El clima y el entorno que habitamos han condicionado la existencia hasta el punto de determinar el aspecto y el comportamiento de quienes lo habitamos. El frío ama las formas redondeadas y forjó en aquellos que vivían en él pequeños cuerpos en forma de cuenco para preservar mejor el calor, del mismo modo que la intensidad de los rayos solares determinó el color de nuestra piel. La adaptación nos hizo más eficaces para la supervivencia en el entorno inmediato (sobre todo cuando la vida estaba expuesta a los rigores de la naturaleza), nos facilitó la existencia, pero jamás limitó nuestras ansias de ampliar horizontes. Es por ello que la adaptación y el inmovilismo nunca fueron sinónimos, a pesar de que la cultura, más tarde, se empeñara en ello.
Ese maridaje sibilino que relaciona la adaptación con la costumbre y el inmovilismo, se rige por los mismos criterios en otros aspectos de la existencia, condicionando tanto nuestra forma de percibirla que nos resulta mucho más cómodo avanzar por pura inercia, sepultados bajo el peso de la rutina, que afrontarla sabiendo cuándo y cómo hemos de ir soltando el lastre que nos permita levantar el vuelo cuando sea el momento adecuado y seguir creciendo como personas.
Es el efecto camaleón, que podemos observar en multitud de ámbitos: desde la barra del bar, donde la clientela habitual parece un detalle de la propia decoración, pasando por los sillones del Congreso, en los que la disciplina de voto difumina el criterio individual de los diputados hasta la invisibilidad y los tiñe del color impersonal e interesado de su partido. Pero es en nuestra propia existencia donde este efecto extiende su influjo imperceptible llevándolo a sus últimas consecuencias. Como camaleones, nos mimetizamos en nuestro hábitat para desaparecer en él, pasando inadvertidos para todos aquellos que no forman parte de nuestro ecosistema e incluso para nosotros mismos, sumergidos como estamos en el líquido amniótico de la costumbre, ese fluido cálido y protector que nos impele a avanzar en nuestra vida sin levantarnos del sofá, sin darnos la oportunidad de saber de lo que seríamos capaces en otras circunstancias o negándonos inconscientemente a cumplir nuestros deseos más profundos.
Formamos un cuerpo indisoluble con él, como el tornillo con su tuerca, que después de años de ejercer su función terminan por formar un cuerpo único e inseparable, incluso bajo el influjo del 3 en 1. Nos sentamos plácidamente en el sofá, nos colocamos la bata, la cruzamos, evitamos que el frío aleccionador de la vida nos curta, y terminamos frente al televisor viendo pasar nuestra existencia con las palomitas sobre las rodillas. Es cuando alguien pasa por enfrente, no te ve y se sienta encima, que te percatas de que la tapicería de ese inocente sofá te ha engullido, ocultándote al mundo, mientras ha extendido como una planta trepadora los motivos de su decoración por todo tu cuerpo, y una especie de pánico existencial te invade. Urge levantarse y, como las serpientes, cambiar la piel.
Porque, cuanto nos acomodamos y abandonamos, pasamos a formar parte de la resignada tripulación del Holandés Errante, tan identificada con el microcosmos que habita que termina siendo una parte más del buque, ese ecosistema singular sólo visible a los ojos de quienes lo habitan y capitaneado por un Davy Jones orgulloso y tranquilo ante la docilidad sumisa de la dotación, que pese a cuestionar su vida no hace nada para modificar su destino.
Las pequeñas cosas que percibimos y valoramos del día a día son las que le dan sentido a la vida y la hacen hermosa; pero los grandes pasos, esos que en ocasiones deberíamos dar y rara vez nos atrevemos, parapetados en las excusas más absurdas, son los que la hacen excitante, maravillosa, y te completan. El roce de una mano o de unos labios, la mirada o la sonrisa de los que te quieren, le dan sentido; decidir cuándo mudar de piel, atreverte a saltar y cruzar solo la selva de la incertidumbre, la hace apasionante.
Arriesgarse a perder el sitio en el confortable sofá de casa para intentar seguir siendo uno mismo es mucho más atrevido e incierto que la aparente estabilidad que te procura no hacer nada, pero probablemente es mucho más necesario. No es tan complicado. La dificultad está en atreverse a ser fiel a uno mismo y reconocer el momento y el camino. Tan solo debes levantarte, sacudirte los restos de la tapicería que te envuelven, quitarte la bata y dar el primer paso... Los demás vendrán solos.
Esta receta puede ayudarte a pensar en ello. Una vuelta de tuerca en la utilización culinaria del boniato y la infusión. Una posibilidad que, una vez conocida y cuando se prueba, abre un mundo de oportunidades a quienes tiene un espíritu abierto y creativo: Cremita Hacuna Batata, la cremita de boniato que te hará feliz. Una combinación exquisita, diferente y sana, que mezcla con elegancia la rotundidad de la batata con la delicadeza del té para crear una crema sutil y refinada que no dejará indiferente a ningún paladar.
Que te aproveche.
NECESITARÁS (para 4 personas)
- 750gr de boniato.
- 1 cebolleta.
- 1 puerro pequeño.
- 1lt de agua.
- 2 cucharadas de té negro de chocolate.
- Aceite de oliva virgen extra.
- Sal, pimienta y nuez moscada.
- Semillas de sésamo negro.
ELABORACIÓN
- Pela, lava y corta en trocitos la cebolleta y el puerro y sofríe en un poco de aceite a fuego lento en la cazuela donde vas a realizar la crema.
- Pela, lava y corta en trocitos el boniato. Cuando la cebolla y el puerro estén medio pochados incorporar, dar unas vueltas y dejar pochando unos minutos.
- Mientras, infusiona el té en el agua. Para ello incorpóralo cuando ésta esté muy caliente, pero sin llegar a hervir. Dejar infusionando durante 5' ó 6' e incorporar al resto de ingredientes, añadiendo sal, un poco de pimienta y media cucharadita de nuez moscada. Llevar a ebullición y cocer. Cuando ya esté cocido, batir y rectificar de sal.
- Emplatado: servir en cuenco o plato hondo añadiendo un chorrete de aceite de oliva virgen extra y semillas de sésamo negro.
Sano, sencillo, económico y riquísimo.
NOTA
El té con chocolate le da un sabor muy especial pero, si temes que la teína te va a desvelar o no encuentras en el supermercado, el rooibos lo sustituye con mucha dignidad y le da un toque similar. Los picatostes son también un muy buen acompañamiento.
MÚSICA PARA ACOMPAÑAR
Para la elaboración: Queen, Perfume Genius.
Para la degustación: How you like me now?, The Heavy
VINO RECOMENDADO
Torondos Rosado 13, DO Cigales.
DÓNDE COMER
En cualquier lugar donde uno se sienta realizado y satisfecho y cuyo paisaje le permita ser fiel a uno mismo.
QUÉ HACER PARA COMPENSAR LAS CALORÍAS
Andar, andar sin prisa y sin pausa. Siempre. Pero, como Lázaro, primero levantarse.