Una de las consecuencias más curiosas del agotamiento del Régimen del 78 en cuanto discurso ideológico con capacidad de movilizar y dirigirse seductoramente a sus súbditos es comprobar hasta qué punto su conservación, sobre todo en su última fase, depende en gran medida de un incesante y aparente clima destituyente. La Transición vivió en el desencanto crónico como pez en el agua. Poco a poco, cada caso de corrupción, cada político encausado, cada descrédito institucional, lejos de cuestionar el orden estructural, era otro ladrillo más apuntalando un muro donde la palabra "política" paulatinamente se convirtió casi en un insulto; esta atmósfera aparecía como sortilegio para atomizar el malestar, una artimaña para sortear toda articulación colectiva de la frustración, un pretexto para no significarse políticamente. En este sentido el caso Bárcenas puede entenderse como el penúltimo ecosistema del PP: pesimismo antropológico, miedo a la inseguridad de lo desconocido, cuentas suizas y mechas rubias. La entrada en escena del liderazgo de Susana Díaz como estrella fulgurante en el PSOE busca cumplir esta función sistémica de apuntalamiento, pero desde otras coordenadas e interpelando a lo que queda de ese parque en vías de extinción que son las clases medias.
No nos hemos vuelto más perspicaces; es que estamos más ilusionados. De la constatación de que un régimen se derrumba, que las prácticas tradicionales de los partidos políticos se antojan caducas, de la deslegitimación de muchas instituciones públicas no se deduce necesaria y automáticamente ninguna transformación política de calado. "Con la que está cayendo y aquí nadie se mueve": frases de este tipo hemos escuchado con resignación no pocas veces en estos últimos años. De hecho, algunas de las mejores lecciones del 15M se extraen de aquí: la política no tiene tanto que ver con la necesidad imperiosa de tocar fondo como con construir frágiles escenas de sentido popular, donde aprendemos a visibilizar y enmarcar situaciones de nuestra vida cotidiana de una forma distinta.
La sensación de cruda "indignación" ante la corrupción solo la ha estabilizado políticamente, máxime en un momento donde nuestro país, por así decirlo, ha quedado desnudo de toda significación política con recorrido hegemónico de futuro. Del círculo vicioso de la corrupción solo se sale desde la ilusión constructiva popular de cambio, sobre todo cuando hay, además, alguna opción no solo de participar, sino de ganar el juego.
Pese al interés de las corporaciones políticas y mediáticas por encasillar a Podemos como "el partido de la ira" o el "desprecio", mera consecuencia bárbara de un conglomerado de expectativas e intereses provisionalmente defraudados por la crisis económica, lo que está en juego para nosotros es algo cultural y políticamente más decisivo y constructivo. Nada menos que el retorno de la política y la capacidad de influir desde la ciudadanía en la toma de decisiones. La incapacidad o, a veces, la comodidad de los diagnósticos que se limitan a analizar Podemos bajo la clave de un fenómeno reactivo de descomposición de un sistema político agarrotado y superado por los nuevos tiempos dejan pasar un dato importante: la entrada en escena de una nueva composición sociológica que está transformando la orografía social desde abajo y que, harta de los cantos de sirena de la distinción neoliberal y su reinvención continua -"todos emprendedores"-, se resiste a dejar de decidir sobre su derecho al futuro desde lo que nos une.
Por todo ello, resulta un reto para Podemos proponer el sentido de una marcha como la del 31 de enero, donde se invita a todos los sectores de la sociedad civil, provengan ideológicamente de donde provengan, a ser los protagonistas de un cambio social. Desde ámbitos más movimientistas ofende lo que se presupone una cooptación de la fresca vivacidad de la calle y sus luchas sociales desde la "forma" partido, por mucho que Podemos no sea desde luego un partido tradicional; desde los órganos consolidados de poder molesta una manifestación de "masas" en el espacio público no regido por demandas corporativistas al Estado o exhibiciones meramente expresivas.
Que la marcha del 31 se proponga como la construcción en marcha de un inédito sentido colectivo popular con voluntad de cambio es, sin embargo, lo que resulta novedoso en la historia de nuestro país. Hemos vivido tantos años entre la pinza del cinismo y la queja expresiva sin gramática colectiva que nos cuesta entender que podemos pasar del yo al nosotros sin sentimiento de vergüenza. Desde que la burbuja de la llamada sociedad de propietarios se hinchó hasta desertizar y desarticular el tejido comunitario de los sesenta y setenta, carecemos de mitos, canciones y relatos que den sentido a nuestra vida, que eduquen nuestra educación sentimental. Es cierto: que la lógica del consumismo, la cultura neoliberal de la inmediatez, la espectacularización mediática, la política de la simple gestión técnica y, sobre todo, el miedo, sean los únicos recursos de significación social de nuestras elites políticas y económicas es una mala noticia para el Régimen del 78. Sin embargo, si no contraponemos a esta situación de descrédito crónico el proyecto de una ciudadanía articulada en torno a un ilusionado proyecto común poco habremos avanzado.
Esperamos que la marcha del 31 de enero constituya un nuevo hito a la hora de salir del círculo vicioso de este clima tóxico de descrédito. En esta línea hay que entender ciertos ataques a algunas figuras mediáticas de Podemos. La búsqueda inquisitiva de irregularidades en el curriculum académico de Juan Carlos Monedero no se entiende sino como un intento sobreactuado de recuperar a toda costa y de manera patética esta atmósfera irrespirable de desprestigio generalizado. Quizá un acto de defensa en un momento histórico en el que muchas generaciones, que nunca habían respirado más que aires cínicos, están empezando por vez primera a ilusionarse políticamente bajo nuevas agregaciones populares. Nos quieren por separado, dice la canción de Nacho Vegas, nos encontrarán en común. Nos quieren asfixiados, pero nos encontraremos respirando juntos unos nuevos aires este 31 de enero.
Porque es ahora.