Pues sepa V.M., ante todas cosas, que a mí han de llamar Francisco Nicolás, hijo de mis padres -naturales y putativos- pero, sobre todo, hijo de mis actos y de mis méritos, que, a riesgo de resultar pedante, no escasean.
Comencemos, pues, aunque sin contar quiénes y cuáles fueran mis padres y confuso nacimiento. La sangre se hereda y el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus padres. Los míos nadie los conoce, ni nadie los ha de conocer hasta que, por mis obras, me haga merecedor de su reconocimiento. De ellos solo puedo decir que me corresponde su honra, y solo honrarlos he procurado cada día de mi vida.
Yo no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las señoras con palos de golf y cuya elegancia parece no aprendida, y hombres a quienes se les manda tirar por la senda de la noche. Aquellos al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente, los muy cabrones; nosotros sufrimos de la violencia de los bares, el amargor de los gin tonics y la lucha por los privados, que nos sitúan donde debemos, como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con colonia de niño pijo y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.
Los motes que sobre mí corren que bien me empequeñecen ("pequeño Nicolás"), bien me discriminan ("Fran FAES"), no hacen, en definitiva, sino esconder mi esencia, la de aquellos hombres que nos hemos hecho a nosotros mismos.
Mi nacimiento no fue dentro de un río, ni en palacio, como se ha llegado a decir, sino de un barrio obrero (o trabajador, como dicen los cursis) al que nunca hubiera de pertenecer por derecho propio. El tiempo, pues, me cambió la genealogía, no todos contamos con la sangre como apoyo, pero sí podemos, merced de nuestro ingenio, reconducir el camino que el linaje nos tiene escrito.
(Si Quevedo viviera...)