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Chespirito

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No recuerdo la primera vez que vi Chespirito, su presencia antedata mi memoria. Desde que tengo uso de razón, Chespirito existe como una parte cotidiana e indispensable de mi vida. Lo que sí recuerdo bien es aquel domingo lejano en el que mi familia y yo paseábamos por la Ciudad de México y nos encontramos con una vecindad. Ya para entonces, las vecindades eran un fenómeno raro y yo me asomé a la reja como quien entra a los roperos en busca de Narnia. Mi corazón palpitaba con taquicardia mientras observaba el paisaje desolado; las enredaderas habían carcomido las paredes pero el patio central seguía intacto. Busqué con desesperación el barril, me parecía inconcebible pensar en una vecindad que no tuviera uno.

No puedo disociar mi infancia de Chespirito, su presencia fue constante y privilegiada. Recuerdo a Don Ramón como quién recuerda a un tío. En ese entonces nunca me imaginé que Don Ramón ya no existía sobre esta tierra. Su carisma, sus expresiones, sus problemas me parecían tan tangibles y reales que lo acomodé en el imaginario colectivo de mi propia vida. Mi predilección por este personaje no era del todo casual, encaucé la injusticia social latinoamericana en su personaje. Don Ramón, el hombre del pueblo, injustamente agredido una y otra vez por Doña Florinda. La resistencia de Don Ramón me frustraba, pero su bondad me brindaba esperanza.
De esa misma manera funciona el personaje del Chapulín Colorado. En una región corroída por la pobreza y la corrupción solo el humor y la empatía son capaces de salvarnos. En el mundo anglosajón, los conceptos de bien y mal, vida y muerte están claramente diferenciados. En América Latina los absolutos son incomprensibles, se entremezclan hasta crear una masa densa e irreconocible. En nuestra literatura, los muertos son a menudo los vivos. En nuestra historia, nuestros salvadores suelen ser los verdugos. Por eso el Chapulín no aspira a la grandeza sino a la ingenuidad. El Chapulín Colorado es el héroe por antonomasia de nuestra región porque, como nuestras sociedades, depende del ingenio y del accidente para triunfar. Hay un mensaje sumamente acorde a la historia latinoamericana: no es la sofisticación y la modernidad lo que nos va a salvar, es nuestra propia inventiva, nuestro origen, a veces chusco pero siempre genuino. Chespirito habrá tomado su nombre de Shakespeare pero El Chapulín Colorado es un personaje cervantino. El héroe improbable, tardío, perdido en la locura de su propio delirio de grandeza, pero siempre efectivo.

Aun así, de todos los programas de Chespirito, el Chavo del Ocho es el más querido. Sus elementos son sencillos: una vecindad, personajes carismáticos y una historia que se repite. Pero sus personajes nos reflejan y nos caricaturizan, nos generan risa y, a la vez, empatía. Detrás de El Chavo del Ocho hay una doble historia a la vez cómica y conmovedora. Por una parte, la historia de la pobreza, del clasismo, la historia de la construcción social casi imposible, del orden dentro del caos. Pero también la historia simple; la de la infancia y sus sueños. El Chavo del Ocho se regocija en explotar las sutilezas de la vida cotidiana. Las dinámicas de envidia y pleito siempre dan lugar a las de unión; en el Chavo del Ocho siempre triunfa la amistad y la comunidad. Y dentro de esa compleja cosmogonía emerge el Chavo, el personaje que cimienta la harmonía, que construye el vínculo central; el engrudo.

Roberto Gómez Bolaños ha muerto, pero Chespirito es inmortal. Es cierto que el español une a América Latina, pero sus formas y particularidades también la dividen. Chespirito creó el primer lenguaje interregional. Un lenguaje lleno de frases, sonidos, movimientos de las manos, aspavientos y referencias culturales que hoy son parte de la jerga cotidiana del mundo hispanoparlante. Si de softpower se trata, Chespirito ha logrado lo que ningún canciller mexicano, y lo ha hecho con la suave filigrana del humor blanco. En una región hermanada por la lengua, las rivalidades futbolísticas, los egos nacionalistas y los folklores en competencia a menudo nos dividen. Dentro de toda esa parafernalia de idiosincrasias, Chespirito parece unirnos. El mérito no es menor. A la geografía mitológica de América Latina cuyos exponentes máximos son Macondo y Comala habría que agregar dos: Tangamandapio y la vecindad [lugares de referencia en la serie El Chavo del Ocho].

Recuerdo nuevamente aquella imagen de mi niñez, recuerdo que me asomaba a través de un vidrio a una vecindad abandonada de sus brujas, de sus niños, de su barril. Y todo alrededor eran rascacielos, bullicio, cadenas de comida rápida... Había algo sumamente triste en la metáfora, como si hubiéramos olvidado algo en el trasfondo de nuestra memoria, como si hubiéramos escuchado la campana del progreso y hubiéramos dejado precipitados ese patio, ávidos por abordar con desenfreno la modernidad. Pero las ciudades y sus habitantes guardan secretos y, aunque abandonada, la vecindad persistía. Quizás entonces, un día, en una esquina cualquiera de América Latina, daremos una vuelta equivocada y nos reencontraremos al Chavo del Ocho, a Quico, A Don Ramón.... Como el Chapulín, regresaremos tarde y poco preparados, pero estoy seguro que regresaremos y nunca nos olvidaremos de nuestro origen.

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