Con Ucrania como trasfondo, Moscú ha vuelto a activar un viejo juego que parecía ya superado, 25 años después de la caída del Muro de Berlín. Visto ahora en perspectiva, cabe confirmar que, desde el bando occidental, Estados Unidos aprovechó la ocasión para ir consolidando una hegemonía mundial indiscutible durante los años noventa, aprovechando de paso para adelantar el despliegue de la OTAN hasta las mismas narices de Moscú, mientras Rusia caía en el abismo tras la implosión de la Unión Soviética en diciembre de 1991. En el lado opuesto, Moscú bastante tuvo con intentar frenar la caída -prioridad fundamental de Vladimir Putin desde su llegada al poder a finales de 1999-, mientras corría el riesgo de que la propia Federación Rusa se fragmentara y veía cómo su antigua zona de influencia se desvanecía, no solo en Europa Oriental sino también en Asia Central.
Ya metidos en este siglo, y sobre todo a partir del trágico 11-S, Washington ha visto crecientemente cuestionado su liderazgo, tanto por razones internas (grave crisis económica) como externas (emergencia de actores como China), sumido en un proceso de redespliegue que pretende recuperar margen de maniobra para bascular hacia otras zonas donde estén en juego sus intereses vitales (pivote Así-Pacífico). Por su parte, Rusia ha logrado salir del abismo. A pesar de sus evidentes carencias estructurales -población envejecida, economía de monocultivo petrolífero y gasístico y obsolescencia de su base industrial-, sueña con volver a ser reconocida como una potencia global y se afana por recuperar buena parte de lo que desde hace años se conoce como "near abroad".
En ese proceso (del que su apuesta en Ucrania forma parte) Moscú ha vuelto a desempolvar un repertorio de acciones en el que históricamente ha destacado como un consumado maestro. Adaptándose a los tiempos que corren, está sabiendo combinar en estos últimos días modalidades novedosas -como el ciberataque a los sistemas informáticos no protegidos de la Casa Blanca- y otras más tradicionales- como el sobrevuelo de aviones de combate por zonas limítrofes con varios países europeos.
En el primer caso, y en la misma estela de antecedentes todavía recientes que han afectado a otros Gobiernos y a empresas del sector petrolífero y gasístico de nivel estratégico, al parecer está yendo más allá de las ya típicas actividades de la Unidad 61398 china. Así, según fuentes estadounidenses (que no han llegado, sin embargo, a acusar abiertamente a Moscú de ser el responsable directo), los ataques no se circunscriben al espionaje industrial y al robo de información, sino que pretenden también hacerse con el control remoto sobre los sistemas objeto de los ataques (de modo similar, por otra parte, a lo que Estados Unidos e Israel hicieron contra la planta nuclear de Natanz (Irán) en 2010, inutilizando buena parte de las centrifugadoras que le permitían enriquecer uranio).
En el segundo, Rusia se ha dedicado a mostrar su bandera por los cielos de aguas internacionales inmediatas al espacio aéreo de varios países de la OTAN (sobre todo, países europeos, desde Noruega a Portugal, pero también Canadá) y de otros como Finlandia y Suecia. Tomando la obvia precaución de no penetrar en ningún caso en cielos de soberanía nacional, un total de 26 aviones militares -incluyendo hasta 4 bombarderos estratégicos Tu-95 ("Bear", en terminología OTAN), con su estela de aviones de reabastecimiento en vuelo y cazas de diversos tipos -han repetido un gesto que, en términos militares, busca fundamentalmente chequear el nivel de operatividad de las defensa de potenciales adversarios. Dado que el procedimiento habitual en estos casos es marcar con los radares a dichos aviones y salirles al paso, desplegando cazas interceptores, Rusia puede de ese modo calibrar el nivel de preparación de los sistemas de defensa aérea de la OTAN y de los Estados afectados por sus sobrevuelos.
Pero más importante que la variable militar es la de orden político. Con este tipo de acciones, Putin muestra, por un lado, su férrea voluntad de resistir las sanciones económicas que tratan de castigar su estrategia en Ucrania y su determinación de escalar la crisis si es preciso (como demuestra la entrada de unidades militares en estos últimos días). Y, por otro, pretende volver a dejar claro (como ya hizo con ocasión de la guerra de Georgia, en 2008) a cualquiera de los países que aspira a conservar bajo su manto, que el paraguas de seguridad occidental es inefectivo por falta de voluntad de sus gobernantes para responder de manera decidida a las provocaciones y demostraciones rusas de poder.
Al dejar al descubierto esas debilidades (de la Unión Europea y de la OTAN)- derivadas tanto de la significativa dependencia energética del gas ruso que va a seguir teniendo buena parte de la Europa Central y Oriental, como de la cortedad de miras de Gobiernos comunitarios que solo atienden a sus intereses individuales de corto plazo-, Moscú fortalece sus opciones para frenar cualquier pretensión occidental de sacar a Ucrania (y otros territorios) de la órbita rusa.