Últimamente leo, oigo y asisto a debates en los que la desigualdad se reconoce como un grave problema para nuestro desarrollo económico y social. Incluso desde organismos internacionales nada sospechosos de izquierdistas, y, por supuesto, desde organizaciones sociales y de derechos humanos, se alerta sobre cómo la crisis y las políticas de la derecha han incrementado la brecha entre ricos y pobres.
Lo que escucho menos es que esa brecha que se está ampliando en nuestro país tiene rostros de hombres y de mujeres, y que una vez más somos las mujeres quienes peor posicionadas estamos.
En el contexto de la Unión Europea hemos debatido y argumentado miles de veces aquello de que la igualdad de las mujeres no es una cuestión exclusiva de justicia social, sino que forma parte fundamental del desarrollo económico. En nuestro discurso, claro y certero, hemos dado argumentos que podríamos repetir aplicados a la desigualdad global: la desigualdad incrementa la conflictividad social y perjudica a la economía, desaprovecha todas las capacidades y limita el acceso al consumo y a los bienes sociales a más de la mitad de la población. La desigualdad muestra un déficit de democracia gravísimo. La desigualdad perjudica a toda la sociedad, etc., etc.
Y también hemos puesto esos argumentos en positivo aplicados a la igualdad de género, y hemos demostrado que siguen siendo válidos: la igualdad de mujeres y hombres genera una sociedad cohesionada y una economía competitiva, al contar con todas las capacidades; el igual acceso a la renta y a los derechos del Estado del bienestar estimula la economía mediante el consumo. La igualdad es un requisito ineludible para una democracia plena, además de fomentar el dinamismo social y estimular el emprendimiento, la participación y la riqueza económica, social y cultural de cualquier país del mundo.
Y sin embargo, insisto, oímos escasamente hablar de la situación de desigualdad de las mujeres como requisito para afrontar esta crisis. Son necesarias políticas de estímulo e inversión, además de ser más competitivos desde la innovación, el conocimiento y la mejor utilización de todas las capacidades. Pero es imposible resolver las brechas de la desigualdad y cambiar la realidad sin romper también la brecha de género.
El último informe de la OIT, que señala a España como uno de los países donde más ha crecido la desigualdad, indica que "la brecha salarial debería ser favorable para las mujeres. Es decir, son las trabajadoras las que de media tendrían que cobrar por encima de los trabajadores si atendieran a los factores que determinan la productividad de los individuos, como la educación o la experiencia". Sin embargo, la brecha salarial en España supera el 22% en contra de las mujeres.
La OIT señala que no se explica por factores objetivos. Claramente, la explicación es la misma que podríamos dar al hecho de que el empleo femenino no esté creciendo en este momento: se trata de la discriminación.
Esta última reflexión me lleva a plantear que no resolveremos la desigualdad mientras no afrontemos la discriminación que seguimos sufriendo las mujeres en todos los ámbitos. Pero para empezar a combatir la discriminación, debemos hacerla visible, debatir, escribir, hablar sobre ella, además de proponer iniciativas a corto, medio y largo alcance.
Por ese motivo, cualquier política económica que busque el bienestar y el desarrollo colectivo debe contar con las mujeres y utilizar todo su potencial, y no solo, aunque sí además, promover medidas para conciliar empleo y familia, y corresponsabilizar a los varones en el cuidado.
Cualquier política social debe resolver la pobreza, garantizar la autonomía a todas las personas y apoyar la atención a la dependencia. Cuestiones ambas con un claro protagonismo femenino, tanto si nos referimos a las personas que necesitan cuidados como a aquellas que cuidan. Cualquier debate sobre renta, pensiones o prestaciones debe tener en cuenta las desventajas de partida de las mujeres en el ingreso.
Y sin duda, cualquier ejercicio de democracia y de trasparencia requiere ampliar los espacios de toma de decisiones por parte de la ciudadanía en la gestión de políticas públicas, además de establecer sistemas de control. Y aquí, la democracia tiene otro gran reto: tener en cuenta a todas las personas, a hombres y mujeres por igual.
En definitiva, necesitamos romper la brecha de la desigualdad si queremos crecer y mejorar en desarrollo económico y social, pero eso sólo podremos hacerlo si ponemos rostro a los datos y reconocemos la realidad sobre quienes son aquellos y aquellas que la padecen, en busca de medidas eficaces para combatirla. Ello significa luchar contra la discriminación que todavía vivimos las mujeres, la misma en todos los ámbitos, aunque con diversas y múltiples manifestaciones.
Lo que escucho menos es que esa brecha que se está ampliando en nuestro país tiene rostros de hombres y de mujeres, y que una vez más somos las mujeres quienes peor posicionadas estamos.
En el contexto de la Unión Europea hemos debatido y argumentado miles de veces aquello de que la igualdad de las mujeres no es una cuestión exclusiva de justicia social, sino que forma parte fundamental del desarrollo económico. En nuestro discurso, claro y certero, hemos dado argumentos que podríamos repetir aplicados a la desigualdad global: la desigualdad incrementa la conflictividad social y perjudica a la economía, desaprovecha todas las capacidades y limita el acceso al consumo y a los bienes sociales a más de la mitad de la población. La desigualdad muestra un déficit de democracia gravísimo. La desigualdad perjudica a toda la sociedad, etc., etc.
Y también hemos puesto esos argumentos en positivo aplicados a la igualdad de género, y hemos demostrado que siguen siendo válidos: la igualdad de mujeres y hombres genera una sociedad cohesionada y una economía competitiva, al contar con todas las capacidades; el igual acceso a la renta y a los derechos del Estado del bienestar estimula la economía mediante el consumo. La igualdad es un requisito ineludible para una democracia plena, además de fomentar el dinamismo social y estimular el emprendimiento, la participación y la riqueza económica, social y cultural de cualquier país del mundo.
Y sin embargo, insisto, oímos escasamente hablar de la situación de desigualdad de las mujeres como requisito para afrontar esta crisis. Son necesarias políticas de estímulo e inversión, además de ser más competitivos desde la innovación, el conocimiento y la mejor utilización de todas las capacidades. Pero es imposible resolver las brechas de la desigualdad y cambiar la realidad sin romper también la brecha de género.
El último informe de la OIT, que señala a España como uno de los países donde más ha crecido la desigualdad, indica que "la brecha salarial debería ser favorable para las mujeres. Es decir, son las trabajadoras las que de media tendrían que cobrar por encima de los trabajadores si atendieran a los factores que determinan la productividad de los individuos, como la educación o la experiencia". Sin embargo, la brecha salarial en España supera el 22% en contra de las mujeres.
La OIT señala que no se explica por factores objetivos. Claramente, la explicación es la misma que podríamos dar al hecho de que el empleo femenino no esté creciendo en este momento: se trata de la discriminación.
Esta última reflexión me lleva a plantear que no resolveremos la desigualdad mientras no afrontemos la discriminación que seguimos sufriendo las mujeres en todos los ámbitos. Pero para empezar a combatir la discriminación, debemos hacerla visible, debatir, escribir, hablar sobre ella, además de proponer iniciativas a corto, medio y largo alcance.
Por ese motivo, cualquier política económica que busque el bienestar y el desarrollo colectivo debe contar con las mujeres y utilizar todo su potencial, y no solo, aunque sí además, promover medidas para conciliar empleo y familia, y corresponsabilizar a los varones en el cuidado.
Cualquier política social debe resolver la pobreza, garantizar la autonomía a todas las personas y apoyar la atención a la dependencia. Cuestiones ambas con un claro protagonismo femenino, tanto si nos referimos a las personas que necesitan cuidados como a aquellas que cuidan. Cualquier debate sobre renta, pensiones o prestaciones debe tener en cuenta las desventajas de partida de las mujeres en el ingreso.
Y sin duda, cualquier ejercicio de democracia y de trasparencia requiere ampliar los espacios de toma de decisiones por parte de la ciudadanía en la gestión de políticas públicas, además de establecer sistemas de control. Y aquí, la democracia tiene otro gran reto: tener en cuenta a todas las personas, a hombres y mujeres por igual.
En definitiva, necesitamos romper la brecha de la desigualdad si queremos crecer y mejorar en desarrollo económico y social, pero eso sólo podremos hacerlo si ponemos rostro a los datos y reconocemos la realidad sobre quienes son aquellos y aquellas que la padecen, en busca de medidas eficaces para combatirla. Ello significa luchar contra la discriminación que todavía vivimos las mujeres, la misma en todos los ámbitos, aunque con diversas y múltiples manifestaciones.