, con algo más de intención, habla de «crecimiento negativo» o Torres-Dulce, ya con mucha más intención, adjetiva con expresiones como «escrupulosamente» o «con todo rigor» la vigilancia sobre el proceso soberanista, pero apela a la «prudencia» cuando habla del tratamiento en el caso de las tarjetas negras. Rajoy alcanza el colmo de esta primera vena con la florida frase: «no caben ni astucias, ni atajos, ni añagazas», sorprendentemente no para referirse a las negras tarjetas sino al derecho de autodeterminación. Si se tiene en cuenta que lo dijo en Brujas, además de compadecer a la gente encargada de la traducción simultánea, es lícito preguntarse para quién hablaba.
Por otro, está la incapacidad extrema de decir las cosas por su nombre, como si tuviera miedo de caer fulminado (o le doliera). Las dos últimas son de bandera. Supera cualquier expectativa que se refiriese a Rato, compiche, amigo y correligionario de toda la vida, como «esa persona de la que usted me habla» o bautizara algunos de los casos gravísimos de corrupción de este modo: «ya sé que se han producido algunas cosas que no nos gustaría que se produjeran en los últimos tiempos [...] pero unas pocas cosas no son 46.000.000 españoles ni el conjunto de España». El desorden sintáctico de la frase no deja claro si «algunas cosas» que pasaron antes de los «últimos tiempos» --por ejemplo, la Gürtel o el caso Barcenas--, no le desagradan tanto. Finalmente, repartir «unas pocas cosas» entre toda la población española y no entre los partidos de la casta, es decir, atribuir a todo el mundo, más que «un adorno» o «una excusa», es mala fe manifiesta.
Eufémico pero claro. Otra correligionaria suya, de Cospedal, casi le eclipsa puesto que, hablando de cuando se tomaría una decisión sobre Rato, soltó que se produciría «dentro del ámbito de la rapidez». Es más comprensible este titular de un suplemento de un periódico: «El antígeno HLA-B27 presente en el 95% de las espondilitis anquilosantes»; al menos, siempre queda la esperanza de que, una vez leído, se entienda de qué va. Que la rapidez se haya transmutado en un ámbito es bastante más difícil de digerir.
Muchas personas saben por amarga experiencia que cuando alguien les dice una frase como «no te dejaré nunca» o «te querré siempre», ya pueden ponerse a temblar: es más que probable que acto seguido las dejen, o no acaben de entender a qué tipo de amor se refería quien se lo estaba asegurando.
En tiempos pretéritos y felices, cuando en los institutos se hacía nocturno, la asistencia de una parte del alumnado era, por decirlo de una manera elegante, intermitente y errática. De vez en cuando, al finalizar una clase se te acercaba una chica, un chico, y te decía que hasta el momento no había podido asistir a clase por tal o cual razón, pero que a partir de este momento vendría ya siempre. Lo más seguro es que no le vieras nunca más el pelo.
Todo un clásico. Por eso no es extraño que Rajoy, en el discurso de investidura del diciembre del 2011 asegurara solemnemente que no engañaría nunca -«decir siempre la verdad, aunque duela, sin adornos y sin excusas: llamar al pan, pan, y al vino, vino»- y que justo a partir de ese momento empezara a espetar infantiles eufemismos.
Analizarlos sería un trabajo infinito, aunque seguramente entretenido. A bote pronto, dos tipologías destacan. Ambas contravienen gravemente el principio de economía.
Por un lado, la ampulosidad, quizás un tic de registrador de la propiedad de provincias. Expresiones como «crea usted lo que juzgue conveniente y oportuna», «como no podía ser de otro modo», etc., practicadas y secundadas por miembros de su Gobierno o afines. Así, Mato hablando del Ebola: «Tengan la seguridad de que este Gobierno tomará todas y cada una de las medidas necesarias»; Montoro, con algo más de intención, habla de «crecimiento negativo» o Torres-Dulce, ya con mucha más intención, adjetiva con expresiones como «escrupulosamente» o «con todo rigor» la vigilancia sobre el proceso soberanista, pero apela a la «prudencia» cuando habla del tratamiento en el caso de las tarjetas negras. Rajoy alcanza el colmo de esta primera vena con la florida frase: «no caben ni astucias, ni atajos, ni añagazas», sorprendentemente no para referirse a las negras tarjetas sino al derecho de autodeterminación. Si se tiene en cuenta que lo dijo en Brujas, además de compadecer a la gente encargada de la traducción simultánea, es lícito preguntarse para quién hablaba.
Por otro, está la incapacidad extrema de decir las cosas por su nombre, como si tuviera miedo de caer fulminado (o le doliera). Las dos últimas son de bandera. Supera cualquier expectativa que se refiriese a Rato, compiche, amigo y correligionario de toda la vida, como «esa persona de la que usted me habla» o bautizara algunos de los casos gravísimos de corrupción de este modo: «ya sé que se han producido algunas cosas que no nos gustaría que se produjeran en los últimos tiempos [...] pero unas pocas cosas no son 46.000.000 españoles ni el conjunto de España». El desorden sintáctico de la frase no deja claro si «algunas cosas» que pasaron antes de los «últimos tiempos» --por ejemplo, la Gürtel o el caso Barcenas--, no le desagradan tanto. Finalmente, repartir «unas pocas cosas» entre toda la población española y no entre los partidos de la casta, es decir, atribuir a todo el mundo, más que «un adorno» o «una excusa», es mala fe manifiesta.
Eufémico pero claro. Otra correligionaria suya, de Cospedal, casi le eclipsa puesto que, hablando de cuando se tomaría una decisión sobre Rato, soltó que se produciría «dentro del ámbito de la rapidez». Es más comprensible este titular de un suplemento de un periódico: «El antígeno HLA-B27 presente en el 95% de las espondilitis anquilosantes»; al menos, siempre queda la esperanza de que, una vez leído, se entienda de qué va. Que la rapidez se haya transmutado en un ámbito es bastante más difícil de digerir.