Sólo pasamos unas Navidades juntos. Me regaló una docena de rosas amarillas y una tarjeta en la que (en parte) se leía:
Yo era una novata en la universidad y él era el hombre con el que estaba convencida que me casaría; no en ese momento, pero sí algún día. ¿No es eso lo que se hace siempre? Nos imaginamos un futuro incluso antes de que el presente se convierta en pasado.
Vino a casa de mis padres, nos sentamos cerca del árbol de Navidad e intercambiamos regalos. Yo le regalé una camisa de franela y él a mí una pulsera. Comimos fresas con nata y fingimos ser mayores de lo que éramos. Soñamos con tener hijos algún día. Les pusimos nombres. Hablábamos de cómo organizaríamos Papá Noel cuando fuéramos padres.
Unos meses después rompimos, pero volvimos una y otra vez. Nunca tuvimos una típica relación lineal: conocerse, enamorarse, romper, seguir adelante. Lo que tuvimos fueron diversas idas y venidas, un amor de tira y afloja. Él tiraba y yo me tropezaba. Yo le escribía; él me contestaba. Él me llamaba; yo iba corriendo. Hubo momentos en los perdimos el contacto, pero luego siempre volvíamos, una y otra vez, tras un largo silencio.
Duró hasta mis veintitantos, pero nunca en vacaciones (quizá lo debería haber visto como una señal de que la cosa no era tan seria como yo quería que fuera). Nunca pasamos otra Navidad juntos.
En cambio, ocho años después cogí el coche para ir a su apartamento una noche de principios de diciembre. Vivía en el tercer piso, allí donde yo había pasado gran parte del verano anterior, cuando estábamos juntos. Tras el cristal de las ventanas rectangulares, vi las luces blancas de un árbol de Navidad. Y supe, en el fondo de mi corazón, que estaba con alguien. Los tíos solteros no ponen el árbol de Navidad, pensé.
Supe que fuera lo que fuera -fuese quien fuese-, era algo especial. Ella era especial. Era alguien con quien poder comprar un árbol de Navidad. Era alguien de dulces y galletitas, de adornos y espumillón, de sentarse junto a la chimenea, justo las tradiciones que nosotros no habíamos podido establecer. Sentí un dolor desgarrador.
Pero no iba a dejar así las cosas. Así que le escribí un correo electrónico:
Me llamó y confirmó mis sospechas. "Sí, hay alguien más", dijo. "Y es algo serio". Me quedé en la cocina, con las farolas de la calle reflejadas en la ventana como las luces de su árbol de Navidad. Se había terminado. Habíamos terminado. Él no era la persona con quien me casaría.
Era mi gran amor; no porque lo nuestro hubiese durase tanto o porque él fuera mi mejor amigo (aparte de eso). Era mi gran amor por cómo me sentía cuando no estaba con él. En su ausencia, él se hacía más presente, como si cuanto más lejos estuviera físicamente, más cerca estaba en mi mente y en mi corazón. Emocionalmente, siempre le quise más cuando no lo tenía. Siempre volvía porque siempre estaba.
Hasta que dejó de estar.
Cada uno siguió por su lado. Él se casó con ella; yo me casé con otro él.
A veces, un gran amor no tiene que durar para siempre. A veces, el amor se hace grande porque nunca se convierte en rutina. Ni el desayuno con café y el yo-me-ocupo-de-un-niño-y-tú-del-otro. Ni los platos y la cena; las facturas y la hora del baño; ni las miradas calladas por la habitación que no necesitan palabras o susurros.
No obstante, estas Navidades me recuerdan que ese amor no fue grande porque nunca se habituó a las costumbres; a los recuerdos que importan, al largo camino de la vida que viene día tras día y año tras año. El amor que se nota. El amor que se queda. El amor que cada mañana de Navidad observa fascinado conmigo cómo nuestros dos hijos abren los regalos bajo el brillo de unas luces blancas que ya no me recuerdan a él.
Evelyn Lauer está escribiendo sus memorias sobre este amor. Para seguir su proceso, puedes contactar con ella en Facebook, Twitter, Instagram o visitar su web.
Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano
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Nunca me he sentido tan cerca, tan cómodo y tan a gusto con alguien como contigo. Han sido esas mañanas en las que me despertaba antes que tú, a tu lado y te observaba dormir tranquilamente. Entonces giraba la cabeza para verte respirar y pensaba cómo alguien tan guapa, inteligente y divertida podía dormir a mi lado.
Yo era una novata en la universidad y él era el hombre con el que estaba convencida que me casaría; no en ese momento, pero sí algún día. ¿No es eso lo que se hace siempre? Nos imaginamos un futuro incluso antes de que el presente se convierta en pasado.
Vino a casa de mis padres, nos sentamos cerca del árbol de Navidad e intercambiamos regalos. Yo le regalé una camisa de franela y él a mí una pulsera. Comimos fresas con nata y fingimos ser mayores de lo que éramos. Soñamos con tener hijos algún día. Les pusimos nombres. Hablábamos de cómo organizaríamos Papá Noel cuando fuéramos padres.
Unos meses después rompimos, pero volvimos una y otra vez. Nunca tuvimos una típica relación lineal: conocerse, enamorarse, romper, seguir adelante. Lo que tuvimos fueron diversas idas y venidas, un amor de tira y afloja. Él tiraba y yo me tropezaba. Yo le escribía; él me contestaba. Él me llamaba; yo iba corriendo. Hubo momentos en los perdimos el contacto, pero luego siempre volvíamos, una y otra vez, tras un largo silencio.
Duró hasta mis veintitantos, pero nunca en vacaciones (quizá lo debería haber visto como una señal de que la cosa no era tan seria como yo quería que fuera). Nunca pasamos otra Navidad juntos.
En cambio, ocho años después cogí el coche para ir a su apartamento una noche de principios de diciembre. Vivía en el tercer piso, allí donde yo había pasado gran parte del verano anterior, cuando estábamos juntos. Tras el cristal de las ventanas rectangulares, vi las luces blancas de un árbol de Navidad. Y supe, en el fondo de mi corazón, que estaba con alguien. Los tíos solteros no ponen el árbol de Navidad, pensé.
Supe que fuera lo que fuera -fuese quien fuese-, era algo especial. Ella era especial. Era alguien con quien poder comprar un árbol de Navidad. Era alguien de dulces y galletitas, de adornos y espumillón, de sentarse junto a la chimenea, justo las tradiciones que nosotros no habíamos podido establecer. Sentí un dolor desgarrador.
Pero no iba a dejar así las cosas. Así que le escribí un correo electrónico:
Como no has devuelto mis llamadas en los últimos meses, doy por hecho que estás con alguien, ¿verdad?
Es mejor que lo sepa para dejar de llamarte.
En realidad te echo de menos, hasta hablar contigo. Me parece tan tonto... lo nuestro. ¿Por qué nos hacemos esto?
Quiero saber que podemos vivir el uno sin el otro...
Me llamó y confirmó mis sospechas. "Sí, hay alguien más", dijo. "Y es algo serio". Me quedé en la cocina, con las farolas de la calle reflejadas en la ventana como las luces de su árbol de Navidad. Se había terminado. Habíamos terminado. Él no era la persona con quien me casaría.
Era mi gran amor; no porque lo nuestro hubiese durase tanto o porque él fuera mi mejor amigo (aparte de eso). Era mi gran amor por cómo me sentía cuando no estaba con él. En su ausencia, él se hacía más presente, como si cuanto más lejos estuviera físicamente, más cerca estaba en mi mente y en mi corazón. Emocionalmente, siempre le quise más cuando no lo tenía. Siempre volvía porque siempre estaba.
Hasta que dejó de estar.
Cada uno siguió por su lado. Él se casó con ella; yo me casé con otro él.
A veces, un gran amor no tiene que durar para siempre. A veces, el amor se hace grande porque nunca se convierte en rutina. Ni el desayuno con café y el yo-me-ocupo-de-un-niño-y-tú-del-otro. Ni los platos y la cena; las facturas y la hora del baño; ni las miradas calladas por la habitación que no necesitan palabras o susurros.
No obstante, estas Navidades me recuerdan que ese amor no fue grande porque nunca se habituó a las costumbres; a los recuerdos que importan, al largo camino de la vida que viene día tras día y año tras año. El amor que se nota. El amor que se queda. El amor que cada mañana de Navidad observa fascinado conmigo cómo nuestros dos hijos abren los regalos bajo el brillo de unas luces blancas que ya no me recuerdan a él.
Evelyn Lauer está escribiendo sus memorias sobre este amor. Para seguir su proceso, puedes contactar con ella en Facebook, Twitter, Instagram o visitar su web.
Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano
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