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Sobre el iPhone de Pablo Iglesias y los impuestos de las multinacionales

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Tenía razón Pablo Iglesias el otro día cuando hablaba en una escalinata del centro de Quito con Jordi Évole sobre Apple, iPhones y la escasa tributación de las multinacionales. Y es que en el caso de sacar una ley para que los monstruos empresariales tributen en la medida que les corresponde, Apple no se iría de España sencillamente porque "perdería un pastón", como llanamente nos venía a decir el líder de Podemos. Es decir, si tiene que pagar impuestos en su justa medida, los pagará, porque de otra forma simplemente pierde mucho más.

Eso sí, esa ley que Podemos tiene en mente para frenar las prácticas legales (o alegales cuando menos), pero ilícitas y, por supuesto, moralmente inaceptables, tendría alcance limitado. Y es que, en el entorno europeo, donde mercancías, capitales y personas deberían moverse con libertad, el problema tiene difícil solución si no se aborda desde una perspectiva continental e incluso mundial.

Como decía, Apple no se iría de España a vender sus móviles en Andorra, como sugería Évole en la escalinata de Quito, porque su negocio local es colosal. A la manzana se le calculan ventas por valor de más de 2.000 millones de euros en un país donde, por el contrario, no llegó ni a cuatro millones lo que se dejó en impuestos en 2013. Esa triste (o indignante) factura fiscal (un raquítico 0,2%) la logra gracias a que su filial funciona como un mero comisionista y tiendas como la de la Puerta del Sol, en Madrid, donde miles de enfebrecidos turistas y applemaniacos acuden cada día, compra a una sociedad irlandesa con un margen escaso que le permite casi no pagar en concepto de impuesto de sociedades.

Además, la compañía del iPhone y del iPad, la marca más alabada y mitificada del planeta, no es la única que le hace la trece catorce a Hacienda gracias a complejos entramados societarios diseñados por ejércitos de consultores y abogados contratados para maximizar el beneficio. Según una información de Jesús Sérvulo González publicada en El PAÍS, Microsoft sólo se dejó en las arcas del Estado 11 millones de euros en 2013, y Google, que se ha hecho con la mitad del negocio de la publicidad online, no llegó a los dos millones. Muy llamativos son también los casos de Facebook, que presume de tener 18 millones de usuarios en España (pocos me parece; ¿quién no está hoy en esta red social?) y que pagó menos de 60.000 euros en 2013, como una pyme de tres al cuarto; o de Amazon, el gigante del comercio electrónico, que sólo pagó algo más de 500.000 euros al fisco.

Apple vendió teléfonos, tabletas, ordenadores o música a través de iTunes por valor 170.000 millones de dólares en el último año. Además, en ese periodo, sus dueños se llevaron al bolsillo 37.000 millones limpios. Cuesta imaginarlo. Hacen falta leyes contundentes a nivel nacional para que estos mastodontes no se lo sigan llevando crudo, pero sobre todo hay que coordinar acciones a nivel internacional para eliminar los paraísos fiscales que le hacen el juego, empezando por los propios de la Unión Europea, como el irlandés, que es tan del gusto de las compañías estadounidenses.

En fin, urge una solución política para este problema, pues como decía hace poco Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, estas prácticas debilitan a los Gobiernos, complican la financiación de la educación, la sanidad o las carreteras, y destruyen la confianza en el sistema de los ciudadanos. Igual que paga el tendero o el que tiene una nómina, así tienen que pagar los grandes si no queremos que el sistema salte hecho pedazos o acabe dominado por dirigentes pueriles, fantasiosos o iluminados.

Además, la solución debe llegar de los políticos. No confío demasiado en las campañas de los consumidores para dejar de comprar iPhones o para dejar de tomar una taza de café en Starbucks (otra de las empresas que ha estado en el punto de mira y que ha sufrido boicoteo en el Reino Unido, con éxito por cierto). Y es que ese tipo de movilizaciones pueden ser efectivas durante días o semanas, pero finalmente pierden fuelle porque la gente sigue con su vida e, inevitablemente, acaba siendo seducida otra vez por unas compañías que, todo hay que reconocerlo, están ahí porque sacan buenos productos y porque lo hacen muy bien.

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