En el año 2011 se estrenaba el magnífico documental Las constituyentes ,en el que se daba voz y se ponía rostro a las 27 mujeres, prácticamente invisibles, que participaron en el proceso constituyente de 1978. La película de Oliva Acosta supuso un más que necesario ejercicio de memoria democrática en un país en el que no hemos asumido que, sin ella, no es posible construir un saludable régimen de libertades y en el que, por supuesto, todavía cuesta reconocer el ejercicio de poder por parte de las mujeres y su contribución a la definición de lo público. Además, en Las constituyentes no solo asistimos a un recorrido histórico, sino que también, a través de un círculo en el que participan políticas de distintas generaciones y partidos, se plantean jugosas reflexiones sobre el presente y el futuro de la democracia. Unas reflexiones que justo ahora no deberían caer en saco roto.
En estos momentos en los que tantos pilares que creíamos sólidos se tambalean, y en el que solo unos pocos insensatos ponen en duda la necesidad de plantear una profunda revisión del texto constitucional, debería ser prioritario tener en cuenta la dimensión de género que debería en todo caso presidir cualquier propuesta de reforma. Es decir, en ningún caso deberíamos perder los hilos que empezaron a mover las pioneras que resultaron elegidas en 1977 y que, casi cuatro décadas después, siguen corriendo el hilo de cortarse ante la presión de unas estructuras sociales y políticas que, pese a los avances, continúan manteniendo un discurso patriarcal.
Difícilmente avanzaremos en la igualdad de mujeres y hombres -y no lograremos pues acabar con consecuencias terribles de esta, como la dramática e insoportable violencia machista- si no conseguimos que ellas estén también en la definición del pacto. O lo que es lo mismo, si ellas no participan de manera directa y plena, en igualdad de condiciones con los varones, en el ejercicio del poder constituyente. La clave de la desigualdad que permanece, y que incluso en determinados ámbitos avanza, está directamente relacionada con el mantenimiento de jerarquías y con un ejercicio androcéntrico del poder que domina lo público y, a la vez, sus relaciones con lo privado. Mientras que las mujeres -en cuanto mitad de la ciudadanía, y no por tanto en cuanto colectivo necesitado de una protección paternalista- no tengan voz propia, reconocimiento de su autoridad y participación equilibrada en los poderes políticos y económicos, estaremos limitándonos a poner parches, a hilvanar descosidos y a conceder graciosamente determinados espacios. Pero no estaremos transformando las bases de un contrato en el que ellas y nosotros seguiremos sin negociar en igualdad de condiciones.
Por lo tanto, ante una -esperemos que inminente- reforma constitucional, una cuestión previa e ineludible debería ser la presencia paritaria de mujeres y hombres en la definición de las nuevas cláusulas del contrato. Y, junto a esa dimensión cuantitativa, no deberíamos perder de vista la cualitativa. Es decir, el entendimiento de que la igualdad debe ser la piedra angular del sistema democrático y de que, sobre la de género, pivotan a su vez todas las demás relaciones de poder que se generan en las sociedades. El que pretenda reformar la Constitución española sin tener en cuenta ambas dimensiones volverá a cometer el error de prescindir de una mitad. Y, por lo tanto, seguirá amparado un régimen que difícilmente merece el calificativo de democrático. Porque, y esto debería ser la primera lección de cualquier curso de Derecho Constitucional, la norma fundamental del sistema jurídico no debería ser nunca concebida solo por padres constituyentes que continúen alardeando de que no necesitan a las madres para alumbrar el pacto mediante al cual regulamos el ejercicio del poder y la ciudadanía. Un error que ya cometimos en 1978 y que casi cuarenta años después no deberíamos volver a repetir.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor