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Los niños de Peshawar

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Imagen del entierro de una de las víctimas (HASHAM AHMED/AFP)




Es difícil expresar el horror que siento tras el salvaje atentado de Peshawar, reivindicado por el Movimiento Talibán de Pakistán (TTP), en el que han muerto 150 personas, niños en su mayoría. El peor atentado en este país desde 2007. Una tragedia causada deliberadamente por el fanatismo religioso y por la mayor de las irracionalidades que vuelve a azotar a Pakistán.

El atentado me ha traído a la memoria mi viaje a Peshawar acompañado por el entonces diputado, como yo, y ahora embajador en la India, Gustavo de Arístegui, y el entonces embajador en Pakistán José María Robles, dos diplomáticos de categoría. Viajamos poco tiempo antes de otro terrible asesinato masivo, el del hotel Marriott de Islamabad, que también estremeció al mundo y a los que conocíamos in situ el lugar del horror. Llegamos a Peshawar desde Islamabad por carretera, viajamos con un vehículo militar de escolta, recuerdo que nos detuvimos en el puente sobre el río Indus para contemplar la muralla mogol de la orilla oriental bajo la imponente silueta del Nanga Parbat. Una vieja muralla que marcó la frontera política de un imperio contenido por unas inéquivocas fronteras naturales, el Himalaya al norte y el paso del Khyber al oeste de Peshawar. En Peshawar nos reunimos con diferentes autoridades, paseamos por el centro, recorrimos el milenario bazar pastún, nos alojamos en el Khan club, y nos mezclamos con sus gentes en un momento en el que ya comenzaba a sorprender encontrarse con occidentales por la calle, algo imposible de hacer desde hace varios años.

Desde hace décadas, Pakistán es quizás el mejor ejemplo de la difícil situación por la que atraviesa el mundo islámico. Durante siglos, los musulmanes dominaron el subcontinente indio, el Imperio Mogol. Tras la colonización británica, se negaron a diluirse en un mar hindú. Pakistán se fundó en 1947, en la traumática partición de la India, como patria de su población musulmana. El islam como contraposición al hinduismo, como identidad. Su fundador, Jinnah, quería una nación a imagen de la Turquía de Attaturk, con una Constitución laica, pero murió en 1948. Hasta ahora, el debate entre islamización o secularización no ha cesado. Desde 1956, República Islámica. Un país forjado por millones de exiliados, los mohajirs. Un país de aluvión, 160 millones de habitantes, de los que prácticamente la mitad desciende de los que abandonaron la India. Un proceso con cierto paralelismo al del Estado de Israel. Un país complicado en el que sus habitantes originarios practican un islam más estricto, pertenecen a etnias muy distintas y viven tribalmente. Un país en el que el espíritu laico de sus fundadores se diluye sin remedio en un océano humano en el que la pobreza alimenta la superstición y el peor de los fanatismos. Cualquiera que viaje a Pakistán se sorprenderá al descubrir la riqueza cultural y cosmopolitismo de los que se aferran al viejo sueño de Jinnah, ahora escondidos y atrincherados en sus casas. El escritor Ahmed Rashid es un buen ejemplo de ello. Por ello también me duele tanto la deriva islamista de Turquía, porque con ella se marchita el gran sueño de la razón en el mundo islámico. Y es que todas las naciones que sustentan su identidad en una creencia religiosa, en lo sobrenatural, acaban sin excepción ahogando el desarrollo de las libertades y de la razón.

Pakistán es un país fundamental para la estabilidad no sólo de su región sino del mundo. Una potencia nuclear enfrentada a la India por Cachemira. Vecino de China, Irán y Afganistán. Un país en el que desde la ocupación soviética todavía viven varios millones de refugiados afganos. Un país que sirvió de base occidental y de la CIA para armar a los muyahidines y que se sintió abandonado cuando los soviéticos fueron derrotados y llegaron los talibán. Desde entonces lucha contra el islamismo radical en sus fronteras y en su propio territorio en una guerra en la que ha muerto ya más gente que en Irak. Un país en guerra permanente contra Al Qaeda y sus yihadistas internacionales en el oeste, como comprobamos en Peshawar cuando visitamos el cuartel general de los Frontier Corps, pero que no hace lo mismo en el este contra los islamistas que operan en Cachemira. Un país dominado por los militares, aparentemente tolerantes con los partidos islamistas y sus 10.000 madrazas. Esta paradoja aleja a Pakistán del camino que emprendió en la independencia: Islam, sí, pero moderado y en democracia, tolerante, como el islam del Imperio Mogol. Algo difícil de explicar a los islamistas. Como cualquier otra, la democracia pakistaní se enfrenta al reto de profundizar en los derechos individuales de sus ciudadanos. Ello exige libertad religiosa, para ser musulmán o no serlo, para profesar otra religión, o ninguna, exige la secularización del Estado y la victoria de las libertades y derechos individuales sobre las mareas colectivas. Ello, en el contexto actual de auge islamista en todos los continentes, es imposible. Un islamismo que, como sostiene Gustavo de Arístegui, es el peor enemigo del islam. Como explicamos en aquel viaje, nuestra sociedad democrática se sustenta en libertades como la de expresión o la religiosa. Libertades que exigieron siglos de lucha, de transformaciones sociales y de construcción democrática. Por eso no debemos olvidar nunca a los niños de Peshawar.

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