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Por el 6 de diciembre (y no el 12 de octubre)

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Un año más celebramos el 6 de diciembre, el Día de la Constitución, ajenos a la importancia de la efeméride. Un día desaprovechado que pone en evidencia la más que desafortunada simbología civil de nuestra democracia. El 6 de diciembre podía haber sido nuestro 4 o 14 de julio, pero no fuimos capaces de hacerlo aunque quizás todavía podamos arreglarlo. El 6 de diciembre representa el día en el que todos los deseos y anhelos colectivos democráticos se hicieron realidad. Una fecha, la del 6 de diciembre de 1978, cargada de ilusión, futuro, esperanza, libertad.... Nunca vivimos los españoles un día de mayor ensueño que aquél, los que lo protagonizaron, los que lo recordamos aunque éramos unos niños. Es imposible encontrar otro día con mayor carga simbólica en la España moderna. Por fin vivíamos en democracia y se reconocían las aspiraciones legítimas de todos y todas abriendo un camino que, aunque se sabía que no iba ser sencillo, anticipaba la etapa de mayor prosperidad y libertad de la historia.

Sin embargo, erróneamente, en vez de apostar como referente por el futuro y la convivencia, por la nueva modernidad, elegimos como Fiesta Nacional de España el 12 de octubre, probablemente para evitar herir susceptibilidades en la caverna. Al concentrar los fastos en el 12 de octubre, fiesta cristiano-católica de guardar -la Virgen del Pilar- que coincide con el día en el que Cristóbal Colón desembarcó en América, se emitió un mensaje contradictorio e incluso demoledor sobre el anhelado sueño democrático y constitucional. El 12 de octubre simboliza el pasado y la nostalgia de una España que ya no existe y que nadie o muy pocos añoran. El 12 de octubre es la fiesta de lo que otros proyectaron en el mundo hace siglos, en un momento histórico que nada tiene que ver con el presente.

España necesita celebrar el 6 de diciembre como referencia de futuro, de convivencia en diversidad, de optimismo y, sobre todo, de democracia. Pero no lo hacemos, ni quizás lo sigamos haciendo porque el Gobierno del PP ha anunciado que puede llegar incluso a cambiarlo de día para celebrarse el 5, el 7, o el día que sea para evitar que contribuya a crear un puente. Esa es la confianza que tenemos en nuestro proyecto colectivo.

La España democrática no la logrado construir una simbología que la represente en sus diferentes facetas, ni con sus símbolos identificativos -bandera, himno-, ni con el establecimiento de festividades civiles compartidas y sentidas por todos. Es verdad que venimos de un pasado particularmente gris en este ámbito, y que vivimos en un país sin apenas tradición de símbolos que se identifiquen con la siempre delicada identidad nacional, por decirlo de alguna manera, como la bandera. Pero es que en democracia no hemos sido capaces de lograr ni lo que el Movimiento Nacional y el Nacional-Catolicismo lograron con el 18 de julio como fiesta civil del franquismo.

La inexistencia de una simbología democrática compartida por todos es patente. Un espacio imprescindible e incompleto que debilita la cohesión democrática de nuestras instituciones. Durante la Transición, los que la recordamos, aunque fuéramos niños, nos acordamos de cómo la extrema derecha -lo que quedaba del régimen agonizante, pero que todavía daba mucho miedo- y la derecha en general nunca dejaron de enarbolar la bandera que con un escudo diferente se convertiría a partir de 1978 en constitucional. La derecha sigue haciéndolo en todas sus manifestaciones, prácticamente en exclusiva, y quizás por ello su uso simbólico y colectivo sea el que es salvo cuando juega al fútbol la Roja. Así se comprende que en las grandes concentraciones de la izquierda la bandera casi siempre resulte una rareza.

El fracaso de los símbolos democráticos, de difícil solución el de la bandera -y no digamos ya el del himno- sirve para mostrar la complejidad de nuestro sistema democrático y para poner en evidencia algunos de sus problemas y asignaturas pendientes.

Este hecho se mezcla con otra realidad, la confesionalidad cristiano-católica prácticamente absoluta y omnipresente de la mayoría de celebraciones institucionales, que ya sea por su origen o por una forzada vinculación religiosa casi siempre se celebran acompañadas de una misa católica. El día de la policía -misa en el cuartel por los Santos Ángeles Custodios-, policía foral de Navarra -ídem por el Santo Ángel de la Guarda-, día de la infantería -Inmaculada Concepción- sólo son tres ejemplos entre una casuística prácticamente infinita. Sólo el venido a menos 6 de diciembre tiene un origen laico y civil puro. También somos uno de los pocos países de la Unión Europea en el que el 9 de mayo -el día de Europa- no es festivo.

Es verdad que en la izquierda, al menos la española, no hemos sido nunca demasiado de banderas. Nuestra bandera son los derechos, las instituciones, nuestra patria, las libertades. Pero ello no quiere decir que no tengamos necesidad de poder expresar por algún cauce de vez en cuando nuestro patriotismo progresista.

Un patriotismo progresista en el que, en palabras de Javier Fernández, presidente de Asturias, "la España de los símbolos, los signos y las banderas nos importa menos que la de los hombres y mujeres que trabajan, estudian, que llora o que ríen en ella". Una España en la que debemos sacar partido simbólico y como elemento cohesionador y de progreso a elementos como nuestro idioma común, el castellano, un buen símbolo, que es lo que compartimos y nos proyecta a América y al resto del mundo, y no tanto el descubrimiento y la llamada conquista del 12 de octubre. Es nuestra historia plural y objetiva, el patrimonio cultural, la ciencia o el cine que producimos, o nuestros grandes artistas y escritores como Goya, Picasso o Cervantes, en un país europeo y rico, en el que por fin las diferentes culturas y lenguas españolas conviven libremente en igualdad. Valores del 6 de diciembre y no del 12 de octubre.

Ante este desierto simbólico colectivo se ha dado rienda suelta a los elementos identitarios locales y regionales, casi siempre exacerbándolos, en su mayoría también de origen religioso católico. La vida institucional local y regional se ha hecho asfixiante. Las romerías, procesiones, misas y ofrendas saturan la agenda de la clase política.

Los que somos de izquierda sabemos que las identidades nacionales no son culturales, son el resultado de transacciones políticas, son el resultado de acuerdos políticos, son convenciones, invenciones. Las identidades culturales, las reales, son mucho más complejas, son individuales y también grupales, combinan elementos incatalogables, y cuando una de sus combinaciones se convierte en identidad nacional lo es siempre por la vía de la imposición para los individuos y colectivos que no forman parte del núcleo duro de la misma, generando por tanto alejamiento y desafección.

De nuevo, en palabras de Javier Fernández, "somos menos partidarios de las identidades fuertes que de las identidades múltiples, yo vengo de una tierra en que las identidades se suman, no se restan, pero en un mundo cosmopolita, nosotros construimos nuestra identidad nosotros elegimos nuestra identidad."

Una realidad que constituye un verdadero problema en un país como el nuestro en que todo se politiza y todo sirve para alimentar el enfrentamiento. Una realidad en la que el carácter plurinacional complica la búsqueda de una solución simbólica a esta carencia, como demuestran incluso las cada vez más difíciles relaciones entre el centro y la periferia.

Por todo ello, cuando se reforme la Constitución, que se reformará como propone el PSOE, deberíamos volver a celebrar el referéndum el 6 de diciembre, y convertir esa fecha en la principal y única Fiesta Nacional, la de la convivencia democrática en pluralidad y diversidad. Por una vez tendremos que pensar en el futuro dejando atrás para siempre inútiles aires de grandeza y creencia sobrenaturales impuestas. Celebremos, todos juntos, el porvenir.

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