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Pensé que casarme era la respuesta

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Cuando rondaba la treintena estaba viviendo lo que creía que era una vida de ensueño.

Tenía un contrato con una gran empresa, estaba en mi peso ideal y me había comprometido con el hombre de mis sueños, mientras planeaba una boda fabulosa en Hudson Valley. Todo me parecía un cuento de hadas en pleno otoño chic, con las hojas cayendo por mi precioso vestido vintage. Te haces una idea, ¿verdad?

Bien, un lunes por la noche, nueve meses antes de la boda, esa imagen cambió de repente. Llegué a casa pronto sabiendo que mi prometido llegaba temprano de su viaje.

"¡Hola, cariño!", le saludé. Fui a la cocina y empecé a contarle mi día, haciéndole preguntas sin obtener respuesta, lo que me pareció raro, porque a él le encantaba hablar. Después de un momento, me quedé en silencio. Giré la vista, le miré a los ojos y le pregunté: "¿Qué te pasa? Tienes mala cara".

Entonces me soltó algo que nunca habría imaginado. Así, de la nada, como una marea inesperada. Me miró a los ojos y me dijo: "No nos podemos casar".

"¿¿Qué??"

Añadió, con énfasis, "Di Ana, lo sabes" y, de nuevo, un "no nos podemos casar" cayó como una bomba.

Lo que me resultó tan penetrante fue el NOS, la primera persona del plural.

Nosotros llevábamos juntos juntos casi cinco años. Nosotros vivíamos en un piso precioso en Tribeca. Nosotros teníamos un perro adorable. Nosotros habíamos empezado a construir una vida. Era él quien no quería casarse, no nosotros.

"Entonces", le dije, "llevas un tiempo pensándolo. ¿Hay alguien más?".

Lo negó con vehemencia, pero sabía que estaba mintiendo. Más tarde, descubrí que mis sospechas eran ciertas, pero esa noche quise pensar -me hizo pensar- que estaba equivocada. Que no me centraba en el hecho de que no podíamos casarnos.

Cuando empecé a procesar lo que estaba pasando, le pregunté por qué. Y su respuesta fue: "Lo siento, lo siento mucho", una y otra vez, sin respiro, una sinfonía de "lo sientos" acompañada de su llanto.

Inmediatamente, sentí que se me partían los nervios, como si tuviera esquirlas dentro. Me senté en el pico de nuestro sofá para no acercarme demasiado a él y le pregunté "¿Por qué es tan doloroso?". Ahí estábamos los dos, mi llanto entremezclado con su sinfín de "lo siento".

No dijimos nada más. Al final, supe que tenía que irme.

"No puedo quedarme aquí". Me levanté, sin saber a dónde ir. Salí corriendo del piso y oí que la puerta se cerraba a mis espaldas.

El recuerdo más doloroso fue el silencio después del portazo. Esperé ahí, pero él no vino. Me quedé de pie, mirando atontada la alfombra. Seguro que viene detrás de mí, pensé. Pero lo único que vino fue el silencio.

Pedí un taxi en mitad de la carretera y me metí entre sollozos incontrolables.

El taxista me preguntó: "¿Ha muerto alguien cercano? Lo siento".

Le contesté: "Creo que sí".

Nunca volví a ver a mi prometido. Después de cinco años juntos, es como si se lo hubiera tragado el aire.

No tenía ni idea, pero ese momento era una invitación al mayor despertar de mi vida. Pensé que casarme era la respuesta, pero estaba muy equivocada.

Había tantas cosas que no quería ver, que me había dedicado a fabricar una perfección opuesta a la realidad.

Sinceramente, no era muy consciente de mí misma. Tampoco era la mejor novia. Tenía unas expectativas ridículamente altas, a veces era demasiado crítica, vivía para mi relación y no estaba creando nada para mí, nada de lo que estuviera orgullosa, excepto una boda de ensueño que ahora tendría que cancelar, sola.

El paso siguiente fue una gran búsqueda de respuestas. ¿Cómo llegué hasta ahí? Fui a terapia, hice ejercicio como una loca, fui a un montón de retiros e incluso vi a un psiquiatra. En serio.

Un día, estaba escuchando la canción Landslide y lo pillé. "Well, I've been afraid of changing cause I built my life around you" ["Vale, tenía miedo de cambiar porque construí mi vida a tu alrededor"]. ¡Bam!

¡Gracias, Stevie Nicks!

Había construido mi vida en torno a otras personas y a sus expectativas hacia mí.

Decidí buscar lo que quería. Me di cuenta de que, aunque estuviera muy bien lo de tener una boda perfecta en Hudson Valley, el apartamento en Tribeca y un novio de éxito, me estaba durmiendo en los laureles. Intentaba sentirme válida para la opinión de la gente, pero ese era mi camino hacia la autodestrucción.

Así que me propuse no sólo sobrevivir, sino llevar una vida plena en mis propios términos.

Tenía lo que me merecía. Descubrí que era inteligente. Había dejado que sus críticas me acallaran. Empecé a aceptar que era humana y tenía defectos y que, probablemente, no pasara nada por ello. Mi vulnerabilidad también era mi fuerza. No podía esconderlo y, en parte, tampoco quería.

Dejé de avergonzarme y aprendí a perdonarme, lejos de esa "motivación crítica" para la que había vivido hasta entonces.

En pocas palabras, me sinceré conmigo misma.

La mujer en la que me convertí no siempre está en su peso perfecto, ni con un hombre guapísimo de la mano, pero es mucho más cercana, más solidaria y comprensiva. Es más confiada y se rodea de gente que la quiere y la acepta.

Se esfuerza por tener un propósito más allá de la perfección.

La mentalidad de "Seré feliz cuando..." es un mito. Tu felicidad empieza ahora mismo, contigo. Casada o no, con un cuerpo perfecto o no, con o sin dinero en el banco; ¿a quién le importa? Me perdí en la búsqueda y me vi obligada a entender que perder el amor significó encontrarme a mí misma.

Y me alegra mucho haberlo hecho.

Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano

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