Sin duda, la redifinición de la relación de Catalunya con el resto de España se ha convertido en uno de los problemas políticos más graves desde la restauración de la democracia en nuestro país. La movilización de más de 2,3 millones de personas en el proceso participativo del pasado 9 de noviembre es una prueba suficientemente elocuente del calibre que ha adquirido lo que en otros tiempos se denominó la cuestión catalana.
No se trata aquí de pormenorizar los argumentos que una parte significativa de los ciudadanos de Catalunya aduce para justificar su voluntad de separarse del resto de España. Para lo que me interesa razonar, basta subrayar dos realidades. Por una parte, que el sentimiento nacional catalán no es una invención reciente: Catalunya es una comunidad humana con conciencia de sí misma y este sentimiento late con intensidad en la sociedad catalana, porque hunde sus raíces en una historia, una cultura y una lengua singulares. Y, por otra parte, que sigue abierta la profunda herida política producida por la malhadada sentencia del Tribunal Constitucional del año 2010, que, a instancias del PP, modificó diversos aspectos de un Estatuto de Cataluña que había sido refrendado en las urnas por el pueblo catalán con anterioridad. Si a ello le añadimos la actitud anticatalana del PP de Mariano Rajoy, los estragos de la crisis económica, los fuertes recortes de gasto público desde 2008, los continuos escándalos de corrupción y la transfiguración (¿oportunista?) de CiU en un partido independentista, obtenemos el cóctel de factores que explica cómo hemos llegado a la compleja situación actual.
¿Cómo debe interpretarse el denominado proceso soberanista y, en particular, los resultados del proceso participativo del 9 de noviembre? En primer lugar, conviene reconocer sin matices la existencia de un problema político de primer orden, que afecta a Catalunya, al conjunto de España y, potencialmente, a la Unión Europea. En mi opinión, las cifras del 9-N reflejan que, si bien hoy en día no hay en Catalunya una mayoría social suficiente para abordar con éxito un proyecto de la envergadura de la independencia, el mantenimiento del status quo político tampoco constituye una alternativa factible para resolver el problema. En otras palabras: posiblemente Catalunya no posee a corto y medio plazo la potencia política necesaria para separarse de España, pero el movimiento independentista tiene fuerza de sobra para desestabilizar España si el conflicto no se conduce adecuadamente.
En segundo lugar, la naturaleza del problema exige soluciones políticas y no ramplonas respuestas jurídico-legales que esgriman el respeto a la Constitución como único argumento o amenacen con el recurso a la Fiscalía del Estado para inhabilitar a los miembros del Gobierno de la Generalitat de Catalunya. Judicializar el conflicto no servirá para hallar una solución y, además, reforzará la causa independentista. En tercer lugar, cualquiera que sea la solución estable que se proponga para redefinir la relación de Catalunya con el resto de España, ésta debe incluir la votación de los catalanes para que la aprueben o la rechacen. Y, en cuarto lugar, el proceso político que desemboque en dicha solución debe construirse mediante el diálogo, la negociación y el pacto, siempre insertados en el marco del Estado de derecho inherente a un país democrático, avanzado y miembro de la Unión Europea, como es el caso de España.
Desafortunadamente, el inmovilismo pétreo del Gobierno de Mariano Rajoy, por una parte, y la búsqueda de la confrontación permanente del Gobierno de Artur Mas, por la otra, están colocando a Catalunya y España en un cul-de-sac que, si no se rectifica a tiempo, producirá inestabilidad política, efectos económicos negativos y una gran frustración social.
Desde una perspectiva macroeconómica, sería imperdonable que la falta de altura política y la obcecación de ambos presidentes perjudicaran la incipiente recuperación de la actividad que se atisba, más si cabe cuando el enorme stock de deuda (pública y privada) de la economía española requiere, para su refinanciación, una apelación continuada a los mercados de capitales internacionales; unos mercados que, como se sabe, son hipersensibles y sobrerreaccionan violentamente cuando se traspasa un determinado umbral de incertidumbre, tal y como lo demostró el deletéreo credit crunch posterior a la caída de Lehman Brothers en 2008.
Con todo, creo que es posible evitar que la situación política siga deteriorándose. Tras el proceso participativo del 9-N, tanto Mariano Rajoy como Artur Mas pueden razonablemente pensar que se han salido con la suya: el primero, porque ha impedido que se convocara un auténtico referéndum sobre la independencia de Catalunya, y el segundo, porque ha celebrado la consulta anunciada, aunque haya sido sui generis y sin garantías democráticas. Este estado de tablas, paradójicamente, abre una valiosa ventana de oportunidad para el diálogo constructivo durante las próximas semanas que ninguno de los dos presidentes debería desaprovechar.
Por un lado, Mariano Rajoy debería abandonar su parálisis y proponer un proceso de reforma constitucional que, entre otras cuestiones, incluya el reconocimiento de la singularidad nacional catalana; la consagración de la lengua, la cultura y la educación como competencias exclusivas de la Generalitat de Catalunya; y un pacto fiscal que corrija el excesivo déficit fiscal catalán y que incorpore el principio de ordinalidad. Es decir, que preserve la solidaridad con otras regiones de España de menor renta per cápita sin alterar la ordenación de partida en términos de recursos públicos relativos. La mayoría absoluta en el Congreso español facilitaría el control de este proceso de reforma constitucional por parte del PP, y se podría hacer coincidir temporalmente la dilsolución de las Cortes, a la que obliga la modificación de la Carta Magna, con el final de la presente legislatura. Por su parte, sería aconsejable que Artur Mas renunciara a posiciones maximalistas y aprovechara los dos años que le quedan de mandato para explorar las posibilidades que ofrecería una negociación como la referida, que bien gestionada podría conducir a un importante aumento del nivel de autogobierno que legítimamamente reclama una mayoría de ciudadanos en Catalunya, evitando de paso los graves riesgos políticos, económicos y sociales que una aventura de carácter insurreccional acarrearía.
Honestamente, no estoy nada seguro de que Mariano Rajoy y Artur Mas posean el fuste y el coraje necesarios para emprender el camino del diálogo, la negociación y el pacto, que inevitablemente implican la renuncia a algunos puntos de sus respectivos proyectos políticos. Quizá sería de ayuda que ambos recordaran que su obligación debería ser la defensa del interés general de España y de Catalunya, por encima de los intereses electorales cortoplacistas y del lugar que desean ocupar en los futuros libros de historia.
No se trata aquí de pormenorizar los argumentos que una parte significativa de los ciudadanos de Catalunya aduce para justificar su voluntad de separarse del resto de España. Para lo que me interesa razonar, basta subrayar dos realidades. Por una parte, que el sentimiento nacional catalán no es una invención reciente: Catalunya es una comunidad humana con conciencia de sí misma y este sentimiento late con intensidad en la sociedad catalana, porque hunde sus raíces en una historia, una cultura y una lengua singulares. Y, por otra parte, que sigue abierta la profunda herida política producida por la malhadada sentencia del Tribunal Constitucional del año 2010, que, a instancias del PP, modificó diversos aspectos de un Estatuto de Cataluña que había sido refrendado en las urnas por el pueblo catalán con anterioridad. Si a ello le añadimos la actitud anticatalana del PP de Mariano Rajoy, los estragos de la crisis económica, los fuertes recortes de gasto público desde 2008, los continuos escándalos de corrupción y la transfiguración (¿oportunista?) de CiU en un partido independentista, obtenemos el cóctel de factores que explica cómo hemos llegado a la compleja situación actual.
¿Cómo debe interpretarse el denominado proceso soberanista y, en particular, los resultados del proceso participativo del 9 de noviembre? En primer lugar, conviene reconocer sin matices la existencia de un problema político de primer orden, que afecta a Catalunya, al conjunto de España y, potencialmente, a la Unión Europea. En mi opinión, las cifras del 9-N reflejan que, si bien hoy en día no hay en Catalunya una mayoría social suficiente para abordar con éxito un proyecto de la envergadura de la independencia, el mantenimiento del status quo político tampoco constituye una alternativa factible para resolver el problema. En otras palabras: posiblemente Catalunya no posee a corto y medio plazo la potencia política necesaria para separarse de España, pero el movimiento independentista tiene fuerza de sobra para desestabilizar España si el conflicto no se conduce adecuadamente.
En segundo lugar, la naturaleza del problema exige soluciones políticas y no ramplonas respuestas jurídico-legales que esgriman el respeto a la Constitución como único argumento o amenacen con el recurso a la Fiscalía del Estado para inhabilitar a los miembros del Gobierno de la Generalitat de Catalunya. Judicializar el conflicto no servirá para hallar una solución y, además, reforzará la causa independentista. En tercer lugar, cualquiera que sea la solución estable que se proponga para redefinir la relación de Catalunya con el resto de España, ésta debe incluir la votación de los catalanes para que la aprueben o la rechacen. Y, en cuarto lugar, el proceso político que desemboque en dicha solución debe construirse mediante el diálogo, la negociación y el pacto, siempre insertados en el marco del Estado de derecho inherente a un país democrático, avanzado y miembro de la Unión Europea, como es el caso de España.
Desafortunadamente, el inmovilismo pétreo del Gobierno de Mariano Rajoy, por una parte, y la búsqueda de la confrontación permanente del Gobierno de Artur Mas, por la otra, están colocando a Catalunya y España en un cul-de-sac que, si no se rectifica a tiempo, producirá inestabilidad política, efectos económicos negativos y una gran frustración social.
Desde una perspectiva macroeconómica, sería imperdonable que la falta de altura política y la obcecación de ambos presidentes perjudicaran la incipiente recuperación de la actividad que se atisba, más si cabe cuando el enorme stock de deuda (pública y privada) de la economía española requiere, para su refinanciación, una apelación continuada a los mercados de capitales internacionales; unos mercados que, como se sabe, son hipersensibles y sobrerreaccionan violentamente cuando se traspasa un determinado umbral de incertidumbre, tal y como lo demostró el deletéreo credit crunch posterior a la caída de Lehman Brothers en 2008.
Con todo, creo que es posible evitar que la situación política siga deteriorándose. Tras el proceso participativo del 9-N, tanto Mariano Rajoy como Artur Mas pueden razonablemente pensar que se han salido con la suya: el primero, porque ha impedido que se convocara un auténtico referéndum sobre la independencia de Catalunya, y el segundo, porque ha celebrado la consulta anunciada, aunque haya sido sui generis y sin garantías democráticas. Este estado de tablas, paradójicamente, abre una valiosa ventana de oportunidad para el diálogo constructivo durante las próximas semanas que ninguno de los dos presidentes debería desaprovechar.
Por un lado, Mariano Rajoy debería abandonar su parálisis y proponer un proceso de reforma constitucional que, entre otras cuestiones, incluya el reconocimiento de la singularidad nacional catalana; la consagración de la lengua, la cultura y la educación como competencias exclusivas de la Generalitat de Catalunya; y un pacto fiscal que corrija el excesivo déficit fiscal catalán y que incorpore el principio de ordinalidad. Es decir, que preserve la solidaridad con otras regiones de España de menor renta per cápita sin alterar la ordenación de partida en términos de recursos públicos relativos. La mayoría absoluta en el Congreso español facilitaría el control de este proceso de reforma constitucional por parte del PP, y se podría hacer coincidir temporalmente la dilsolución de las Cortes, a la que obliga la modificación de la Carta Magna, con el final de la presente legislatura. Por su parte, sería aconsejable que Artur Mas renunciara a posiciones maximalistas y aprovechara los dos años que le quedan de mandato para explorar las posibilidades que ofrecería una negociación como la referida, que bien gestionada podría conducir a un importante aumento del nivel de autogobierno que legítimamamente reclama una mayoría de ciudadanos en Catalunya, evitando de paso los graves riesgos políticos, económicos y sociales que una aventura de carácter insurreccional acarrearía.
Honestamente, no estoy nada seguro de que Mariano Rajoy y Artur Mas posean el fuste y el coraje necesarios para emprender el camino del diálogo, la negociación y el pacto, que inevitablemente implican la renuncia a algunos puntos de sus respectivos proyectos políticos. Quizá sería de ayuda que ambos recordaran que su obligación debería ser la defensa del interés general de España y de Catalunya, por encima de los intereses electorales cortoplacistas y del lugar que desean ocupar en los futuros libros de historia.