En 1952, publicó Ralph Ellison su novela Invisible Man. A diferencia de la obra del mismo título de H. G. Wells, en la que el personaje principal se vuelve transparente tras ingerir una pócima, el protagonista de la novela de Ellison no es invisible como consecuencia de una transformación física, sino porque los demás se niegan a verlo. No se trata de una realidad objetiva, sino de un proceso mental. Algo similar sucede con la España progresista.
La historia de esa invisibilidad comenzó, como suele pasar en estos casos, asociada con los intereses de ciertos grupos. A lo largo del XVIII, los ilustrados que se proponían modernizar el país chocaron con la hostilidad de una casta dominante, que, para desprestigiar a sus adversarios, les aplicó el calificativo de afrancesados. Las ideas progresistas no eran realmente españolas, argumentaban con vehemencia los partidarios del Altar y el Trono, la España auténtica sólo podía ser católica y absolutista. Lo demás eran peligrosas novedades venidas del otro lado de los Pirineos que amenazaban con destruir la esencia misma de la nación. El hecho de que una parte importante de la élites cultas prestara su apoyo a Napoleón, considerando que así conseguirían modernizar el país, sirvió a los conservadores de excusa para monopolizar el concepto de lo español y acusar a sus enemigos de colaboracionistas y traidores. Los progresistas españoles pasaron así a catalogarse como franceses y, en consecuencia, a ser tratados como tales. No importó demasiado que un gran porcentaje de ellos se hubiera opuesto a la invasión con las armas en la mano. Todos, sin distinción, fueron perseguidos y silenciados, arrojados a las cárceles, ejecutados o forzados a exiliarse. Comenzó así una larga tradición de invisibilidades. No se podía ver lo que no se debía ver, lo que, como consecuencia de unos intereses específicos, se había decidido que no formaba parte de la realidad del país.
Para contrarrestar la voluntad excluyente del discurso conservador, que los condenaba al desarraigo en su propia patria, los liberales se vieron obligados a elaborar una imagen alternativa de España en la que ellos tuvieran cabida. Una imagen que se oponía punto por punto a la que entonces existía. Viéndose negada su condición de españoles, comenzaron a identificarse con todos aquellos grupos que habían sufrido el fanatismo y la intolerancia de la España oficial. Frente al concepto de Reconquista, que legitimaba el poder de la Iglesia, elaboraron una interpretación del enfrentamiento medieval entre cristianos y musulmanes como una guerra civil entre hermanos. Una guerra que, al igual que sucedía en el XIX, se había resuelto con la victoria del bando que menos lo merecía. Los liberales proyectaron así sobre Al-Andalus sus ideas y sus proyectos, convirtiendo a los antiguos responsables de "la pérdida de España" (según la versión tradicional) en abiertos y tolerantes, amantes de las ciencias, ilustrados y ecuánimes. Una especie de liberales avant-la-lettre. A los cristianos, en cambio, los tacharon de fanáticos, excluyentes y cerrados al progreso, como si fueran los conservadores de principios del XIX. Del mismo modo, frente a la pretensión de que España era o debía ser un país homogéneo y centralizado, opusieron la propuesta de que la España más auténtica, la de la Edad Media, había sido constitucionalista, democrática y plural. El absolutismo, por el contrario, se convirtió en un concepto ajeno que sólo había podido arraigar en España gracias a la protección de monarcas venidos de fuera (los Austrias y los Borbones) y al apoyo interesado de colaboradores internos. Castilla, en concreto, según esta interpretación, decidió ayudar a los nuevos amos tras la derrota de los comuneros y obtuvo grandes beneficios de ello, pero a costa de traicionar el carácter primitivo de la nación. El espíritu de la España más auténtica pasó a localizarse en los fueros de los reinos medievales, en los comuneros, en Lanuza y en las leyes de la antigua Corona de Aragón, y se asoció con la democracia y el respeto a la pluralidad. Se originó así una escisión de la identidad nacional en dos versiones opuestas que aún hoy en gran parte persiste.
Pero los conservadores no se resignaron a compartir un espacio que, en su opinión, les pertenecía en exclusiva. Aunque los progresistas llegaron al poder en diversas ocasiones a lo largo del XIX, y marcaron su impronta con mayor o menor acierto en la realidad del país, la España verdadera, en opinión de sus enemigos, sólo podía ser centralizada y homogénea, católica y absolutista. Todo proyecto que ignorara ese carácter, se fundaba en circunstancias ajenas al ser nacional y, por tanto, estaba condenado al fracaso. A finales de siglo, resumirá Menéndez Pelayo en la Historia de los heterodoxos españoles el deseo conservador de monopolizar la identidad del país en unas célebres palabras que, en son de alabanza o de censura (cuando no de burla), se han repetido desde entonces hasta la saciedad: "España, evangelizadora de la mitad del orbe", afirmaba el erudito cántabro con orgullo, "martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio, ésa es la base de nuestra grandeza y el fundamento de nuestra unidad". Y concluía con una advertencia que aún hoy resuena en nuestros oídos como una especie de reto: "El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas". Cuando Menéndez Pelayo escribió este párrafo, aún estaba reciente el desastroso experimento cantonalista de la Primera República, al que sin duda se refiere. La torpeza de los dirigentes progresistas a lo largo del XIX, unida a la habilidad de sus enemigos para manejar en todo momento las circunstancias internacionales en su beneficio, hizo evidentemente más fácil la monopolización del concepto de España por parte de los conservadores. Las graves consecuencias que esto ocasionó de cara a la modernización del país y a la vida de sus habitantes, son de sobra conocidas por todos.
La España progresista, sin embargo, con sus iniciativas y sus tanteos, con sus errores y sus aciertos, continuó existiendo a principios del siglo XX, por más que los conservadores se empeñaran una y otra vez en negarlo. La Segunda República se constituyó en su heredera, como bien prueba el hecho de que el nuevo régimen adoptara los mitos y los héroes liberales del siglo anterior. Añadió una franja morada a la bandera nacional, por ser ése el color que supuestamente usaron los comuneros que se rebelaron contra Carlos V, y adoptó como oficial el Himno de Riego, en recuerdo al jefe militar que facilitó en 1820 el establecimiento de una Constitución liberal y fue ajusticiado por ello. El enfrentamiento entre las dos visiones contrapuestas del país, que venía del XIX, alcanzó su punto culminante en la gran tragedia de 1936. La España más reaccionaria triunfó de nuevo y los que se le opusieron se vieron obligados a pasar otra vez por el drama de las cárceles y los exilios. Sólo que ahora la represión se ejerció de manera aún más brutal. Como a principios del XIX, los franquistas declararon que la España progresista no formaba parte del imaginario de la nación. Constituían la anti-España, un conjunto de renegados, traidores y vendepatrias que colaboraban con los enemigos del país y que, por tanto, debían ser tratados como tales. José Bergamín acuñó el concepto de la "España peregrina" para referirse a esos progresistas que, al igual que sus antepasados del XIX, tuvieron que pagar un precio muy alto por la osadía de pretender que era posible construir un país diferente. La España progresista volvió a hacerse invisible porque así lo querían los dueños de la hacienda, los que, en palabras de León Felipe, acababan siempre heredando la casa, el caballo y la pistola. Sólo había una España posible: la católica e imperial, la de Carlos V y Felipe II, la del Concilio de Trento, la Inquisición, los tercios de Flandes y la conquista de América. Eso era al menos lo que durante dos siglos afirmaron sin desmayo los conservadores que ejercían el poder.
La historia de esa invisibilidad comenzó, como suele pasar en estos casos, asociada con los intereses de ciertos grupos. A lo largo del XVIII, los ilustrados que se proponían modernizar el país chocaron con la hostilidad de una casta dominante, que, para desprestigiar a sus adversarios, les aplicó el calificativo de afrancesados. Las ideas progresistas no eran realmente españolas, argumentaban con vehemencia los partidarios del Altar y el Trono, la España auténtica sólo podía ser católica y absolutista. Lo demás eran peligrosas novedades venidas del otro lado de los Pirineos que amenazaban con destruir la esencia misma de la nación. El hecho de que una parte importante de la élites cultas prestara su apoyo a Napoleón, considerando que así conseguirían modernizar el país, sirvió a los conservadores de excusa para monopolizar el concepto de lo español y acusar a sus enemigos de colaboracionistas y traidores. Los progresistas españoles pasaron así a catalogarse como franceses y, en consecuencia, a ser tratados como tales. No importó demasiado que un gran porcentaje de ellos se hubiera opuesto a la invasión con las armas en la mano. Todos, sin distinción, fueron perseguidos y silenciados, arrojados a las cárceles, ejecutados o forzados a exiliarse. Comenzó así una larga tradición de invisibilidades. No se podía ver lo que no se debía ver, lo que, como consecuencia de unos intereses específicos, se había decidido que no formaba parte de la realidad del país.
Para contrarrestar la voluntad excluyente del discurso conservador, que los condenaba al desarraigo en su propia patria, los liberales se vieron obligados a elaborar una imagen alternativa de España en la que ellos tuvieran cabida. Una imagen que se oponía punto por punto a la que entonces existía. Viéndose negada su condición de españoles, comenzaron a identificarse con todos aquellos grupos que habían sufrido el fanatismo y la intolerancia de la España oficial. Frente al concepto de Reconquista, que legitimaba el poder de la Iglesia, elaboraron una interpretación del enfrentamiento medieval entre cristianos y musulmanes como una guerra civil entre hermanos. Una guerra que, al igual que sucedía en el XIX, se había resuelto con la victoria del bando que menos lo merecía. Los liberales proyectaron así sobre Al-Andalus sus ideas y sus proyectos, convirtiendo a los antiguos responsables de "la pérdida de España" (según la versión tradicional) en abiertos y tolerantes, amantes de las ciencias, ilustrados y ecuánimes. Una especie de liberales avant-la-lettre. A los cristianos, en cambio, los tacharon de fanáticos, excluyentes y cerrados al progreso, como si fueran los conservadores de principios del XIX. Del mismo modo, frente a la pretensión de que España era o debía ser un país homogéneo y centralizado, opusieron la propuesta de que la España más auténtica, la de la Edad Media, había sido constitucionalista, democrática y plural. El absolutismo, por el contrario, se convirtió en un concepto ajeno que sólo había podido arraigar en España gracias a la protección de monarcas venidos de fuera (los Austrias y los Borbones) y al apoyo interesado de colaboradores internos. Castilla, en concreto, según esta interpretación, decidió ayudar a los nuevos amos tras la derrota de los comuneros y obtuvo grandes beneficios de ello, pero a costa de traicionar el carácter primitivo de la nación. El espíritu de la España más auténtica pasó a localizarse en los fueros de los reinos medievales, en los comuneros, en Lanuza y en las leyes de la antigua Corona de Aragón, y se asoció con la democracia y el respeto a la pluralidad. Se originó así una escisión de la identidad nacional en dos versiones opuestas que aún hoy en gran parte persiste.
Pero los conservadores no se resignaron a compartir un espacio que, en su opinión, les pertenecía en exclusiva. Aunque los progresistas llegaron al poder en diversas ocasiones a lo largo del XIX, y marcaron su impronta con mayor o menor acierto en la realidad del país, la España verdadera, en opinión de sus enemigos, sólo podía ser centralizada y homogénea, católica y absolutista. Todo proyecto que ignorara ese carácter, se fundaba en circunstancias ajenas al ser nacional y, por tanto, estaba condenado al fracaso. A finales de siglo, resumirá Menéndez Pelayo en la Historia de los heterodoxos españoles el deseo conservador de monopolizar la identidad del país en unas célebres palabras que, en son de alabanza o de censura (cuando no de burla), se han repetido desde entonces hasta la saciedad: "España, evangelizadora de la mitad del orbe", afirmaba el erudito cántabro con orgullo, "martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio, ésa es la base de nuestra grandeza y el fundamento de nuestra unidad". Y concluía con una advertencia que aún hoy resuena en nuestros oídos como una especie de reto: "El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas". Cuando Menéndez Pelayo escribió este párrafo, aún estaba reciente el desastroso experimento cantonalista de la Primera República, al que sin duda se refiere. La torpeza de los dirigentes progresistas a lo largo del XIX, unida a la habilidad de sus enemigos para manejar en todo momento las circunstancias internacionales en su beneficio, hizo evidentemente más fácil la monopolización del concepto de España por parte de los conservadores. Las graves consecuencias que esto ocasionó de cara a la modernización del país y a la vida de sus habitantes, son de sobra conocidas por todos.
La España progresista, sin embargo, con sus iniciativas y sus tanteos, con sus errores y sus aciertos, continuó existiendo a principios del siglo XX, por más que los conservadores se empeñaran una y otra vez en negarlo. La Segunda República se constituyó en su heredera, como bien prueba el hecho de que el nuevo régimen adoptara los mitos y los héroes liberales del siglo anterior. Añadió una franja morada a la bandera nacional, por ser ése el color que supuestamente usaron los comuneros que se rebelaron contra Carlos V, y adoptó como oficial el Himno de Riego, en recuerdo al jefe militar que facilitó en 1820 el establecimiento de una Constitución liberal y fue ajusticiado por ello. El enfrentamiento entre las dos visiones contrapuestas del país, que venía del XIX, alcanzó su punto culminante en la gran tragedia de 1936. La España más reaccionaria triunfó de nuevo y los que se le opusieron se vieron obligados a pasar otra vez por el drama de las cárceles y los exilios. Sólo que ahora la represión se ejerció de manera aún más brutal. Como a principios del XIX, los franquistas declararon que la España progresista no formaba parte del imaginario de la nación. Constituían la anti-España, un conjunto de renegados, traidores y vendepatrias que colaboraban con los enemigos del país y que, por tanto, debían ser tratados como tales. José Bergamín acuñó el concepto de la "España peregrina" para referirse a esos progresistas que, al igual que sus antepasados del XIX, tuvieron que pagar un precio muy alto por la osadía de pretender que era posible construir un país diferente. La España progresista volvió a hacerse invisible porque así lo querían los dueños de la hacienda, los que, en palabras de León Felipe, acababan siempre heredando la casa, el caballo y la pistola. Sólo había una España posible: la católica e imperial, la de Carlos V y Felipe II, la del Concilio de Trento, la Inquisición, los tercios de Flandes y la conquista de América. Eso era al menos lo que durante dos siglos afirmaron sin desmayo los conservadores que ejercían el poder.