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¿Fue el Estado?

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El 26 de septiembre, y aparentemente como resultado de una orden del ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, seis personas fueron asesinadas por la policía en México -a uno de ellos le arrancaron los ojos y le desollaron el rostro- y 43 estudiantes fueron desaparecidos. La última vez que les vieron sus compañeros, los 43 estudiantes se alejaban detenidos en vehículos policiales.

Según la reconstrucción de los hechos ofrecida por la Procuraduría General de la República, los 43 estudiantes fueron conducidos a Cocula, a unos pocos kilómetros de Iguala, donde fueron entregados a una banda de narcotraficantes conocida como Guerreros Unidos. Según testificaron tres miembros detenidos de este grupo, los estudiantes fueron asesinados y quemados (algunos de ellos aún con vida) en una pira. Parece ser que tanto José Luis Abarca como su esposa, María de los Ángeles Pineda, eran miembros de Guerreros Unidos, que el alcalde utilizó fondos públicos para transferir entre 2 y 3 millones de pesos mensuales al grupo criminal (aproximadamente entre 110.000 y 175.000 euros), y que previamente había asesinado a uno de sus enemigos políticos.

En una de las multitudinarias marchas que han tenido lugar desde que los estudiantes desaparecieron, los manifestantes pintaron un letrero en el Zócalo, la plaza principal de la Ciudad de México, con la siguiente consigna: "Fue el Estado". Una foto del letrero circuló ampliamente por Internet, y la frase se convirtió en un hashtag viral en las redes sociales. En respuesta, el Procurador General de la República aseguró que "Iguala no es el Estado mexicano".

¿Fue el Estado?

Algunos, como por ejemplo María Amparo Casar, consideran que es un error acusar al gobierno de haber cometido un crimen de Estado. Casar señala que el gobierno federal tiene cierta responsabilidad en el asunto: por su lenta reacción, por la debilidad de sus instituciones, por una estrategia fallida para garantizar la seguridad de la ciudadanía, y más. Sin embargo, Casar considera que no se puede decir que fue el Estado porque en casos de crímenes de Estado, sostiene, existe una "destrucción masiva e indiscriminada", "están involucrados por acción u omisión todas las ramas y órdenes de gobierno", y por lo general este tipo de crímenes están acompañados de un "discurso justificatorio" por parte del gobierno. En una línea similar, Eduardo Alamillo sostiene que, bajo "una lectura muy estricta y simplista, la falta de seguridad en México es responsabilidad completa del gobierno, porque está incumpliendo una de sus obligaciones constitucionales". Esta perspectiva, sin embargo, afirma Alamillo, "no es útil" para conseguir los objetivos prácticos de la resolución del caso y la pacificación del país.

Dos ideas me parecen particularmente prominentes en esta perspectiva: (1) que no se debe acusar a un gobierno de un delito cometido por uno o más miembros individuales de ese gobierno, y (2) que, para efectos prácticos, no es útil hablar de un crimen de Estado (presumiblemente porque no ayuda a identificar y condenar a los autores individuales).

Al otro lado del debate, Amnistía Internacional critica a la Procuraduría General de la República por no reconocer que el caso Ayotzinapa es un crimen de Estado. La desaparición forzada de los estudiantes, afirma Erika Guevara Rosas, directora de Amnistía Internacional Américas, no es un caso aislado, sino más bien la última tragedia "de una larga serie de horrores que han sucedido en el estado de Guerrero y el resto del país". El crimen en México parece haberse convertido en algo sistémico. Juan Pablo Becerra-Acosta también cree que fue el Estado, no solo porque hubo representantes del gobierno mexicano entre quienes cometieron los crímenes, sino también porque grupos de inteligencia del Ejército, la Marina, la Policía Federal y del Centro de Investigación y Seguridad Nacional, conocían, desde hace meses, las actividades ilícitas de Abarca y de líderes criminales en Iguala que participaron en el caso Ayotzinapa. Por ello, Becerra-Acosta concluye que sí fue el Estado, por participación directa y por negligencia.

Incluso si el gobierno federal no fuera culpable por omisión, Santiago Corcuera, miembro del Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU, nos recuerda que el artículo 41 de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas (ratificada por México en 2008) especifica que "Las disposiciones de la presente Convención serán aplicables a todas las partes constitutivas de los Estados federales, sin limitación ni excepción alguna". Una interpretación similar se puede encontrar en el artículo 4 del Estatuto sobre Responsabilidad del Estado por Hechos Internacionalmente Ilícitos:

1. Se considerará hecho del Estado según el derecho internacional el comportamiento de todo órgano del Estado, (...) cualquiera que sea su posición en la organización del Estado y tanto si pertenece al gobierno central como a una división territorial del Estado.

2. Se entenderá que órgano incluye toda persona o entidad que tenga esa condición según el derecho interno del Estado.


Si uno considera que existen razones fundamentadas para pensar que el crimen en México se ha institucionalizado en el gobierno, que hubo negligencia por parte del gobierno federal, y/o que México tiene buenas razones para respetar los acuerdos internacionales que ha ratificado, entonces parece ser que queda refutado el primer punto en contra de la idea de describir las atrocidades de Ayotzinapa como un crimen de Estado.

El segundo punto, la idea de que no es útil decir que fue el Estado, también es cuestionable. Señalar al Estado como responsable no parece ser incompatible en modo alguno con investigar, encontrar y juzgar a los responsables individuales (los juicios de Nuremberg son un ejemplo). Por el contrario, reconocer la desconfianza de los mexicanos hacia su propio gobierno tiene una ventaja práctica importante: si el Estado mexicano es sospechoso de corrupción sistémica y otros tipos de delitos, es evidente que el propio Estado no es el agente apropiado para investigar y juzgar su propio caso. Se necesitan actores internacionales e independientes, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la ONU y Amnistía Internacional, para dar legitimidad tanto a la investigación del crimen como a los procesos legales que busquen justicia. El Estado mexicano está siendo cuestionado por sus ciudadanos--la quema de una figura del presidente Peña Nieto en una de las numerosas protestas que se han organizado, las marchas al grito de "¡Fuera Peña", las peticiones en línea para la renuncia del Presidente, y la negativa por parte de los padres de los estudiantes desaparecidos a aceptar la versión del gobierno sobre el caso Ayotzinapa, son tan solo algunas de las expresiones del descontento general y la desconfianza hacia el gobierno que se viven hoy en México.

Pero quizás la cuestión más fundamental sobre la que gira el debate en cuanto a si fue el Estado o no es determinar si hay un Estado al que podamos señalar como responsable. Si tomamos por válida la definición de Estado de Max Weber -"una comunidad humana que reclama (exitosamente) para sí el monopolio del uso legítimo de la fuerza física en un territorio determinado"- entonces no está claro que haya tal cosa como un Estado mexicano. Independientemente de cuáles sean las fuentes más plausibles de legitimidad (si es el consentimiento de la población, las consecuencias beneficiosas de las políticas a poner en práctica, la razón pública o la aprobación democrática), el gobierno mexicano necesariamente puntuará bajo en legitimidad a estas alturas. Por otra parte, y tal vez aún más importante, con decenas de grupos criminales luchando entre sí con violencia, aterrorizando y amenazando a los ciudadanos, e incluso imponiendo una suerte de impuesto a la ciudadanía (el llamado derecho de piso), no cabe duda de que el gobierno ha perdido su monopolio en el uso de la fuerza física. Puede decirse que proporcionar seguridad a sus ciudadanos es la obligación más importante de un gobierno, su más esencial razón de existir. Es indiscutible que el desempeño del gobierno mexicano en este sentido es, como poco, insatisfactorio. Tal vez la evaluación más atinada sobre México que ha sido expresada recientemente ha sido aquella pronunciada por el presidente uruguayo, José Mujica (aunque luego se haya retractado): "A uno le da la sensación, visto a la distancia, que se trata de una especie de Estado fallido, que los poderes públicos están perdidos totalmente de control, están carcomidos", Mujica dijo a la edición latinoamericana de Foreign Affairs.

La última observación puede parecer una manera sombría de concluir, pero los vacíos de poder que ha dejado el gobierno son al mismo tiempo oportunidades que pueden ser aprovechadas por los ciudadanos para cambiar el país. Las protestas pueden ser necesarias, pero no son suficientes para lograr cambios positivos. La desorganización y falta de voluntad política del gobierno deben ser enfrentadas por la población con una coordinación eficaz ciudadana. Se necesita una multitud de organizaciones civiles que estén encargadas de supervisar el trabajo de los funcionarios públicos, de revelar sus deficiencias, y de exigir resultados. Si el crimen es capaz de organizarse, ¿por qué no ha de poder hacerlo la sociedad civil?


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