© Josep Giralt/FVF
La India que descubrí con Vicente Ferrer era una India aislada, extraviada, sometida por la pobreza. Por aquel entonces, la población dalit, la casta más baja, debía borrar sus propias huellas para no ensuciar los pasos de las castas más altas.
En 2014 hemos superado muchas barreras, pero la discriminación por casta sigue afectando a 165 millones de personas. En el actual contexto de pobreza, son las mujeres indias las que se llevan la peor parte: el 47% de las niñas son obligadas a contraer matrimonio siendo menores; la mujer es una carga que las familias pobres no pueden permitirse y, al casarlas, trasladan el problema a otra familia, previo pago de una dote. Al mismo tiempo, 62 millones de menores padecen desnutrición crónica debido a la herencia deficitaria en vitaminas de sus madres embarazadas. La desnutrición provoca, en sus primeros cinco años de vida, graves problemas de desarrollo físico y cognitivo que se traducen en numerosas discapacidades. Ellas estarán condenadas a entrar en un círculo aún más infernal: ser mujer e incapacitada; una carga doblemente inútil ante los ojos de la sociedad.
La India actual convive con 13 millones de menores que trabajan en condiciones infrahumanas. En el segundo país más grande del planeta y uno de los cinco emergentes, las desigualdades siguen radicalizándose porque su prosperidad no repercute en los más vulnerables.
Sólo desde la solidaridad y el activismo podremos restablecer la dignidad de quienes han visto vulnerados sus derechos más elementales.