Vista al atardecer del paseo marítimo de Yalta, en Crimea
Además de una repentina modificación del mapa, la actual inexistencia de Crimea -la península que adentra su belleza en el Mar Negro-, es uno de los más tremendos dramas humanitarios de esta región centroeuropea.
Crimea ya figura en los nuevos mapas de Moscú como una parte de la Federación Rusa, pero permanece como parte de Ucrania en los mapas de Kiev. Esta peligrosa coexistencia -inexistencia- que parece no perturbar el sueño de Washington ni de Bruselas ha supuesto el desplazamiento migratorio, hasta la fecha, de 430.000 rusos y ucranianos, según datos de Naciones Unidas, de ACNUR. La cifra tiene esa asombrosa dimensión porque incluye a los refugiados que han llegado a Crimea huyendo de la absurda guerra que se libra en el este de Ucrania, en las provincias de Donetsk y Lugansk.
Para cruzar por mar a Crimea desde la Vega del Kubán -en suelo ruso- ha habido que esperar tres días en Krasnodar, hasta que ha amainado el fuerte viento, y los ferrys que cruzan el Estrecho de Kerch han vuelto a la actividad. Es el paso más intermitente e inseguro para llegar a Crimea, pero es el único posible si se prescinde de aeropuertos.
Había llegado a Krasnodar desde Sochi, desde el Hollywood ruso, desde la Isla Mágica de Putin, desde donde los esquiadores de los últimos Juegos Olímpicos de Invierno se lanzaban en manga corta por las laderas a una nieve importada de las cumbres del Cáucaso. En esos días de espera tuve tiempo de comprobar cómo transcurre la vida en una minúscula aldea del páramo del Kubán, en Novomyshastovskaya. La vida allí es así: cuervos, silencio, viento helado y sigiloso que desmelena los sauces y espolvorea la hojarasca, humo que flota al caer la tarde; humo quieto, de los rastrojos quemados, que envuelve atardeceres de círculos precisos, incandescentes.
Desde Krasnodar emprendí viaje en el coche de Sergei, un ruso corpulento y extrovertido que se dirigía a Crimea para llevar a sus parientes un enorme televisor de plasma, de cincuenta pulgadas. Desde que las banderas rusas ondean de nuevo en suelo crimeano dice que esto es habitual: esos productos resultan mucho más baratos en Rusia que en Crimea. También las carreteras son mejores, dice Sergei. En suelo ruso se puede ir a 140 kilómetros por hora, dice señalando el velocímetro del coche, y en el asfalto telúrico crimeano no hay vehículo que aguante a más de 60.
Durante las muchas horas de viaje Sergei me insiste en lo mismo. Crimea era una joya cuando aún era soviética, y ahora está completamente abandonada. Me dice que nadie sabía de la existencia de Sochi por aquel entonces, pero que Yalta -en Crimea- era famosa en Rusia y en todo el mundo no sólo por su belleza, también por ser el destino turístico de mayor calidad en el Mar Negro. "Yalta was not fantastic, but superfantastic", dice alborotando las manos. "Yalta quedó abandonada por Ucrania -insiste Sergei-, y sin embargo ¡mira Sochi!, ¡mira lo que ha hecho Putin con Sochi! La ha situado en todos los mapamundis. Y lo mismo ha prometido hacer con Yalta".
Vista de los muelles del puerto de Yalta, en Crimea.
Desde el último lazo urbano ruso, desde Ilych, la carretera se estira como un infinito alambre sobre el Mar Negro hasta llegar a su definitivo extremo, al punto donde extenúa el suelo continental ruso y se abre el Estrecho de Kerch. A un lado el pequeño y casi dulce Mar de Azov; al otro, el Mar Negro, saturado de sal. El choque de densidades de esas aguas es también un peligro que se suma a los violentos vientos. Hace poquito naufragaron simultáneamente cinco mercantes en un día. Vertieron en esas aguas 4.000 toneladas de azufre y 2.000 toneladas de petróleo.
Cruzar el Estrecho de Kerch es un calvario, al margen de que lo permitan las condiciones climáticas. Hacía tiempo que no veía kilómetros y kilómetros de vehículos cargados de enseres personales esperando su turno para meterse en un obsoleto ferry que los transporte a la otra orilla. ¿Cuántos de ellos serán refugiados rusos o ucranianos que retornan a sus casas de Crimea? ¿Cuántos miles de rusos y ucranianos abandonaron la península desde el pasado febrero, desde la sangrienta revuelta de Maidán, en Kiev?
La situación extrema del Estrecho -agravada por el surgimiento de la nueva frontera que limita el tránsito de personas y mercancías entre el norte de Crimea y el sur de Ucrania-, dificulta actualmente el abastecimiento a la península de artículos de primera necesidad, el agua potable entre ellos. Hasta el Gobierno de Moscú ha dado la voz de alarma: sin suministros, será imposible garantizar un invierno apacible a tantos y tantos refugiados.
Y es que Kerch es un paso pleistocénico. Un joven ruso me explica que el barco que lo cruza, hierro puro, obra de los astilleros griegos, comenzó a funcionar en 1975, casi 20 años después de que Rusia lanzara su primer Spútnik al espacio. "Así es Rusia -me dice sonriendo-; primero lo inalcanzable, y luego lo cotidiano". No quiero ni imaginar lo que debía ser hace unos meses traspasar este estrecho, cuando además era un paso fronterizo entre Rusia y Ucrania. Ahora es más ágil, sólo se tarda un día en cruzar cinco kilómetros. Porque es viajar "de Rusia a Rusia", no hace falta pasaporte.
Es noche cerrada y helada cuando subimos al ferry. En esta zona del mundo, la noche no cae, se desploma de golpe. Dejamos atrás a la multitud que permanece con resignación en las cabinas de sus coches, de sus camiones, de sus autobuses o en los vagones del tren -que también aguarda turno-, sin atreverse si quiera a salir para fumar un cigarrillo. Miro la luna y descubro que tiene el mismo tamaño que la que vi en Shushi, en Nagorno Karabaj. Quiere decir que llevo ya un mes de frontera en frontera, tres mil kilómetros de caminos bloqueados por militares.
Al día siguiente de anexionarse Crimea, Putin hizo una de sus fastuosas promesas. Construirá el deseado puente que salve los cinco kilómetros del Estrecho. Tendrá cuatro carriles de asfalto y dos vías para los trenes. Se tardará cuatro años en hacerlo, siempre que la Unión Europea ceje en su empeño político de impedirlo. "Pero verás cómo lo hace", dice orgulloso Sergei antes de despedirse.
Él pone rumbo a Feodosia. Yo a última hora he cambiado de opinión y he decidido no seguir con él. Voy a Yalta, esa ciudad que me ha fascinado desde niño, desde que en el colegio supe que en ella, y en secreto, se diseñó en 1945 el orden mundial que ha imperado en la segunda mitad del siglo XX. Churchill, Roosvelt y Stalin se empacharon allí de caviar y pollo frito mientras se inventaban Yugoslavia y se repartían los pedazos de mundo.
Cuando llego a esa mítica ciudad está ya muy entrada la mañana, después de toda la noche por carreteras imposibles. Es una hermosa plaza costera flanqueada a su espalda por el único macizo montañoso de Crimea. Intento imaginar Yalta sin banderas rusas en todas las cornisas, pero no puedo. Prefiero pensar que a estar horas no ha cambiado manos y no habrá vuelto a ser turca o tártara o tal vez ucraniana. Yalta, Crimea.
Crimea lleva toda su existencia soportando guerras y cambiando de capataz. Primero fue griega, luego romana y más tarde bizantina... después túrquica, mongola, genovesa y veneciana, hasta caer en manos tártaras en la Edad Media, en manos de hijos de Gengis Khan que impusieron en toda esta región esteparia una economía basada en la venta de esclavos rusos y polacos a los imperios islámicos. Por entonces era conocida como el Kanato de Crimea, un más de los protectorados otomanos.
Así pasó tres siglos, desde 1475 hasta 1783, año en que se hizo con Crimea la zarina Catalina La Grande y pasó a llamarse la Península de Táurida. Fue tras la séptima guerra entre rusos y turcos otomanos cuando Crimea se hizo rusa. Cuatro guerras después, en la llamada Guerra de Crimea (1853-56) -la que significó la gran derrota rusa por hacerse con una salida al Mediterráneo-, nació el primer reporterismo gráfico de guerra de la Historia de la mano de Roger Fenton. Ahí Rusia estuvo a punto de perder la península, humillada por la armada franco-británica.
Siguió siendo suelo ruso tras la revolución bolchevique de 1917 y tras el triunfo de los sóviets en 1921, cuando crearon la Unión Soviética e impusieron la dictadura del proletariado en todos sus territorios. Durante más de tres décadas se llamó República Autónoma Socialista Soviética de Crimea, hasta que entraron los nazis en 1941 y la tuvieron tres años, hasta que Rusia los aplastó.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Stalin derogó de un manotazo su estatus autonómico, alegando que los tártaros crimeanos habían apoyado a los nazis, y la anexionó a Rusia. Se inició contra ellos un secreto genocidio provocado también por las hambrunas, una limpieza étnica que dejó la hegemonía de la península a la mayoría de origen ruso: unos 200.000 tártaros fueron deportados a las repúblicas soviéticas asiáticas y del extremo oriente, a Uzbekistán y a Siberia.
Una década después, en 1954, Nikita Kruschev -que además de presidente de la URSS era ucraniano- traspasó la soberanía de Crimea a la entonces República Socialista Soviética de Ucrania. Fue un regalo envenenado. Nadie imaginaba que algún día podría desaparecer la URSS y con ella se iniciaría el eterno litigio que hoy se vive sobre la propiedad política de la península. Porque la propiedad moral -y ahí está la sangre rusa derramada en la Historia en defensa de Crimea- no quiere dejar lugar a dudas sobre su ascendencia moscovita.
En fin, un lío. En las conversaciones cotidianas hay que tener un exquisito cuidado al referirse al tema. Crimea es hoy un "territorio recuperado", según Rusia, o un "territorio ocupado", según Ucrania. Y Yalta es ejemplo de ello. En poco más de 20 años, y hablando siempre el mismo idioma, ha cambiado tres veces de bandera: primero soviética -roja con la hoz y el martillo-, luego ucraniana -celeste y amarillo- y ahora rusa -blanco, azul y rojo-. Una ciudad, una península, que en apenas nueve meses ha tenido que volver a sustituir su sistema de cálculo para pensar en rublos lo que antes pagaba o cobraba en grivnas ucranianas. Una ciudad, toda una Crimea inexistente, que aún padece la trágica mudanza hacia Ucrania o a Rusia, según el caso, y de cuya tragedia de refugiados no tenemos ni la más remota idea en Occidente (Imagen: en la península de Crimea Lenin sigue en su sitio, pero ahora le rodean banderas rusas donde antes estuvieron las banderas).
Mientras tomo el último café en el paseo marítimo de Yalta las nubes bajan de las montañas y provocan la noche, como siempre de repente. Veo que en las vallas publicitarias se han cambiado los prefijos telefónicos ucranianos por los rusos y las direcciones electrónicas que acababan en .ua ahora terminan en .ru. A la luz de una farola repaso algunas de mis notas. Una conversación con James, un niño de 12 años nacido en Feodosia: "Hasta los cuatro años estaba orgulloso de ser ucraniano; ahora me siento ruso". Otra de Sergei a la que no presté atención: "No está permitido el paso desde Crimea a Ucrania, te lo aviso". Y otras dos más de unas conversaciones telefónicas, una con Víctor -de Lviv, Ucrania-, y otra de mi amigo Vyacheslav -de Kiev-. Los dos dicen lo mismo: "Si intentas pasar a Ucrania no te sellarán el pasaporte; y si no te lo sellan -que no te lo sellarán- serás un ilegal y tendrás muchos problemas. No intentes pasar a Ucrania desde Crimea".
Por un momento pienso en que estoy en el avispero y que no me he dado cuenta; pero enseguida cierro la libreta y vuelvo a hacer caso omiso de las gentiles advertencias.