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Crónica de países inexistentes IV. Adjaria

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Hasta hace muy poquito tiempo Adjaria fue un país inexistente, pero ya no existe como tal. Cuando no existía, le servía a Rusia para tensar las relaciones entre Georgia y Turquía y para disponer de una importante base militar y comercial en el Mar Negro, pero en el año 2004 dejó de hacerle falta y tanto Adjaria como su capital, Batumi, quedaron condenadas a existir.

En las proximidades de su demarcación caducada quedan vestigios de cuando hubo frontera -el paso a nivel de unas vías por las que han vuelto a circular los artríticos trenes soviéticos, el trazo divisorio que hace a su paso el ancho, sereno y plomizo río Natanebi, y cientos de camiones arrinconados en la cuneta a la espera de paso en la estrecha carretera hacia el puerto de Batumi-, pero ya no hay soldados uniformados reclamando pasaportes. Adjaria -que a lo largo de su historia también se ha llamado Ayaria, Adzhara o Ajaristán- ha dejado de ser la nada y ha vuelto a ser -porque la Historia se repite- una provincia al suroeste de Georgia.

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El paraje se transforma a medida que se desciende hacia el Mar Negro en dirección a la capital, Batumi. Hacia el sur, reaparece la cordillera georgiana -compartida con Turquía y Armenia, que se han quedado con los picos más altos- y hasta los nombres de las ciudades suenan de otra manera. ¿Quién diría que Ozurgeti o Laituri, enclaves que durante siglos hicieron de frontera entre Adjaria y Georgia, no son nombres de fonética euskera?

Las viviendas también cambian de fisonomía: por esa zona son cuadrangulares, de dos plantas -la vivienda está arriba- y con los tejados a cuatro aguas, con un semblante que en cierto modo recuerda a los caseríos de Euskadi. No es extraño que por su emplazamiento costero, de montañas verdes, tupidas y sin eucaliptos, Batumi esté hermanada con Donosti (Imagen: en primer término, una de las muchas mezquitas de Adjaria. Detrás, la torre que emula al Empire State de Nueva York)..

Pero Batumi y Donosti se diferencian, entre otras miles de cosas, en las cosechas y en el clima. En Adjaria reina a perpetuidad el trópico, la primavera húmeda. Y de sus árboles brotan las mandarinas, los nísperos, los limones brillantes y unas granadas rojas y pequeñas a las que sólo superan en calidad las que produce Armenia.

Quitando las laderas verdes y encrespadas que rodean a Donosti y Batumi, poco más tienen en común las dos ciudades. Batumi es golfa, desenfadada y nada aristocrática, aunque es tan cara como Moscú, y es uno de los destinos veraniegos del turismo ruso. Es pícara -por sus cromosomas otomanos-, distinguida -por sus genes georgianos-, y de mirada clara -indiscutiblemente eslava-. Es diferente por completo a todo lo que uno espera en el Cáucaso. Porque Batumi, y esto es literal, es una versión caucásica de Las Vegas con un perfil que se pretende descendiente del skyline de Manhattan.

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Vista nocturna del centro de Batumi, capital de Adjaria.

El señor Muradi, que hoy cumple 60 años como cronista oficioso de la villa, me habla de los miles de millones de dólares que se están invirtiendo en rocambolescas construcciones. Inmuebles y turismo, el nuevo gran negocio. No es dinero ruso ni georgiano, dice, son las fortunas turcas y armenias las que se están metiendo en el corazón de Adjaria. Las primeras, porque lo consideran su territorio natural, lo ha sido durante siglos. Las segundas, porque aspiran a que esa provincia georgiana se convierta algún día en la salida al mar de la que carece Armenia.

Muradi, musulmán como la mayoría de los adjarios, tampoco se atreve a cuantificar cuánto dinero está entrando, pero su poderío salta a la vista: el casino más grande del Cáucaso -una estética del Chicago de Francis Ford Coppola-; la Torre del Alfabeto, una construcción cilíndrica coronada por un restaurante giratorio que gravita sobre la ciudad; la versión fashion y miniaturizada del Empire State; el luminoso teleférico que trepa hacia las colinas; la gigantesca estatua de Medea mostrando la piel del carnero; los parques musicales con fuentes de colores; el descomunal teatro labrado en madera que recuerda a las reliquias etruscas; los restaurantes de corte marsellés; los cafés del malecón, con cierto aire a la Toscana de Luchino Visconti; las suntuosas iglesias de todas las creencias; y las mezquitas enormes -muchas- con los destellos de oro de sus medias lunas.

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Así es Batumi desde hace muy poquito tiempo, desde que la legendaria Adjaria es sólo una provincia de Georgia: un puerto, seis montañas, una playa de grava sin sombrillas y un lucrativo espejismo de fantasía y dispendio. Comercio y turismo. Ni falta el trabajo si aprieta la pobreza.

En manos soviéticas era otra cosa. Era, como significa su nombre de origen griego, el "puerto de aguas profundas" de Moscú. Era el principal puerto del mar Negro para la exportación de combustibles rusos, el más importante muelle petrolero en la región, el final del oleoducto que procedía del Caspio, de Bakú, y una base militar de primer orden, la más al sur de la que disponía la URSS. No era más. Ni pretendía. Ni siquiera era un balneario (Imagen: La Torre del Alfabeto, en Batumi. Sobre ella, un restaurante esférico y giratorio muestra la ciudad completa).

Y es que Batumi, como toda Adjaria, ha sido el resultado histórico de uno más de los negocios de ida y vuelta a los que acostumbraban los zares rusos y los sultanes otomanos. Hasta 1878, tras haberlo conquistado tres siglos y medio antes, fue territorio turco disputado a la monarquía georgiana. Ese año, el mismo en que se colocarían los raíles de un decisivo tren que uniría el Mar Negro con el Caspio, la entonces Constantinopla se lo entregó a los zares exigiendo a estos que respetaran por siempre a la población turca, así como sus costumbres y creencias.

De las manos de los zares pasó a manos de los bolcheviques en 1921, mientras nacía la URSS y las ruinas otomanas pasaban el testigo a la flamante y afrancesada República de Turquía. A cambio de mantener Adjaria, los soviets regalaron a los turcos las montañas más altas de Kars y Ardahan, despojando así a Georgia del alma de la cordillera. Adjaria entera, con Batumi como capital, quedó incorporada a la URSS como la República Socialista Soviética Autónoma de Adjaria. La mezcla eslava, georgiana y otomana ha dejado es sus gentes rasgos físicos turcos y ojos mestizos de un verde grisáceo que les hace de mirada intrigante, indefinida y firme.

Así fue como Adjaria formó parte de la Unión Soviética hasta que en 1991 Georgia se convirtió por segunda vez en su historia en país independiente -desligada ya de la desaparecida URSS- y abdujo a Adjaria, que pasó a gozar de plena soberanía.

Poco le duraron las fronteras a ese pequeño país de múltiples mestizajes, apenas 13 años. En 2004, el Ejército georgiano -jadeante de una guerra civil en sus entrañas- penetraba en Adjaria y reclamaba a Moscú que su histórica influencia abandonara definitivamente la ocupada provincia.

Lo cierto es que la presencia simbólica soviética no ha desaparecido, ahí sigue, reflejada en el turismo ruso, en la lengua que se habla y en el comercio portuario del petróleo y del gas que llega de Siberia. Pero sí es cierto que en 2007 los acuerdos secretos de Rusia con Turquía sobre el reparto de otros territorios armenios y azeríes le permitían al régimen de Moscú prescindir físicamente de Adjaria. De modo que Rusia cedió ese año a Georgia la base militar que conservaba en Batumi y la ciudad, como el resto de Adjaria, regresó a la órbita del antiguo Reino de Tbilisi.

Por eso ahora nadie exige pasaportes, de momento. Pero nunca se sabe. En el Cáucaso hay que actualizar los mapas cada diez minutos, porque las fronteras están vivas. Aparecen y desaparecen países, se agregan o desagregan a los pasados imperios y países que eran inexistentes pasan de repente a ser des-existentes o ex-inexistentes. O al revés, como está ocurriendo hoy más al norte del Cáucaso: de repente se fraguan, siempre mediante la guerra, nuevos países a los que nadie reconoce y cuya razón de ser es meramente étnica y geopolítica, como el caso de la embrionaria República Popular de Donetsk, en el este de Ucrania.

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