Habíamos llegado con tiempo. Eso me parecía a mí en aquel entonces. Era ya de noche, hacía frío y entramos por una puerta del edificio que no llamaba la atención; una puerta lateral que resultó ser la entrada de artistas de aquel insospechado, desde luego para mí, Circo Price, en la plaza del Rey y que era el segundo que, con ese nombre, se alzaba en Madrid. Como a lo largo de los años posteriores descubrí en otros muchos teatros, aquella entrada, a modo de zaguán, estaba llena de paneles de decorado, de los realizados en tela y madera (envarillados, se decía) y multitud de carteles de las distintas formaciones circenses y de artistas de la copla, la zarzuela, o la revista, que habían pasado por allí.
Yo estaba muy emocionado. Por lo que comentaban mis padres - que me acompañaban siempre- aquel era un festival muy importante y se sentían tan felices de ver a su hijo entre tantas figuras... aunque a mí me parecía lo más natural. Me quedaba fascinado mirando los carteles, las fotografías dedicadas a los maquinistas, a los eléctricos, por bellísimas artistas, algo ligeras de ropa pero, eso sí, con lentejuelas, plumas, medias de rejilla y zapatos de tacón. Alguna de ellas, incluso, fumaba indolente, dejándose retratar. En otros casos miraban a la cámara, sabedoras de su embrujo en aquel universo fotográfico en el que eran reinas, con el complemento de algún grande del flamenco o la copla.
Todo era fascinante. Mi cuello estaba completamente torcido hacia arriba, intentando alcanzar con la vista hasta el último rincón, el último cartel que, junto a elementos de vieja utilería, sogas -hasta una bicicleta- se mezclaban en una suerte de cajón de sastre vertical que acumulaba objetos que ya no se utilizaban, al menos con frecuencia. Había un murmullo de fondo que revelaba el trajín de los momentos previos al comienzo. A lo lejos, una voz amplificada y algo metálica anunció lo que debía ser la lista de figuras que iban a intervenir, y pude escuchar una ovación que sonó, claramente, a un sitio muy muy grande y, por primera vez en mi vida, sentí que se me erizaba el pelo de todo el cuerpo. Aquello sonaba muy distinto a cuanto había escuchado en los pequeños auditorios de las radios, o los colegios mayores donde había cantado hasta entonces.
Álbum personal de Pedro Mari Sánchez
"¿Qué pasa, chaval?" -Dijo alguien a mi espalda- "¿Cómo estás?¿Estás nervioso?"
"No, no estoy nervioso", le respondí. Era un hombre muy alto, con barba y monóculo, que vestía de negro, con chaleco blanco, pajarita blanca y una capa larga. Llevaba en la mano un sombrero de copa y un bastón de madera con empuñadura de plata.
"Tengo ganas de salir ya", concluí.
"¡Claro!" -contestó- "Esto de esperar entre cajas es lo más aburrido del mundo".
Y se sentó en una de las sillas que habían dispuesto para que los artistas esperaran a pie de escenario, haciéndome señas de que le acompañara. Como vio que yo miraba a mis padres que, a una distancia siempre discreta, no me perdían de vista, les preguntó si no les importaba, a lo que respondieron con una sonrisa de aprobación.
"Si fueras mayor, te invitaría, pero como eres un mocoso, te lo pierdes". Y soltó una pequeña carcajada de complicidad acompañada de un guiño de ojo mientras daba vueltas a la empuñadura del bastón y extraía de su interior una especie de tubo de ensayo, de vidrio, lleno de un líquido de color ámbar. Yo observaba todo aquello como quien ve actuar a un mago. "¡Esto revive a un muerto!", me dijo, y supongo que debía ser verdad. Era un tipo fascinante que me caía la mar de bien y al que me presentaron como don Jaime de Mora y Aragón.
Un tambor redoblando fue el preludio de la presentación de una artista que arremolinó a cuantos esperábamos entre cajas. Mis padres me dijeron que era Pinito del Oro, la gran trapecista, que había venido de América, del Circo de los Ringling Brothers. Aquella mujer subió por una escala a un trapecio, allá arriba, sin red, con una silla en la mano. Cuando estuvo a su altura se situó en la barra y mostró la silla que llevaba. Se hizo un silencio físico, nada existía salvo ella, el trapecio y la silla. Todos: Don Jaime, Mary Santpere, Ángel de Andrés... todos contenían la respiración ante el prodigio de Pinito sentada en la silla que reposaba dos de sus cuatro patas sobre la superficie imposible de la barra del trapecio.
Cartel de una actuación de Pinito en el Price
A partir de ahí, todo se precipitó; la ovación interminable, la voz confusa del presentador que intentaba hacerse oír entre el delirio de los espectadores... "¡Vamos, Pedro Mari, que te toca!" Y empecé a subir la escalera que habían habilitado para acceder al escenario, montado especialmente para la ocasión, mientras sonaba la música más alucinante que jamás había escuchado. ¡Una big band! ¡Trompetas, saxos, trombones, clarinetes, piano, guitarra eléctrica, contrabajo...! Aquella canción que el maestro Gomez Sierra había compuesto para mí y que otras veces habíamos interpretado, solo al piano, en las radios, se convirtió en algo indescriptible. Me sentía grande, el más feliz de los seres humanos, tenía una sonrisa de oreja a oreja y miraba a los músicos sin parar de afirmar con la cabeza. Canté sintiéndome un auténtico "crooner" y disfruté cada segundo ante aquel inmenso auditorio del Price, abarrotado de gente...
Aquel edificio, que no parecía un circo visto desde fuera sino un museo, o la sede de una Sociedad Geográfica, fue demolido en los 70, no recuerdo el año. Sí recuerdo que lo regentaba, en su última etapa, la empresa Feijoo-Castilla y que aquel lugar palpitó de vida a lo largo de su historia, resistiendo los avatares sociales y políticos que todos conocemos. Allí, en la misma parcela de la Plaza del Rey, se levanta hoy otro edificio que aloja dependencias del Ministerio de Cultura y desde allí, ahora, se mira con recelo y animadversión a los mismos artistas que otrora habitaran aquel espacio (bueno, quizá otros, físicamente, pero los mismos en espíritu, y algunos, como el que suscribe, físicamente también) tratándonos como fantasmas que se resisten a abandonar un lugar que ya no les pertenece.
Allí hemos representado los artistas el entierro simbólico de la cultura, hace tan sólo unos meses, para recordar a quienes hoy ocupan los huecos del edificio que otros también habitan el aire que lo interpenetra y que eso -por más 21% y por más extrañamiento, desprecio y persecución exhibidos en la plaza pública- va a seguir siendo así porque los artistas, grandes y pequeños, humildes o rutilantes, no tienen fronteras y su espíritu es inaprensible.
Entierro de la cultura. Plaza del Rey 2014
Los espacios se pueden llenar de madera, ladrillo, acero o cemento, pero siguen siendo espacios habitables para la materia sutil, con este o con cualesquiera de los Gobiernos que ocupen en el futuro el espacio que, en su día, fue la segunda sede del Circo Price de Madrid.
Yo estaba muy emocionado. Por lo que comentaban mis padres - que me acompañaban siempre- aquel era un festival muy importante y se sentían tan felices de ver a su hijo entre tantas figuras... aunque a mí me parecía lo más natural. Me quedaba fascinado mirando los carteles, las fotografías dedicadas a los maquinistas, a los eléctricos, por bellísimas artistas, algo ligeras de ropa pero, eso sí, con lentejuelas, plumas, medias de rejilla y zapatos de tacón. Alguna de ellas, incluso, fumaba indolente, dejándose retratar. En otros casos miraban a la cámara, sabedoras de su embrujo en aquel universo fotográfico en el que eran reinas, con el complemento de algún grande del flamenco o la copla.
Todo era fascinante. Mi cuello estaba completamente torcido hacia arriba, intentando alcanzar con la vista hasta el último rincón, el último cartel que, junto a elementos de vieja utilería, sogas -hasta una bicicleta- se mezclaban en una suerte de cajón de sastre vertical que acumulaba objetos que ya no se utilizaban, al menos con frecuencia. Había un murmullo de fondo que revelaba el trajín de los momentos previos al comienzo. A lo lejos, una voz amplificada y algo metálica anunció lo que debía ser la lista de figuras que iban a intervenir, y pude escuchar una ovación que sonó, claramente, a un sitio muy muy grande y, por primera vez en mi vida, sentí que se me erizaba el pelo de todo el cuerpo. Aquello sonaba muy distinto a cuanto había escuchado en los pequeños auditorios de las radios, o los colegios mayores donde había cantado hasta entonces.
"¿Qué pasa, chaval?" -Dijo alguien a mi espalda- "¿Cómo estás?¿Estás nervioso?"
"No, no estoy nervioso", le respondí. Era un hombre muy alto, con barba y monóculo, que vestía de negro, con chaleco blanco, pajarita blanca y una capa larga. Llevaba en la mano un sombrero de copa y un bastón de madera con empuñadura de plata.
"Tengo ganas de salir ya", concluí.
"¡Claro!" -contestó- "Esto de esperar entre cajas es lo más aburrido del mundo".
Y se sentó en una de las sillas que habían dispuesto para que los artistas esperaran a pie de escenario, haciéndome señas de que le acompañara. Como vio que yo miraba a mis padres que, a una distancia siempre discreta, no me perdían de vista, les preguntó si no les importaba, a lo que respondieron con una sonrisa de aprobación.
"Si fueras mayor, te invitaría, pero como eres un mocoso, te lo pierdes". Y soltó una pequeña carcajada de complicidad acompañada de un guiño de ojo mientras daba vueltas a la empuñadura del bastón y extraía de su interior una especie de tubo de ensayo, de vidrio, lleno de un líquido de color ámbar. Yo observaba todo aquello como quien ve actuar a un mago. "¡Esto revive a un muerto!", me dijo, y supongo que debía ser verdad. Era un tipo fascinante que me caía la mar de bien y al que me presentaron como don Jaime de Mora y Aragón.
Un tambor redoblando fue el preludio de la presentación de una artista que arremolinó a cuantos esperábamos entre cajas. Mis padres me dijeron que era Pinito del Oro, la gran trapecista, que había venido de América, del Circo de los Ringling Brothers. Aquella mujer subió por una escala a un trapecio, allá arriba, sin red, con una silla en la mano. Cuando estuvo a su altura se situó en la barra y mostró la silla que llevaba. Se hizo un silencio físico, nada existía salvo ella, el trapecio y la silla. Todos: Don Jaime, Mary Santpere, Ángel de Andrés... todos contenían la respiración ante el prodigio de Pinito sentada en la silla que reposaba dos de sus cuatro patas sobre la superficie imposible de la barra del trapecio.
A partir de ahí, todo se precipitó; la ovación interminable, la voz confusa del presentador que intentaba hacerse oír entre el delirio de los espectadores... "¡Vamos, Pedro Mari, que te toca!" Y empecé a subir la escalera que habían habilitado para acceder al escenario, montado especialmente para la ocasión, mientras sonaba la música más alucinante que jamás había escuchado. ¡Una big band! ¡Trompetas, saxos, trombones, clarinetes, piano, guitarra eléctrica, contrabajo...! Aquella canción que el maestro Gomez Sierra había compuesto para mí y que otras veces habíamos interpretado, solo al piano, en las radios, se convirtió en algo indescriptible. Me sentía grande, el más feliz de los seres humanos, tenía una sonrisa de oreja a oreja y miraba a los músicos sin parar de afirmar con la cabeza. Canté sintiéndome un auténtico "crooner" y disfruté cada segundo ante aquel inmenso auditorio del Price, abarrotado de gente...
Aquel edificio, que no parecía un circo visto desde fuera sino un museo, o la sede de una Sociedad Geográfica, fue demolido en los 70, no recuerdo el año. Sí recuerdo que lo regentaba, en su última etapa, la empresa Feijoo-Castilla y que aquel lugar palpitó de vida a lo largo de su historia, resistiendo los avatares sociales y políticos que todos conocemos. Allí, en la misma parcela de la Plaza del Rey, se levanta hoy otro edificio que aloja dependencias del Ministerio de Cultura y desde allí, ahora, se mira con recelo y animadversión a los mismos artistas que otrora habitaran aquel espacio (bueno, quizá otros, físicamente, pero los mismos en espíritu, y algunos, como el que suscribe, físicamente también) tratándonos como fantasmas que se resisten a abandonar un lugar que ya no les pertenece.
Allí hemos representado los artistas el entierro simbólico de la cultura, hace tan sólo unos meses, para recordar a quienes hoy ocupan los huecos del edificio que otros también habitan el aire que lo interpenetra y que eso -por más 21% y por más extrañamiento, desprecio y persecución exhibidos en la plaza pública- va a seguir siendo así porque los artistas, grandes y pequeños, humildes o rutilantes, no tienen fronteras y su espíritu es inaprensible.
Los espacios se pueden llenar de madera, ladrillo, acero o cemento, pero siguen siendo espacios habitables para la materia sutil, con este o con cualesquiera de los Gobiernos que ocupen en el futuro el espacio que, en su día, fue la segunda sede del Circo Price de Madrid.