En Malí, una mariposa bate sus alas y los pigmentos que las entintan de colores caen en Mallorca, en la paleta de un artista: Miquel Barceló hunde sus manos en la arcilla con gestos primigenios y la liturgia de crear vuelve a repetirse, y esta vez no es necesario soplar la creación para darle vida porque ya la tiene.
Basquiat está atrapando en una tela desmayada sobre el suelo, las paredes pandilleras de la calle para que luego Andy le chupara la sangre y le hiciera sitio en las venas para la heroína. Arte auténtico y profundo como los ojos que pintaba Picasso, mirándose en un espejo.
Tàpies mira al deshabitado blanco que le reta. El lienzo de buen algodón sin preparar refleja su pureza en los cristales de las gafas de concha, que, después de tanto tiempo, ya parecen cordilleras en la geografía de sus facciones. Sus pies se esconden en unas zapatillas de felpa, de las antiguas de cuadros y suela rugosa de goma, que alguna vez han dado el gran paso y se han quedado pegadas, expresivas y huérfanas en alguno de sus cuadros.
Artistas geniales. Una polilla, tal vez mariposa, revolotea hipnotizada por sus incandescentes filamentos maestros.
Hasta ahora he sido papel impreso. Las ocasiones en las que tengo la oportunidad de observar la reacción de los lectores cuando, diariamente, leen la viñeta -el editorial gráfico según el decir de muchos-, que publico con el dibujante José Gallego en El Mundo son contadas. Desventajas de ser un recuadro a cuatro columnas en la página dos: nadie va a sonreírme a la cara. El frenesí de la actualidad convierte a los periódicos en serrín de papel, estampado con una traza de credibilidad. Todos los días.
O.K.
Pero hay vida después del cierre de la segunda edición. Reposo gráfico, distancia. El instinto me agita, necesitaba pintar... y pinto y descubro cómo soy sin negritas y cursivas. O casi. Toda mi teoría pictórica atesorada durante años se desabrocha y, garabateando el tablero que reposa sobre mi emoción, respira. Balbuceo. La firma, tres letras, rubrica mi último nuevo yo. En una península, de un metro ochenta por metro veinte, por fin me reconozco en artista, sin complejos. Íntimo. La diferencia está en que ahora necesito que me sonrían a la cara, o que no lo hagan, que mi obra mire a los ojos, en un vis a vis.
Un pálpito me indica el tema y, como los raíles de un tren, dirige mi mano y el agua teñida con pigmentos inunda mi universo: figuración expresionista. La presencia en mi obra de Cy Twombly, de Basquiat, de Tàpies, es evidente. El texto se añade como materia expresiva, subrayada por la plasticidad de las letras impresas que acentúan el mensaje: los periódicos navegan por mi subconsciente, como románticos y elegantes buques escuela.
El diccionario de mi iconografía empieza en la A y termina en la Z, pero sobre todo me interesan las personas, sus retratos, y con su permiso, por duplicado, la auscultación del carácter que las abonan. Me zambullo voluntarioso en la transparencia acuosa del cristalino de los ojos como si fuera en la piscina de Hockney, con la voluntad de bucear hasta el fondo del océano. Y aprender de pintura... y seguir asimilando la vida.
Basquiat está atrapando en una tela desmayada sobre el suelo, las paredes pandilleras de la calle para que luego Andy le chupara la sangre y le hiciera sitio en las venas para la heroína. Arte auténtico y profundo como los ojos que pintaba Picasso, mirándose en un espejo.
Tàpies mira al deshabitado blanco que le reta. El lienzo de buen algodón sin preparar refleja su pureza en los cristales de las gafas de concha, que, después de tanto tiempo, ya parecen cordilleras en la geografía de sus facciones. Sus pies se esconden en unas zapatillas de felpa, de las antiguas de cuadros y suela rugosa de goma, que alguna vez han dado el gran paso y se han quedado pegadas, expresivas y huérfanas en alguno de sus cuadros.
Artistas geniales. Una polilla, tal vez mariposa, revolotea hipnotizada por sus incandescentes filamentos maestros.
Hasta ahora he sido papel impreso. Las ocasiones en las que tengo la oportunidad de observar la reacción de los lectores cuando, diariamente, leen la viñeta -el editorial gráfico según el decir de muchos-, que publico con el dibujante José Gallego en El Mundo son contadas. Desventajas de ser un recuadro a cuatro columnas en la página dos: nadie va a sonreírme a la cara. El frenesí de la actualidad convierte a los periódicos en serrín de papel, estampado con una traza de credibilidad. Todos los días.
O.K.
Pero hay vida después del cierre de la segunda edición. Reposo gráfico, distancia. El instinto me agita, necesitaba pintar... y pinto y descubro cómo soy sin negritas y cursivas. O casi. Toda mi teoría pictórica atesorada durante años se desabrocha y, garabateando el tablero que reposa sobre mi emoción, respira. Balbuceo. La firma, tres letras, rubrica mi último nuevo yo. En una península, de un metro ochenta por metro veinte, por fin me reconozco en artista, sin complejos. Íntimo. La diferencia está en que ahora necesito que me sonrían a la cara, o que no lo hagan, que mi obra mire a los ojos, en un vis a vis.
Un pálpito me indica el tema y, como los raíles de un tren, dirige mi mano y el agua teñida con pigmentos inunda mi universo: figuración expresionista. La presencia en mi obra de Cy Twombly, de Basquiat, de Tàpies, es evidente. El texto se añade como materia expresiva, subrayada por la plasticidad de las letras impresas que acentúan el mensaje: los periódicos navegan por mi subconsciente, como románticos y elegantes buques escuela.
El diccionario de mi iconografía empieza en la A y termina en la Z, pero sobre todo me interesan las personas, sus retratos, y con su permiso, por duplicado, la auscultación del carácter que las abonan. Me zambullo voluntarioso en la transparencia acuosa del cristalino de los ojos como si fuera en la piscina de Hockney, con la voluntad de bucear hasta el fondo del océano. Y aprender de pintura... y seguir asimilando la vida.
Julio Rey. News.
Inauguración el 16 de enero de 2014 en Espacio sin título, de la galería de Cano Estudio. Alameda, 3. 28014 Madrid