No quiero ni por asomo echar agua al buen vino: la decisión adoptada por el Congreso instando al Gobierno a reconocer a Palestina como Estado debe ser celebrada como se merece. Todos coincidimos en eso. Pero tampoco deseo engañarme pensando que es un punto de llegada en vez de uno de partida.
Lo aprobado ahora por el Congreso ya fue votado por la Cámara con otra formulación en un pasado reciente -el 30 de junio de 2011- con motivo de las resoluciones tras el Debate sobre el Estado de la Nación y, como ha recordado el ministro Moratinos, también por la UE en su Declaración de Berlín en 1999.
En todos los casos, ahora y entonces, no se ponía fecha a la oficialización del reconocimiento de Palestina como Estado y, además, se supeditaba a otros factores: el avance del proceso de paz en el Próximo Oriente o el consenso internacional o europeo. Parece lógico, pero conlleva un grave problema.
El problema es que, al no fijarse límite temporal alguno para efectuar el reconocimiento, se debilita extraordinariamente la utilidad de los pronunciamientos como medida de presión sobre la parte a la que se dirigen, Israel, que puede ver con tranquilidad cómo el tiempo terminará diluyendo lo aprobado.
La única manera de evitar que la satisfacción de hoy se convierta en frustración mañana es establecer criterios de seguimiento de lo decidido que permitan activar el reconocimiento de Palestina como Estado sin esperar a las calendas griegas. Sería una tarea que correspondería impulsar especialmente al Grupo Parlamentario autor de la iniciativa, es decir, el socialista (al que hay que felicitar por ello).
¿Qué criterios?
Primero: que el Congreso vuelva a pronunciarse sobre el asunto pasados unos meses, por ejemplo, seis, medio año. Si en ese momento las cosas siguen igual de mal que hoy o peor (bloqueo de las negociaciones, continuación de la construcción de asentamientos, etc.), debería instar al Gobierno español a dar el paso de forma inmediata, sin mayor dilación.
Segundo: que el Gobierno se emplee en ese tiempo en convencer a los de los otros miembros de la Unión para que se planteen el reconocimiento, rindiendo cuentas al Congreso de sus gestiones. Pero no supeditar su decisión a que los 28 lo hayan hecho o vayan a hacerlo, porque eso es sencilla y llanamente imposible de conseguir.
Lo mejor hubiera sido actuar como Suecia, que ya ha procedido al reconocimiento. Y lo inaceptable sería, el año que viene, hacerse el sueco respecto a lo que el Congreso ha decidido (en el fondo, más allá de otras consideraciones, instar a llevarlo a cabo), volviendo a dar largas al asunto. Pues, de darse esa circunstancia, terminaría siendo peor el remedio que la enfermedad: el receptor del mensaje -Tel Aviv- tomaría buena nota de que puede mantener su política obstruccionista sin ningún coste, lo que podría incluso alentarle a endurecerla.
Lo aprobado ahora por el Congreso ya fue votado por la Cámara con otra formulación en un pasado reciente -el 30 de junio de 2011- con motivo de las resoluciones tras el Debate sobre el Estado de la Nación y, como ha recordado el ministro Moratinos, también por la UE en su Declaración de Berlín en 1999.
En todos los casos, ahora y entonces, no se ponía fecha a la oficialización del reconocimiento de Palestina como Estado y, además, se supeditaba a otros factores: el avance del proceso de paz en el Próximo Oriente o el consenso internacional o europeo. Parece lógico, pero conlleva un grave problema.
El problema es que, al no fijarse límite temporal alguno para efectuar el reconocimiento, se debilita extraordinariamente la utilidad de los pronunciamientos como medida de presión sobre la parte a la que se dirigen, Israel, que puede ver con tranquilidad cómo el tiempo terminará diluyendo lo aprobado.
La única manera de evitar que la satisfacción de hoy se convierta en frustración mañana es establecer criterios de seguimiento de lo decidido que permitan activar el reconocimiento de Palestina como Estado sin esperar a las calendas griegas. Sería una tarea que correspondería impulsar especialmente al Grupo Parlamentario autor de la iniciativa, es decir, el socialista (al que hay que felicitar por ello).
¿Qué criterios?
Primero: que el Congreso vuelva a pronunciarse sobre el asunto pasados unos meses, por ejemplo, seis, medio año. Si en ese momento las cosas siguen igual de mal que hoy o peor (bloqueo de las negociaciones, continuación de la construcción de asentamientos, etc.), debería instar al Gobierno español a dar el paso de forma inmediata, sin mayor dilación.
Segundo: que el Gobierno se emplee en ese tiempo en convencer a los de los otros miembros de la Unión para que se planteen el reconocimiento, rindiendo cuentas al Congreso de sus gestiones. Pero no supeditar su decisión a que los 28 lo hayan hecho o vayan a hacerlo, porque eso es sencilla y llanamente imposible de conseguir.
Lo mejor hubiera sido actuar como Suecia, que ya ha procedido al reconocimiento. Y lo inaceptable sería, el año que viene, hacerse el sueco respecto a lo que el Congreso ha decidido (en el fondo, más allá de otras consideraciones, instar a llevarlo a cabo), volviendo a dar largas al asunto. Pues, de darse esa circunstancia, terminaría siendo peor el remedio que la enfermedad: el receptor del mensaje -Tel Aviv- tomaría buena nota de que puede mantener su política obstruccionista sin ningún coste, lo que podría incluso alentarle a endurecerla.