De las muchas lecturas que es posible extraer de la magnífica película Whiplash (Damien Chazelle, 2014), me quedo con cómo, a través del personaje del brutal profesor Terence Fletcher, interpretado por un J.K. Simmons de Oscar, se nos presenta un modelo de masculinidad que se corresponde fielmente a la normativa del heteropatriarcado. La película nos cuenta la historia de un joven batería de jazz (Miles Teller), terriblemente obsesionado por convertirse no en un buen músico, sino en el mejor, aunque eso le cueste literalmente sangre y dolor. Su tensa relación con Terence, con el que establece una especie de duelo en el que entran en juego la pasión del joven y el perfeccionismo del maestro, nos muestra cómo la socialización mayoritaria de los varones tiene que ver con un modelo que sigue explotando los estereotipos. Una explotación que llega al máximo en contextos como en el que se desarrolla la película, en el que cualquier sacrificio del protagonista parece poco con tal de conseguir su meta y en el que todo parece subordinarse a un objetivo frente al que se justifica cualquier renuncia.
Al margen de otros interesantes interrogantes que al espectador pueden asaltarle cuando contempla Whiplash -¿la letra con sangre entra?, ¿el genio nace o se hace?, ¿todo proceso educativo exige una ración considerable de autoridad?-, el modelo de comportamiento que, más allá de la especificidad del contexto educativo tan duro y exigente como es el de la música, transmite Terence reúne todas las características que durante siglos han servido para forjar al varón dominante. De hecho no hay muchas diferencias entre sus métodos y actitudes y los propios de una severa academia militar. El exigente profesor representa a la perfección la virilidad obsesionada por el desempeño, por los logros, por la permanente acción y por el no reconocimiento de la propia vulnerabilidad. Los sacrificios que el joven protagonista va asumiendo, entre los que el más significativamente relatado en su película es el que le lleva a renunciar a una historia de amor con una chica, constituyen el más brutal ejemplo de lo que implica la construcción de la subjetividad definida por el hacer, un hacer que constantemente es juzgado en lo público (es muy significativo que permanentemente se esté demostrando la valía en concursos) y en el que el varón invierte toda su autoestima. Vemos cómo el joven Andrew se convierte en una especie de ser asocial, escasamente empático y volcando en una racionalidad que ha renunciado a valorar el peso de lo emocional. Un modelo que resume a la perfección el brutal profesor cuyo mismo físico podría hacer que lo confundiéramos con un entrenador personal o un sargento escapado de La chaqueta metálica.
Como en toda buena historia nacida, y autocomplaciente, con el patriarcado, en la película apenas hay mujeres. Por supuesto, no las hay en el terreno competitivo musical en el que se mueven los protagonistas. La única que aparece es apenas una anécdota que sirve para demostrarnos la obsesión de Andrew. El resto son solo voces de hombres, sentires de hombres, dilemas de hombres. Y, entre ellos, como figura de la que gustaría tener más claves, ese Fletcher en el que adivinamos heridas sin cerrar, soledades sin reparar y algún que otro encontronazo con una vida en la que solo ha sido capaz de definirse por su maestría pública. No sabemos nada de su vida privada, pero todo apunta que es un desierto que podría explicarnos su entendimiento de las relaciones con los demás, su concepción de cómo transmitir la pasión por unas metas, el uso de una autoridad que incluso se transforma en violencia y maltrato del que es más vulnerable. Por supuesto, como buen capitán, oh mi capitán, no faltan insultos que aluden a la dudosa masculinidad del músico que no rinde lo suficiente. Porque, como bien es sabido, el que no demuestra que es un hombre se convierte en un maricón de mierda.
Whiplash es, sin duda, una magnífica película porque, al margen de sus excelencias puramente técnicas y narrativas, y de las impresionantes interpretaciones de sus protagonistas, nos deja inquietos, turbados incluso, rebeldes frente a la pantalla. Planteándonos hasta qué punto merece la pena sufrir por alcanzar unas metas y renunciar por el camino a otras conquistas que tal vez podrían hacernos más felices. Una lección que muy especialmente deberíamos aprender los hombres, tan educados para ser triunfadores y visibles en lo público, aunque luego nuestras habitaciones privadas sean un desastre. Tal vez deberíamos invertir los términos y aprender, de mano de la emoción a la que tanto hemos renunciado, que nada de lo que duela merece realmente la pena, y que sólo desde la plenitud serena de nuestro propio reconocimiento, tiene sentido el reconocimiento de los demás.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor
Al margen de otros interesantes interrogantes que al espectador pueden asaltarle cuando contempla Whiplash -¿la letra con sangre entra?, ¿el genio nace o se hace?, ¿todo proceso educativo exige una ración considerable de autoridad?-, el modelo de comportamiento que, más allá de la especificidad del contexto educativo tan duro y exigente como es el de la música, transmite Terence reúne todas las características que durante siglos han servido para forjar al varón dominante. De hecho no hay muchas diferencias entre sus métodos y actitudes y los propios de una severa academia militar. El exigente profesor representa a la perfección la virilidad obsesionada por el desempeño, por los logros, por la permanente acción y por el no reconocimiento de la propia vulnerabilidad. Los sacrificios que el joven protagonista va asumiendo, entre los que el más significativamente relatado en su película es el que le lleva a renunciar a una historia de amor con una chica, constituyen el más brutal ejemplo de lo que implica la construcción de la subjetividad definida por el hacer, un hacer que constantemente es juzgado en lo público (es muy significativo que permanentemente se esté demostrando la valía en concursos) y en el que el varón invierte toda su autoestima. Vemos cómo el joven Andrew se convierte en una especie de ser asocial, escasamente empático y volcando en una racionalidad que ha renunciado a valorar el peso de lo emocional. Un modelo que resume a la perfección el brutal profesor cuyo mismo físico podría hacer que lo confundiéramos con un entrenador personal o un sargento escapado de La chaqueta metálica.
Como en toda buena historia nacida, y autocomplaciente, con el patriarcado, en la película apenas hay mujeres. Por supuesto, no las hay en el terreno competitivo musical en el que se mueven los protagonistas. La única que aparece es apenas una anécdota que sirve para demostrarnos la obsesión de Andrew. El resto son solo voces de hombres, sentires de hombres, dilemas de hombres. Y, entre ellos, como figura de la que gustaría tener más claves, ese Fletcher en el que adivinamos heridas sin cerrar, soledades sin reparar y algún que otro encontronazo con una vida en la que solo ha sido capaz de definirse por su maestría pública. No sabemos nada de su vida privada, pero todo apunta que es un desierto que podría explicarnos su entendimiento de las relaciones con los demás, su concepción de cómo transmitir la pasión por unas metas, el uso de una autoridad que incluso se transforma en violencia y maltrato del que es más vulnerable. Por supuesto, como buen capitán, oh mi capitán, no faltan insultos que aluden a la dudosa masculinidad del músico que no rinde lo suficiente. Porque, como bien es sabido, el que no demuestra que es un hombre se convierte en un maricón de mierda.
Whiplash es, sin duda, una magnífica película porque, al margen de sus excelencias puramente técnicas y narrativas, y de las impresionantes interpretaciones de sus protagonistas, nos deja inquietos, turbados incluso, rebeldes frente a la pantalla. Planteándonos hasta qué punto merece la pena sufrir por alcanzar unas metas y renunciar por el camino a otras conquistas que tal vez podrían hacernos más felices. Una lección que muy especialmente deberíamos aprender los hombres, tan educados para ser triunfadores y visibles en lo público, aunque luego nuestras habitaciones privadas sean un desastre. Tal vez deberíamos invertir los términos y aprender, de mano de la emoción a la que tanto hemos renunciado, que nada de lo que duela merece realmente la pena, y que sólo desde la plenitud serena de nuestro propio reconocimiento, tiene sentido el reconocimiento de los demás.
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