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Crónica de países inexistentes II: Osetia del Sur

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Si todos los georgianos coinciden en que es imposible entrar desde Georgia a un país inexistente llamado Osetia de Sur, lo más probable es que sea imposible entrar.

En la oficina de turismo de Tbilisi, la capital de Georgia, ofrecen mapas separados de todas las regiones del país excepto de dos: Osetia del Sur y Abjacia. En los planos, las carreteras y líneas férreas de acceso a Osetia aparecen cortadas, como si el mundo georgiano terminara en esa procelosa frontera. En Google-Maps ni aparece como territorio diferenciado de Georgia. En los mapas rusos, sin embargo, Osetia del Sur es una región autónoma de la Federación gobernada por Putin.

Desde Georgia hay cuatro accesos posibles a lo que los georgianos llaman "territorio ocupado [por Rusia]". Tres son infranqueables, blindados por los ejércitos de Georgia y Rusia y cercados por gigantescas e infinitas concertinas que bloquean ríos y senderos. De modo que aprovechando que en estos días se cumplen seis años de paz de las sangrientas disputas por ese territorio, decido intentarlo por el cuarto acceso, por Gori, la ciudad natal de Stalin y epicentro geográfico de Georgia. Desde ahí la entrada a Tskhinvali, la capital de Osetia, es cuestión de apenas dos kilómetros. La carretera que une Gori y Tskhinvali, aunque cortada, es el único acceso visible, pero sólo Cruz Roja Internacional tiene permiso para traspasarla.

Cuando he viajado por zonas de conflicto siempre me he guiado por una máxima personal. Lo primero que hay que hacer al llegar a un lugar así es averiguar la forma de salir. Si la salida no está garantizada, mejor ni entrar. Yo lo llamo Teorema del Avispero.

Desde Georgia, la entrada a Osetia es ese teorema exacto del avispero. En el caso de poder entrar, la policía georgiana no sella el pasaporte de salida, porque no reconoce que sea un país soberano ni distinto. Sin ese sello de salida, la policía rusa no permite la entrada. Si lo permitiera, cosa extrañísima, sólo se podría continuar camino hacia Rusia, hacia el norte, pero difícilmente se puede acceder a la otra Osetia, a la del Norte, a la que sí es oficialmente una república rusa, sin haber salido legalmente de Georgia.

Y la paradoja continúa: a Georgia es imposible regresar, porque careces del sello previo de salida de las autoridades georgianas y además habrías violado sus leyes, al proceder de un territorio "rebelde" y "ocupado" por un ejército, el ruso, con el que Georgia se considera en guerra.

Aun así, vale la pena intentarlo. Sentado en los escalones de la estación de tren de Gori observo a un puñado de taxistas hasta que elijo visualmente al que es seguro que se atreverá a llevarme a Osetia. Acierto. Se llama David, ceño enjuto, barba de varios días, fumador, y tiene un Mercedes oscuro al que le quita y le pone el distintivo de "Taxi" a su antojo. Cuando le pregunto -con gestos, no habla inglés-, sabe de lo que le hablo. Y lo primero que me indica, mostrándome las muñecas como si estuviera esposado, es que no se puede entrar. Después me muestra un billete de diez rublos. Quiere decirme que en Osetia se paga con dinero ruso.

Los 25 minutos de trayecto hacia Tskhinvali transcurren por una carretera angosta, llena de baches, flanqueada por farolas ciegas o decapitadas y de casas de aldea rodeadas de ganado y huertos. Tskhinvali, ciudad de mayoría georgiana, siempre había sido de Georgia hasta que en 1922 Stalin la anexionó a la entonces recién inventada región autónoma de Osetia del Sur.

En 2008, desde los cielos de Tskhinvali, la aviación rusa bombardeó por sorpresa su ciudad vecina, Gori, e impuso en la zona una milimétrica paz. Desde entonces, nadie ha cruzado de una ciudad a otra, pese a haber sido históricamente ciudades vecinas y hermanas. Van seis años de incomunicación.

Un pelotón del ejército georgiano nos da el alto a sólo dos kilómetros de la capital de Osetia del Sur. La zona está plagada de barracones militares escondidos en lonas de camuflaje. Puede haber unos 30 cobertizos, un centenar de soldados.

Los bloques de hormigón nos obligan a zigzaguear en lo que aún parece la carretera. Parece un check-point israelí. Se acerca el oficial de guardia con pistola a la cintura y dos soldados armados con fusiles de asalto. Hace sol. Hace un día fantástico en el valle georgiano. Y estoy feliz. Me he quitado la diarrea de golpe con el viejo método de tomar en ayunas una Coca-Cola. Y aunque todo parece a favor, da igual. La respuesta es un "no" rotundo. El oficial explica que son los soldados rusos, situados a 500 metros de nosotros, los que impiden la entrada a Osetia. Pero lo cierto es que es él quien me impide la salida de Georgia. Es el Teorema.

Repaso mentalmente lo poquito que sé de ese lugar. Unos pocos miles de osetios viven en ese territorio que subsiste gracias a los fondos y las provisiones rusas que entran por debajo de su inmensa cordillera, a través de un diabólico y estrechísimo túnel que lo comunica con Rusia, al norte del enclave. Ahí se habla ruso y georgiano, aunque también se habla osetio. Las naranjas y manzanas de esa zona del valle del Kurá son la mejores del Cáucaso, eso dicen. Dicen también que por su capital circulan vehículos de gran cilindrada, pura ostentación rusa, pero que la población vive en una extrema miseria asistida por Moscú.

Hago unas fotos con el móvil, sin que me vean, y luego pregunto a los soldados si puedo hacer alguna foto. Por supuesto me dicen que está prohibido. De nada valen las acreditaciones de prensa, los visados del pasaporte o las palabras mágicas que usé con frecuencia en los Balcanes: "Real Madrid". En georgiano el "no" de un militar es un "no" definitivo. El oficial me dice educadamente que me marche, se da la vuelta y desaparece. Pero me enciendo un pitillo y me quedo apoyado en un bloque de hormigón.

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Se acerca entonces un suboficial en manga corta, joven, obeso, de apariencia simpática y totalmente desarmado. Sólo sabe decir una frase en castellano: "Españoles, Franco ha muerto". Me parto de la risa y le doy palmadas en el hombro repitiendo su frase entre carcajadas. Le explico que estoy fumando, que enseguida me voy. Le persuado también de que haga una excepción conmigo, que vengo desde muy lejos, y a él parece que sí le vale lo del madridismo. Finalmente, y a pesar de las voces que le pega el oficial, acepta acompañarme hasta más allá de los barracones y los bloques de hormigón y me adentra en Osetia.

Osetia del Sur. Vaya regalo a los ojos, vaya territorio fascinante. Sus cumbres de nieves perpetuas, de más de 3.500 metros de altitud, vertebran por completo la geografía georgiana. La cordillera de Osetia descerraja su mapa.

De Osetia brotan las aguas cristalinas que convierten a Georgia en un país de dos valles. Uno hacia el Oriente, que riega la luminosa y fértil vega del Kurá hasta Tbilisi; y otro hacia Occidente, un valle en el que aún en pleno octubre es primavera y que vierte sus numerosos ríos en el mar Negro. Sin las aguas de Osetia, seguramente Georgia sería sólo un erial.

Sólo en medio de esas montañas gigantescas entiende uno la obsesión rusa por controlar todas las cumbres del Cáucaso, sean de Georgia, de Azerbaiyán o de Armenia. Y si para controlar esas alturas es preciso, Moscú fabrica países inexistentes.

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