El paisaje que rodea al museo resulta, en un día como este, sobrecogedor. Estamos a tres o cuatro grados bajo cero, el cielo es tan gris que parece que se va a desprender sobre nuestras cabezas, los árboles que rodean al edificio se yerguen pelados y míseros, sólo unos escolares de vuelta a casa y una anciana que pasea a su perro se atreven a cruzar la plaza. Y sin embargo, el museo está lleno, sobre todo de gente joven, de estudiantes, de turistas, de familias, algunas personas mayores, algunos extranjeros con aspecto de profesores.
Hace apenas unos días que se abrió al público la exposición central de Polin, el Museo de Historia de los Judíos de Polonia en Varsovia -aunque el museo como tal existía ya hacía algún tiempo. El museo se halla justo en el espacio donde entre 1940 y 1943 los nazis encerraron a casi medio millón de personas tras unos muros, en un territorio de muerte y destrucción. El Gueto de Varsovia es, con razón, un espacio de la memoria de toda Europa, un lugar de la reflexión y el recuerdo, pero -pese a tablillas conmemorativas, pese al monumento a los caídos en el Levantamiento del Gueto, pese a la conmemoración en los nombres de muchas calles- hasta ahora su auténtica dimensión había quedado oscurecida y postergada. En los años cincuenta, los gerifaltes comunistas polacos decidieron construir viviendas sobre las ruinas que habían dejado los nazis en 1943, durante la liquidación del Levantamiento. Los kilómetros cuadrados empapados en sangre se cubrieron de bloques de edificios racionalistas y pobres, en lo que dio a Varsovia uno de los barrios más tristes y faltos de personalidad de toda la ciudad. Apenas se aguanta el pasear por estas calles, al menos en invierno. Es posible, sin embargo, que la sensación de malestar se origine en el espíritu de la destrucción, el genius loci negativo del suelo sobre el que se alzaban las casas nuevas. Los obreros venían a vivir sobre las cenizas de quienes se negaron a ser llevados a Treblinka y prefirieron morir con dignidad en un combate desigual y desesperado.
El nuevo museo, dirigido por un viejo conocido, Dariusz Stola, uno de los mejores historiadores de la postguerra polaca, ha sido construido sobre todo a base de donaciones. Una iniciativa de los investigadores del instituto de historia de los judíos de Polonia se convirtió con los años en un movimiento de la sociedad civil que consiguió arrancar fondos y apoyos de muy distintos sitios. Y el resultado es algo que todo europeo -al menos- debiera contemplar.
Porque el museo de Varsovia viene a cubrir un hueco, una falta, que el Museo del Holocausto en Washington no era capaz: si el museo norteamericano se ocupa de las fábricas de la muerte, del crimen inmenso perpetrado por los nazis, del final de la historia de la judería europea, el de Varsovia por el contrario, trata sobre todo de la vida, de la realidad milenaria de un pueblo y una religión en el centro de Europa, conviviendo a veces en paz, perseguido a veces, con los otros pueblos, religiones y lenguas que han poblado estas tierras a lo largo del tiempo.
No es poca cosa el darse cuenta de la intensidad de la interrelación de los judíos con el centro de Europa. En las fronteras orientales de la antigua República Polaca, en las lenguas de tierra desde el río Oder hasta el Dniéper, las aldeas y pueblos judíos desarrollaban una vida plural y activa, dedicados al comercio, el arte, la artesanía, la medicina, los pequeños negocios o los grandes. Había judíos de todo tipo: ortodoxos, ateos, socialistas, de infinitas sectas religiosas, convertidos, vestidos a la europea o con caftán negro y steimel, hablando polaco o yiddish, rezando en hebreo o recitando a Marx. La vida judía se extendía hasta las ciudades, algunas, como Cracovia, Vilnius o Varsovia, con hasta un veinticinco por ciento de habitantes considerados judíos -de una forma u otra-. Las calles de estas ciudades vibraban de vida judía, de cafés, cines y teatros en yiddish, polaco -o alemán-, de sinagogas y salas de oración, de escuelas y yeshivas, de pequeños talleres de artesanos, de comercios, partidos políticos, periódicos en caracteres hebreos o latinos, músicos y modistas, poetisas y escritores, pobres de solemnidad y ricos propietarios. Se trataba en definitiva, de toda una civilización, la de la judería europea, que fue destruida por completo y para siempre por el holocausto.
El museo es uno de esos museos modernos, interactivos, en los que se toca y se participa. Uno puede pasear por una aldea de la Galicia austríaca o recorrer una calle de Varsovia, sentarse en un cine, leer la prensa de entreguerras, entrar en una sinagoga de madera, escuchar y ver a los habitantes de un mundo perdido. No se evita en el museo la violencia antisemita, no se pasa por encima de las persecuciones y pogromos, ni de la final destrucción provocada por los nazis y sus ayudantes, se habla también de los guetos -claro- y de Auschwitz y Treblinka. Se habla también -lo que es a mi juicio uno de los principales valores del museo- de la época de la posguerra, cuando los supervivientes de los campos volvían a sus casas para encontrarse que estaban ocupadas por otros y verse de nuevo perseguidos por quienes también habían sido víctimas. Y no se olvida el cinismo de los gobernantes comunistas que utilizaron en 1968 el antisemitismo como herramienta para doblegar a la oposición que pedía reformas democráticas y empujar a muchos de los últimos judíos de Polonia a una emigración final y aún más amarga, por inesperada y absurda.
Pero no esto lo que domina en el museo. En Polin -como los judíos llamaban a Polonia-, lo que está por encima de todo es la memoria de la vida, de una vida imposible de recuperar, pero cuyo recuerdo no es -no debe ser- nostalgia vana de un pasado perdido. Al contrario: visitar este lugar de la memoria nos debe hacer recordar que lo normal en el mundo ha sido siempre la multiculturalidad, la mezcla de lenguas y culturas, la capacidad de vivir incluso en conflicto, pero siempre en contacto, unos con otros. En Europa lo anormal, lo extraño, lo aberrante, ha sido siempre el monolingüismo, la monocultura, la homogeneidad y el intento de asimilar todo a un solo patrón, toda divergencia del modelo, todo disidente a la cultura mayoritaria.
No les sirvió a los nazis: no aniquilaron a los judíos; en el barrio del antiguo gueto, donde hoy me encuentro frente al museo, pasando frío y viendo correr al perro de la señora, el gris dará paso en unos meses -lo sé, lo he visto- a una primavera polaca de un verde intenso. Y de la misma forma, no muy lejos de allí, está el colegio judío, en el que hoy conviven hoy niños polacos judíos y cristianos. No sólo quedan memoria, no sólo hay esperanzas. Hay también, pese a todo, realidades.
Hace apenas unos días que se abrió al público la exposición central de Polin, el Museo de Historia de los Judíos de Polonia en Varsovia -aunque el museo como tal existía ya hacía algún tiempo. El museo se halla justo en el espacio donde entre 1940 y 1943 los nazis encerraron a casi medio millón de personas tras unos muros, en un territorio de muerte y destrucción. El Gueto de Varsovia es, con razón, un espacio de la memoria de toda Europa, un lugar de la reflexión y el recuerdo, pero -pese a tablillas conmemorativas, pese al monumento a los caídos en el Levantamiento del Gueto, pese a la conmemoración en los nombres de muchas calles- hasta ahora su auténtica dimensión había quedado oscurecida y postergada. En los años cincuenta, los gerifaltes comunistas polacos decidieron construir viviendas sobre las ruinas que habían dejado los nazis en 1943, durante la liquidación del Levantamiento. Los kilómetros cuadrados empapados en sangre se cubrieron de bloques de edificios racionalistas y pobres, en lo que dio a Varsovia uno de los barrios más tristes y faltos de personalidad de toda la ciudad. Apenas se aguanta el pasear por estas calles, al menos en invierno. Es posible, sin embargo, que la sensación de malestar se origine en el espíritu de la destrucción, el genius loci negativo del suelo sobre el que se alzaban las casas nuevas. Los obreros venían a vivir sobre las cenizas de quienes se negaron a ser llevados a Treblinka y prefirieron morir con dignidad en un combate desigual y desesperado.
El nuevo museo, dirigido por un viejo conocido, Dariusz Stola, uno de los mejores historiadores de la postguerra polaca, ha sido construido sobre todo a base de donaciones. Una iniciativa de los investigadores del instituto de historia de los judíos de Polonia se convirtió con los años en un movimiento de la sociedad civil que consiguió arrancar fondos y apoyos de muy distintos sitios. Y el resultado es algo que todo europeo -al menos- debiera contemplar.
Porque el museo de Varsovia viene a cubrir un hueco, una falta, que el Museo del Holocausto en Washington no era capaz: si el museo norteamericano se ocupa de las fábricas de la muerte, del crimen inmenso perpetrado por los nazis, del final de la historia de la judería europea, el de Varsovia por el contrario, trata sobre todo de la vida, de la realidad milenaria de un pueblo y una religión en el centro de Europa, conviviendo a veces en paz, perseguido a veces, con los otros pueblos, religiones y lenguas que han poblado estas tierras a lo largo del tiempo.
No es poca cosa el darse cuenta de la intensidad de la interrelación de los judíos con el centro de Europa. En las fronteras orientales de la antigua República Polaca, en las lenguas de tierra desde el río Oder hasta el Dniéper, las aldeas y pueblos judíos desarrollaban una vida plural y activa, dedicados al comercio, el arte, la artesanía, la medicina, los pequeños negocios o los grandes. Había judíos de todo tipo: ortodoxos, ateos, socialistas, de infinitas sectas religiosas, convertidos, vestidos a la europea o con caftán negro y steimel, hablando polaco o yiddish, rezando en hebreo o recitando a Marx. La vida judía se extendía hasta las ciudades, algunas, como Cracovia, Vilnius o Varsovia, con hasta un veinticinco por ciento de habitantes considerados judíos -de una forma u otra-. Las calles de estas ciudades vibraban de vida judía, de cafés, cines y teatros en yiddish, polaco -o alemán-, de sinagogas y salas de oración, de escuelas y yeshivas, de pequeños talleres de artesanos, de comercios, partidos políticos, periódicos en caracteres hebreos o latinos, músicos y modistas, poetisas y escritores, pobres de solemnidad y ricos propietarios. Se trataba en definitiva, de toda una civilización, la de la judería europea, que fue destruida por completo y para siempre por el holocausto.
El museo es uno de esos museos modernos, interactivos, en los que se toca y se participa. Uno puede pasear por una aldea de la Galicia austríaca o recorrer una calle de Varsovia, sentarse en un cine, leer la prensa de entreguerras, entrar en una sinagoga de madera, escuchar y ver a los habitantes de un mundo perdido. No se evita en el museo la violencia antisemita, no se pasa por encima de las persecuciones y pogromos, ni de la final destrucción provocada por los nazis y sus ayudantes, se habla también de los guetos -claro- y de Auschwitz y Treblinka. Se habla también -lo que es a mi juicio uno de los principales valores del museo- de la época de la posguerra, cuando los supervivientes de los campos volvían a sus casas para encontrarse que estaban ocupadas por otros y verse de nuevo perseguidos por quienes también habían sido víctimas. Y no se olvida el cinismo de los gobernantes comunistas que utilizaron en 1968 el antisemitismo como herramienta para doblegar a la oposición que pedía reformas democráticas y empujar a muchos de los últimos judíos de Polonia a una emigración final y aún más amarga, por inesperada y absurda.
Pero no esto lo que domina en el museo. En Polin -como los judíos llamaban a Polonia-, lo que está por encima de todo es la memoria de la vida, de una vida imposible de recuperar, pero cuyo recuerdo no es -no debe ser- nostalgia vana de un pasado perdido. Al contrario: visitar este lugar de la memoria nos debe hacer recordar que lo normal en el mundo ha sido siempre la multiculturalidad, la mezcla de lenguas y culturas, la capacidad de vivir incluso en conflicto, pero siempre en contacto, unos con otros. En Europa lo anormal, lo extraño, lo aberrante, ha sido siempre el monolingüismo, la monocultura, la homogeneidad y el intento de asimilar todo a un solo patrón, toda divergencia del modelo, todo disidente a la cultura mayoritaria.
No les sirvió a los nazis: no aniquilaron a los judíos; en el barrio del antiguo gueto, donde hoy me encuentro frente al museo, pasando frío y viendo correr al perro de la señora, el gris dará paso en unos meses -lo sé, lo he visto- a una primavera polaca de un verde intenso. Y de la misma forma, no muy lejos de allí, está el colegio judío, en el que hoy conviven hoy niños polacos judíos y cristianos. No sólo quedan memoria, no sólo hay esperanzas. Hay también, pese a todo, realidades.