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Gervasio Sánchez, el gran zaurín

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Hacia finales de los 80 nos llegaron las primeras noticias de Gervasio Sánchez. Era el corresponsal de guerra de este diario, y muy pronto se convirtió en una de las figuras más singulares del periodismo en Aragón. Era muy llamativo que HERALDO tuviera de colaborador a un tipo que enviaba sus fotos y crónicas desde cualquier lugar que ardiera en el planeta en ese momento. José Luis Trasobares y Genoveva Crespo me hablaban de él todo el rato. Le conocí, como a tantos otros, en las tertulias de radio de Plácido Serrano, a las que acudía cada dos por tres para hablar de sus viajes al fondo de las pesadillas del mundo. Yo le escuchaba con la boca abierta mientras él recreaba unas películas de terror que eran brutalmente reales. Gervasio, Gerva, era cordobés y se había formado en Cataluña, pero vivía en Zaragoza gracias a Choco Maldonado, su mujer aragonesa.

Las pasiones suelen brotar de la manera más insospechada. La de Gervasio por viajar le surgió a los diez años de un modo realmente curioso en Hospitalet del Infante, el pueblo costero de Tarragona en el que vivía con su familia. Su abuelo Santiago aceptó el puesto de cartero y le ofreció su primer trabajo: repartir cartas y giros o estampar el matasellos en los sobres. Hospitalet era un destino turístico al que llegaban cartas y postales de todos los rincones, y Gerva comenzó a fantasear con lo bonito que sería vivir aventuras en esos lugares cuyo nombre aparecía impreso en los sellos. Un oficio era muy indicado para cumplir esa ilusión: el periodismo. Pero antes, durante muchos veranos, trabajó de camarero en los restaurantes de la playa, para ganarse los viajes, la carrera y la vida.

En septiembre de 1980, con 21 años, cuando estudiaba Periodismo en Barcelona, hizo un viaje a Turquía que le cambió la cabeza. El país sufría un clima de extrema violencia política que había provocado miles de muertos, y Gervasio contempló en primera fila el desastre alrededor del golpe de Estado del general Kenan Evren. Quedó conmocionado. Su segundo gran viaje, a Israel, coincidió con la matanza de refugiados palestinos en Sabra y Chatila. La idea romántica de los viajes que tenía de niño se había destruido para siempre, pero él comenzó a incubar otro tipo de romanticismo: retratar esos espantos podría servir, tal vez, para acabar con ellos. Había que jugarse el pellejo. Pero podía merecer la pena.

En estos 35 años ha recorrido los escenarios donde más bajo ha caído la condición humana. Sus vivencias en Sierra Leona y en la Guerra de los Balcanes le marcaron a fuego, y nunca mejor dicho. En Sarajevo, descubrió algo que le estremeció: el placer que sentían los que arrojaban bombas, destrozaban la vida de otros seres humanos, violaban, mataban.

Es un periodista formidable por muchas razones. Pero hay una clave esencial: su hipersensibilidad para identificarse con las víctimas, los débiles, los perdedores. Esa descomunal empatía le permite situarse en un lugar moral y mental perfecto para contar ese dolor con una intensidad y una verdad que hacen de él un fuera de serie. Sus fotos pueden documentar una realidad insoportable pero él les da un toque de delicadeza, de arte, y, de ese modo, evita que apartemos la mirada de ellas.

Gervasio es un apóstol del periodismo que sirve para denunciar y poner el dedo en la llaga. Desprecia la falta de rigor y la indecencia y a los medios y periodistas que privilegian su vanidad o sus intereses económicos o ideológicos sobre la pura búsqueda de la verdad. Considera sus adversarios a los gobiernos, políticos y poderosos que, en los grandes conflictos internacionales, han adoptado una postura miserable, hipócrita y cómplice del mal. Pero también se pregunta si, realmente, su trabajo sirve para algo, si aquella aspiración suya de retratar el horror para procurar detenerlo también se ha quedado en un afán romántico.

Tantos años revolcado en el lodo del mundo y conviviendo con emociones desesperadas le han dado una manera muy peculiar de percibir la vida. Cuando, sobre todo, vuelve de permanecer una buena temporada dentro de algún infierno, nuestro día a día le debe parecer un festival de fruslerías. Él está en otro rollo. Gerva nos deja en evidencia y atiza nuestra mala conciencia. Por alguna extraña razón, que seguro que responde a la necesidad de no volvernos locos, se nos ha endurecido el corazón ante las tragedias de la humanidad si suceden muy lejos de casa. A menudo los ojos se nos van hacia otra parte. Pero él no es como nosotros. Es más sensible que los más sensibles, más solidario que los más solidarios. No lo es de boquilla: siempre anda en los sitios donde el sufrimiento de la gente toca fondo. A su lado yo me siento cobarde, pusilánime, egoísta e imperturbable ante la desgracia ajena. Soy el primero que le admira porque me siento incapaz de rozar su dignidad y su coraje.

Hace unos meses Gervasio mereció un documental dirigido por Alicia de la Cruz que estrenó la Filmoteca de Zaragoza y que TVE emitió en su programa "Imprescindibles". En esa película él subraya la importancia de HERALDO en su vida, arropado por los testimonios de Mikel Iturbe, José Javier Rueda, Trasobares y Picos Laguna, quien, según la misma Choco, es la hermana que Gerva siempre quiso tener. Ramón Lobo deja caer esta perla: "Sus fotos son un puñetazo en la mesa". También habla su hijo Diego, un chico muy peculiar, por su aire, su cultura y su humor. Diego acierta a dibujar la ansiedad de su padre: "Parece que vaya siempre nervioso. Hay tantos sitios que quiere visitar que está todo el rato moviéndose y eso es un poco pesado a veces; un poquito". Juan Domínguez Lasierra me ha descubierto en su estupendo libro Viajeros por Aragón una palabra aragonesa que le sienta como un guante a Gervasio, zaurín. Se define así: "Hombre activo e incansable; o, más popularmente dicho, 'uno que no para".

Cada dos domingos también se le puede seguir en la Cadena Ser, con Javier del Pino, en el A vivir que son dos días. Y, ahora mismo, en Zaragoza, el Museo Pablo Serrano acoge una antología de su obra fotográfica y el CaixaForum una exposición sobre Camboya que incluye sus fotos. Qué buena ocasión de aliviar un poco nuestra mala conciencia.

Este artículo se publicó inicialmente en Heraldo de Aragón

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