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España-Palestina: mucho ruido y pocas nueces

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Aparentemente, España ha dado un paso muy significativo en el apoyo a la causa palestina con la aprobación de una proposición no de ley que insta al Gobierno a reconocer plenamente a Palestina como Estado. Con tan solo dos abstenciones y un voto en contra (todos del partido del Gobierno), los parlamentarios españoles se han sumado de este modo a lo que recientemente han hecho sus homólogos británicos e irlandeses, en un gesto que quiere transmitir un cambio sustancial en la posición española sobre el prolongado conflicto derivado de la ocupación israelí iniciada en 1967.

Sin embargo, más allá del innegable efecto mediático que ese tipo de iniciativas puedan tener, resulta inevitable interpretar lo acordado como un mero lavado de conciencia que no augura ningún cambio real sobre el terreno. Hoy- tras más de 47 años de ocupación, seis guerras, dos Intifadas y las operaciones de castigo israelíes sobre Gaza (Plomo Fundido, en 2008-09, y Margen Protector, en el pasado verano)-, la vara de medida de cualquier iniciativa o decisión sobre el asunto solo puede ser el impacto que tenga en el bienestar y seguridad de los palestinos y, adicionalmente, en la posibilidad de alcanzar un acuerdo de paz.

Visto así, la proposición parlamentaria española resulta totalmente irrelevante para los millones de palestinos que sufren una ocupación que se traduce en una violación diaria de sus derechos y no hay nada que haga suponer que vaya a facilitar, ya no un acuerdo de paz, sino tan siquiera el inicio de un proceso de negociación, hoy por hoy inexistente.

La proposición es, en primer lugar, no vinculante, por lo que el Gobierno no queda en absoluto obligado a dar el paso de reconocer a Palestina como Estado. De hecho, ni tan siquiera fija una fecha o un plazo máximo (dado que no fue posible lograr el acuerdo para fijar, al menos, el de tomar la decisión antes de terminar la actual legislatura). Por otra parte, si finalmente España decidiera dar ese paso, con toda seguridad viviría la misma frustración que otros 134 Estados del planeta que, desde que Yaser Arafat proclamó el Estado palestino en 1988, ya han reconocido a Palestina (el último, Suecia) para comprobar cómo, más allá del simbolismo, nada efectivo ha cambiado ni en el nivel de bienestar de los palestinos (que ha ido progresivamente empeorando desde el arranque del llamado Proceso de Paz, hoy extinto, iniciado en Madrid en octubre de 1991), ni en el terreno de la paz.

Tampoco hay que dar por descontado que una decisión de esa naturaleza vaya a desembocar en una corriente unánime en la Unión Europea de apoyo efectivo a la causa palestina. Interesa recordar en este punto que, aunque ya a finales de 2011 había tres países miembros que bilateralmente reconocían a Palestina como Estado, eso no impidió que, cuando se votó la incorporación de Palestina a la UNESCO, se volviera a reproducir la imposibilidad de adoptar una voz única comunitaria (once de los entonces Veintisiete votaron a favor, otros once se abstuvieron y cinco se manifestaron en contra). Y hoy esa fragmentación interna persiste prácticamente en los mismos términos.

Israel es consciente de todo eso y de ahí que -al margen de que sobreactúe en su papel de ofendido, criticando a los parlamentos y gobiernos que se atreven a dar ese, en cualquier caso, bienvenido paso- no se sienta presionado para cambiar su estrategia de hechos consumados para hacerse con el control efectivo de toda Palestina. Cuenta con sus propios medios para reprimir las protestas (lleva más de 1.000 detenidos en Cisjordania en los dos últimos meses), con el respaldo inequívoco de Washington y con la falta de voluntad del resto de actores para ir más allá de las palabras y los gestos para la galería.

Llegados a este punto, si realmente hubiera deseo de mejorar las condiciones de vida de los palestinos ocupados y de avanzar hacia la paz, el camino a seguir debería ser el de simultanear una mayor ayuda efectiva a la población ocupada (con exigencias a la Autoridad Palestina para cumplir con lo acordado) con hacer sentir a Israel que la violación de la ley internacional y del derecho internacional humanitario tiene consecuencias reales. Y para eso, tanto España como la Unión Europea tienen instrumentos sobrados a su alcance, tanto en el terreno comercial, como en el diplomático, el político o incluso en el de defensa. Pero eso tiene unos costes que hoy muy pocos quieren asumir.

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