La mañana siguiente del 9N, el presidente Mas hizo unas declaraciones en las que afirmaba que quería conseguir para Cataluña un referéndum independentista del tipo del de Canadá y Escocia. Podía haber mencionado también las regiones al este de Ucrania que acababan de realizar uno similar, pero no lo hizo. Sus razones tendría.
El referendum de Escocia se efectuó hace dos meses y ha sido esgrimido reiteradamente como una prueba del talante democrático del Gobierno de Cameron. Por mi parte, creo que es una ingenuidad interpretar el asunto de este modo, sobre todo teniendo en cuenta el pragmatismo que suele guiar la toma de decisiones de los británicos. La forma en que Cameron confrontó el problema de Escocia implica, en el mejor de los casos, un comportamiento egoísta, cuando no una actitud hostil hacia Europa. Después de mí, el diluvio, parecería haberse dicho para sus adentros. Porque, como bien sabemos, los conflictos identitarios han supuesto durante siglos uno de los principales problemas que ha vivido el continente. La conocida falta de fervor europeísta del Gobierno de Cameron induce a pensar que tal vez su decisión oculte un afán desestabilizador contra sus socios comunitarios, especialmente contra lo que considera su flanco más vulnerable. Asumiendo un riesgo calculado, el Gobierno británico habría propiciado en España la creación de una situación complicada. Porque no es necesario recordar que el 2014 no es una fecha cualquiera, sino el trescientos aniversario de la toma de Barcelona al final de la Guerra de Sucesión. Un año cargado para los nacionalistas catalanes, por tanto, de profundas resonancias simbólicas. Y las casualidades en política son siempre sospechosas.
El referendum de Escocia se convirtió nada más conocerse en el argumento más poderoso que esgrimieron los independentistas catalanes para que se les permitiera realizar una consulta similar. Si los escoceses lo hacen, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros?, afirmaron (y afirman), con una lógica similar a los que propusieran que en las escuelas de Escocia se implantara la inmersión lingüística en gaélico sólo por seguir el ejemplo de Cataluña. Cameron, por su parte, también se encargó de resaltar el paralelismo en una conferencia de prensa celebrada en junio del 2013, aunque, por supuesto, lo hiciera diplomáticamente. Hablando del referéndum de Escocia, y sin que nadie se lo preguntara, decidió hacer una referencia a Cataluña y advirtió al Gobierno español que no le convenía ignorar cuestiones relacionadas con la identidad de los pueblos. Pero si la convocatoria del referéndum para este año y las comparaciones de Cameron podían ser inocentes, las opiniones favorables al "derecho a decidir" que aparecieron en importantes publicaciones británicas no lo eran. En septiembre del 2013, The Economist publicó un artículo sobre el referéndum propuesto por Mas en el que afirmaba que lo único que podían perder los habitantes del Principado eran sus cadenas. ¿A qué cadenas se refería? Nunca lo supimos. Respecto al conflicto entre Inglaterra y Escocia, por el contrario, todo eran memorias de glorias compartidas y alabanzas de las ventajas que implicaría prolongar la unión. La diferencia no podía ser más acentuada.
En esas estábamos cuando Putin irrumpió en escena y decidió aplicar el derecho a decidir a Crimea y a las regiones rusófonas del Este de Ucrania. En buena lógica, si tanto el gobierno de Londres como The Financial Times y The Economist favorecían la libertad de los pueblos para decidir su futuro, deberían haber contemplado este movimiento con simpatía, ya que se basaba en principios similares a los que ellos defendían. Sin embargo, no fue así. De manera unánime, Gobierno y medios de comunicación británicos atacaron sin reservas la pretensión de que una región tomara por su cuenta decisiones que afectaban a la totalidad del país. Téngase en cuenta que no se trata de que aconsejaran al Gobierno ucraniano negociar con los rebeldes los términos de la consulta o que se tomaran medidas concretas para garantizar la limpieza de las elecciones, sino que se oponían radicalmente a ellas. Pero ¿acaso no era la reivindicación de las zonas rusófonas del este de Ucrania similar a la de los nacionalistas catalanes? En ambos casos, una determinada región, argumentado poseer una identidad diferente al resto del país, así como intereses específicos que consideraban mejor servidos de ese modo, defendían el derecho a decidir su futuro de manera independiente.
El caso de Ucrania ha servido para dejar claro que los que defienden el derecho a la autodeterminación de ciertos pueblos no lo hacen con un criterio noble o idealista, sino por pensar que favorece a sus intereses. Como saben los especialistas en literatura de detectives (ese género que tanto debe a los anglosajones), cuando se trata de identificar a los responsables de una acción, las miradas deben dirigirse en primer lugar a los que se benefician de sus resultados. En el caso de Ucrania, está claro que es Rusia, como los medios occidentales se han encargado de denunciar, pero con Cataluña nadie parece haberse detenido a pensar quién sería el principal beneficiario de su eventual independencia. Aparte de los nacionalistas radicales, claro. La discusión suele moverse en el terreno de los ideales (libertad, voluntad popular, democracia), cuando debería hacerlo en el de los intereses. En caso de que los nacionalistas catalanes consiguieran alcanzar sus objetivos, ¿a quién beneficiarían? Desde luego, no a la Europa comunitaria, que, si deja crecer el problema del nacionalismo dentro de sus fronteras, se verá abocada a un crisis de consecuencias impredecibles. Los nacionalismos europeos han sido los causantes de los principales conflictos que ha vivido el continente en los últimos siglos, y, según probó hace poco el caso de la antigua Yugoslavia (y está probando ahora mismo Ucrania), se trata de un problema larvado, que puede aflorar en cualquier momento.
Uno de los mayores desafíos que se le presentan en estos momentos a España, así como al resto de la Europa comunitaria, es probar que pueden existir sociedades abiertas y heterogénas, democráticas y plurales, en las que sus habitantes hablen distintas lenguas, pertenezcan a distintas culturas e incluso se identifiquen con distintos mitos, y eso no se perciba como un problema sino como un enriquecimiento. La deriva soberanista de los nacionalistas catalanes parece empeñada en probar lo contrario. Por eso, suceda lo que suceda, consigan sacar adelante su idea mesiánica o experimenten al final del proceso un severo desengaño, la decisión de activar el fervor independentista es una mala noticia para la España democrática. Lo paradójico del caso es que, hasta ahora, han logrado convencer a muchos españoles progresistas de que su comportamiento está motivado por ideales que constituyen la esencia del sistema democrático. Sólo así puede explicarse la simpatía velada o el apoyo explícito que han recibido por parte de la izquierda. Pero lo que realmente está en juego no son principios abstractos de un idealismo etéreo, sino intereses específicos, nacionales e internacionales, que es necesario identificar. Plantear el problema a nivel local, pretendiendo hacer ver que se trata de un asunto que concierne tan sólo a Cataluña y a España -sin tener en cuenta que nos encontramos en un entorno más amplio en el que se dirimen intereses de otra índole-, sólo puede llevarnos a entenderlo defectuosamente y, por tanto, a tomar decisiones equivocadas. En política, la jugada más magistral consiste en hacer que el otro defienda mis intereses, convenciéndole de que lucha por sus ideales.
El referendum de Escocia se efectuó hace dos meses y ha sido esgrimido reiteradamente como una prueba del talante democrático del Gobierno de Cameron. Por mi parte, creo que es una ingenuidad interpretar el asunto de este modo, sobre todo teniendo en cuenta el pragmatismo que suele guiar la toma de decisiones de los británicos. La forma en que Cameron confrontó el problema de Escocia implica, en el mejor de los casos, un comportamiento egoísta, cuando no una actitud hostil hacia Europa. Después de mí, el diluvio, parecería haberse dicho para sus adentros. Porque, como bien sabemos, los conflictos identitarios han supuesto durante siglos uno de los principales problemas que ha vivido el continente. La conocida falta de fervor europeísta del Gobierno de Cameron induce a pensar que tal vez su decisión oculte un afán desestabilizador contra sus socios comunitarios, especialmente contra lo que considera su flanco más vulnerable. Asumiendo un riesgo calculado, el Gobierno británico habría propiciado en España la creación de una situación complicada. Porque no es necesario recordar que el 2014 no es una fecha cualquiera, sino el trescientos aniversario de la toma de Barcelona al final de la Guerra de Sucesión. Un año cargado para los nacionalistas catalanes, por tanto, de profundas resonancias simbólicas. Y las casualidades en política son siempre sospechosas.
El referendum de Escocia se convirtió nada más conocerse en el argumento más poderoso que esgrimieron los independentistas catalanes para que se les permitiera realizar una consulta similar. Si los escoceses lo hacen, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros?, afirmaron (y afirman), con una lógica similar a los que propusieran que en las escuelas de Escocia se implantara la inmersión lingüística en gaélico sólo por seguir el ejemplo de Cataluña. Cameron, por su parte, también se encargó de resaltar el paralelismo en una conferencia de prensa celebrada en junio del 2013, aunque, por supuesto, lo hiciera diplomáticamente. Hablando del referéndum de Escocia, y sin que nadie se lo preguntara, decidió hacer una referencia a Cataluña y advirtió al Gobierno español que no le convenía ignorar cuestiones relacionadas con la identidad de los pueblos. Pero si la convocatoria del referéndum para este año y las comparaciones de Cameron podían ser inocentes, las opiniones favorables al "derecho a decidir" que aparecieron en importantes publicaciones británicas no lo eran. En septiembre del 2013, The Economist publicó un artículo sobre el referéndum propuesto por Mas en el que afirmaba que lo único que podían perder los habitantes del Principado eran sus cadenas. ¿A qué cadenas se refería? Nunca lo supimos. Respecto al conflicto entre Inglaterra y Escocia, por el contrario, todo eran memorias de glorias compartidas y alabanzas de las ventajas que implicaría prolongar la unión. La diferencia no podía ser más acentuada.
En esas estábamos cuando Putin irrumpió en escena y decidió aplicar el derecho a decidir a Crimea y a las regiones rusófonas del Este de Ucrania. En buena lógica, si tanto el gobierno de Londres como The Financial Times y The Economist favorecían la libertad de los pueblos para decidir su futuro, deberían haber contemplado este movimiento con simpatía, ya que se basaba en principios similares a los que ellos defendían. Sin embargo, no fue así. De manera unánime, Gobierno y medios de comunicación británicos atacaron sin reservas la pretensión de que una región tomara por su cuenta decisiones que afectaban a la totalidad del país. Téngase en cuenta que no se trata de que aconsejaran al Gobierno ucraniano negociar con los rebeldes los términos de la consulta o que se tomaran medidas concretas para garantizar la limpieza de las elecciones, sino que se oponían radicalmente a ellas. Pero ¿acaso no era la reivindicación de las zonas rusófonas del este de Ucrania similar a la de los nacionalistas catalanes? En ambos casos, una determinada región, argumentado poseer una identidad diferente al resto del país, así como intereses específicos que consideraban mejor servidos de ese modo, defendían el derecho a decidir su futuro de manera independiente.
El caso de Ucrania ha servido para dejar claro que los que defienden el derecho a la autodeterminación de ciertos pueblos no lo hacen con un criterio noble o idealista, sino por pensar que favorece a sus intereses. Como saben los especialistas en literatura de detectives (ese género que tanto debe a los anglosajones), cuando se trata de identificar a los responsables de una acción, las miradas deben dirigirse en primer lugar a los que se benefician de sus resultados. En el caso de Ucrania, está claro que es Rusia, como los medios occidentales se han encargado de denunciar, pero con Cataluña nadie parece haberse detenido a pensar quién sería el principal beneficiario de su eventual independencia. Aparte de los nacionalistas radicales, claro. La discusión suele moverse en el terreno de los ideales (libertad, voluntad popular, democracia), cuando debería hacerlo en el de los intereses. En caso de que los nacionalistas catalanes consiguieran alcanzar sus objetivos, ¿a quién beneficiarían? Desde luego, no a la Europa comunitaria, que, si deja crecer el problema del nacionalismo dentro de sus fronteras, se verá abocada a un crisis de consecuencias impredecibles. Los nacionalismos europeos han sido los causantes de los principales conflictos que ha vivido el continente en los últimos siglos, y, según probó hace poco el caso de la antigua Yugoslavia (y está probando ahora mismo Ucrania), se trata de un problema larvado, que puede aflorar en cualquier momento.
Uno de los mayores desafíos que se le presentan en estos momentos a España, así como al resto de la Europa comunitaria, es probar que pueden existir sociedades abiertas y heterogénas, democráticas y plurales, en las que sus habitantes hablen distintas lenguas, pertenezcan a distintas culturas e incluso se identifiquen con distintos mitos, y eso no se perciba como un problema sino como un enriquecimiento. La deriva soberanista de los nacionalistas catalanes parece empeñada en probar lo contrario. Por eso, suceda lo que suceda, consigan sacar adelante su idea mesiánica o experimenten al final del proceso un severo desengaño, la decisión de activar el fervor independentista es una mala noticia para la España democrática. Lo paradójico del caso es que, hasta ahora, han logrado convencer a muchos españoles progresistas de que su comportamiento está motivado por ideales que constituyen la esencia del sistema democrático. Sólo así puede explicarse la simpatía velada o el apoyo explícito que han recibido por parte de la izquierda. Pero lo que realmente está en juego no son principios abstractos de un idealismo etéreo, sino intereses específicos, nacionales e internacionales, que es necesario identificar. Plantear el problema a nivel local, pretendiendo hacer ver que se trata de un asunto que concierne tan sólo a Cataluña y a España -sin tener en cuenta que nos encontramos en un entorno más amplio en el que se dirimen intereses de otra índole-, sólo puede llevarnos a entenderlo defectuosamente y, por tanto, a tomar decisiones equivocadas. En política, la jugada más magistral consiste en hacer que el otro defienda mis intereses, convenciéndole de que lucha por sus ideales.