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La tortura como método imaginativo

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Se halla estos días la opinión pública internacional sacudida por el informe oficial del Comité de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos que, tras años de perseverante investigación, documenta los métodos bárbaros de que se sirvió la CIA en la guerra contra "el terror". Desde 2001 y hasta la llegada de Obama, la Administración Bush, diversos altos funcionarios, ministros, el vicepresidente Cheney y el propio presidente negaron primero el uso de la tortura y, cuando diversas denuncias de los medios de comunicación y de los propios torturados hizo imposible ocultar la verdad, pasaron a justificarla de diversas maneras.

En ese lapso de largos años -acogidos al mantra de la necesidad y deber de combatir el terrorismo- agencias de todo tipo, desde la Nacional de Seguridad hasta la CIA, camparon a sus anchas violando derechos y recortando libertades, lo que devino en un clima social y político enrarecido, en el que el temor y el recelo a menudo bloquearon el sentido común. Instituciones respetables como el Senado se degradaron hasta extremos inimaginables en un país de significativa cultura política como es EEUU. Ese clima posibilitó que Bush le impusiera la denominada Ley Patriótica, instrumento legal para el recorte de las libertades. Una ley mordaza (¿acaso fuente de inspiración para el Gobierno Rajoy?) que, vergonzosamente, fue aprobada en 2001 por 98 votos a favor y sólo uno en contra. Algo que, afortunadamente, no ha sido el caso de nuestro Congreso de diputados. En este post animaré a los lectores a que no olviden el nombre de determinados norteamericanos que, por su papel, en unos casos positivo y en otros negativo, han pasado a la historia. Para empezar, graben en su memoria, el nombre del único senador que tuvo la dignidad de oponerse a la infamia tragada por la Cámara. Se trata de Robert Byrd, demócrata por Virginia Occidental, y que declaró entonces: "Tengo que poner muy seriamente en duda el buen juicio de un presidente que es capaz de proclamar que un ataque militar a gran escala, sin que medie provocación, se inserta en las más elevadas tradiciones morales de nuestro país". Afortunadamente, el Senado ha variado de rumbo, ha hecho posible la publicación del citado informe, y ha admitido, como ha expresado Dianne Feisntein, la activa presidenta del Comité de Inteligencia, que "el uso de la tortura por la CIA es un baldón en nuestros valores y en nuestra historia".

La Ley Patriótica era una sarta de tropelías jurídicas. Internamente definía el terrorismo tan ampliamente que podía incluir un mero acto de desobediencia civil; el corte de una carretera, por ejemplo (¿inspiración para el Gobierno Rajoy?) En lo exterior facilitó que, en función de un proceso de deslocalizacion, presuntos terroristas fueran enviados a países amigos, como Siria o Egipto para ser torturados. Además, mientras en el extranjero Washington levantaba cárceles clandestinas, en su propio país creaba un vasto sistema de escuchas de ciudadanos norteamericanos. La CIA y la Agencia Nacional de Seguridad tenían un problema existencial, una contradictio in natura, y es que, supuestamente, para proteger las vidas y las libertades de los norteamericanos, exigían poder y secreto prácticamente absolutos (al tiempo que la cultura política desconfiaba del poder y del secreto).

La subcontratación de la tortura produjo, además, errores de bulto. En 2002, Maher Arar, ciudadano canadiense de origen árabe, hizo escala en un aeropuerto neoyorquino. Detenido tras ser fotografiado tomando un café con un supuesto terrorista, al cabo de dos semanas fue enviado a Siria, torturado durante un año y liberado en octubre de 2003. El embajador sirio en Washington manifestó que habían sido incapaces de hallar vínculo alguno entre Arar y el terrorismo. En 2004, Arar relató su caso al New York Times.

Esta época siniestra de los Estados Unidos fue protagonizada, aparte del propio Bush, entre otros, por el vicepresidente Cheney, los ministros de Defensa, Rumsfield, de Justicia, Gonzales, de Exteriores, Rice y el viceministro de Defensa, Wolfowitz. Todos hicieron declaraciones para no olvidar, como tampoco sus propios nombres. Wolfowitz dijo que los "abusos" habían sido obra de "unas cuantas manzanas podridas", cuando era obvio que el podrido era el propio manzano. En 2005, Cheney, cínicamente afirmaba que "en Guantánamo los prisioneros están bien alimentados, tienen todo lo que necesitan y viven en el trópico". En 2006, el Washington Post calificó a este cínico de "vicepresidente para la tortura", el mismo personaje que hace escasos días y a propósito de la aparición del informe del Senado ha declarado que "los implicados merecen muchos elogios. Deberían ser condecorados". La mafia de mentirosos incluía figuras educadas y elegantes, como Condolezza Rice. Elegante, educada y osada...hasta rayar en el ridículo. Todavía en 2006, a pesar de las numerosas evidencias acumuladas, Rice espetó: "No se tortura". Con tan mala fortuna que, a los pocos días, el 28 de abril de 2006, los medios de comunicación de todo el mundo publicaron las espeluznantes fotos de Abu Ghraib. Idéntico ridículo y cinismo el de la embajada de los Estados Unidos en Madrid, que -ante varios artículos publicados sobre este tema en EL PAIS por quien escribe estas líneas- envió el 5-4-2006 una carta al director en la que afirmaba que "el presidente Bush y la secretaria de Estado Rice han dejado muy claro cuál es la política de Estados Unidos respecto al trato a los detenidos. El Gobierno de Estados Unidos ni aprueba ni permite ni practica la tortura ni cualquier otro trato inhumano. Estados Unidos cumple con todas sus obligaciones internacionales, entre las que se encuentran los tratados que se refieren al trato humano a los detenidos". Probablemente la embajada, la ministra Rice y el presidente Bush, al igual que el resto de los miembros del gang, se atenían a la doctrina del director de la CIA, Porter Gross, quien en 2004 proclamó que sus agentes "no se sirven de la tortura, sino de técnicas imaginativas".

Ese presidente indigno, que el 29-1-2003 se refería a EEUU como una nación "moral" y que aseguraba -semanas antes de invadir Iraq y causar un desastre en Oriente Medio, cuyas consecuencias perduran hoy en día- que "ejercemos el poder sin conquista y nos sacrificamos por la libertad de los extraños", debe haberse arrepentido de haber designado en 2001 a Alberto Mora máximo responsable jurídico de la Armada de los EEUU. Nombre para no olvidar. Mora, informado de las torturas que tenían lugar en Guantánamo, inició una batalla legal y política para acabar con una situación que, como jurista y ser humano, estimaba imperdonable. Hizo una declaración contundente: "No existe distinción moral o práctica entre crueldad y tortura. Si la crueldad no es declarada ilegal y es utilizada como método de gobierno, altera la relación fundamental de los hombres con su Gobierno. Destruye la noción de los derechos individuales. La Constitución reconoce que el hombre tiene un derecho inalienable, no conferido por el Estado o las leyes, a la dignidad personal, incluido el derecho a sentirse libre de toda crueldad. Atañe a todos los seres humanos, no sólo a los norteamericanos, incluso a aquellos que han sido calificados de 'combatientes enemigos ilegales'. Si hacemos esta excepción, toda la Constitución se desmorona. Además, mi madre [Mora es hijo de cubano y húngara] me habría matado si no hubiera hablado alto y claro. Después del comunismo no hay húngaro que no sea consciente de que los derechos humanos son incompatibles con la crueldad. El debate no es sólo acerca de cómo proteger el país. Es acerca de cómo proteger nuestros valores".

Dianne Feinstein habrá también recordado estas palabras de Alberto Mora. Por cierto, Mora libró una de sus pugnas más transcendentales al enfrentarse con el ministerio de Justicia de Gonzales, que argumentaba que el presidente -en función de una supuesta "doctrina de la necesidad" y en su calidad de comandante en jefe- podía fijar métodos de interrogatorio y que su autoridad primaba sobre los tratados internacionales y las leyes federales norteamericanas. En un decisivo encuentro con John Yoo, principal consejero del ministerio de Justicia, Mora pregunta: "¿Está usted afirmando que el presidente dispone de autoridad para ordenar la tortura?". Sin disimulo ni vacilación algunos, lisa y llanamente, Yoo contesta: "Sí".

A cada uno, su lugar en la historia. Por favor, recuerden los nombres: Alberto Mora y John Yoo. No creo que necesiten esfuerzo especial alguno para recordar a George W. Bush, aunque tal vez merecería la pena olvidarlo.

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